En el 2005, recién salir de la reunión del jurado presidido por Jaime Sarusky que sin vacilar le otorgó el lauro por unanimidad, escribí en estas mismas páginas: «Hoy, los amantes del cine y de la cultura en general, que es decir nuestra vida toda, deben estar de pláceme con el Premio Nacional de Cine […]
En el 2005, recién salir de la reunión del jurado presidido por Jaime Sarusky que sin vacilar le otorgó el lauro por unanimidad, escribí en estas mismas páginas: «Hoy, los amantes del cine y de la cultura en general, que es decir nuestra vida toda, deben estar de pláceme con el Premio Nacional de Cine que se le concede a Humberto. Un reconocimiento no a un hombre en retirada, ni que ha visto pasar sus mejores tiempos, sino a alguien que con aquella misma vitalidad del muchachito de veinte sería todavía capaz de rebasar -con lo mucho que le falta por hacer y atesora en la cabeza- la trascendencia de este mismísimo premio».
Pero apenas tres años más tarde, Humberto Solás se acaba de despedir a los sesenta y seis años de edad de esa misma vida que no quiso darle más y que, como pocos, él supo exprimir en aras de su obra.
Días después de aquel Premio Nacional de Cine volvería a sorprender con Barrio Cuba, un estilo que afincado en el más puro melodrama arrancó lagrimones y razonamientos en los cines. Y también polémicas, porque sus películas no podían concebirse sin ellas, lo mismo en lo referente a las historias que en el plano formal. Pero una manera de hacer la de ese, su último largometraje, que en buena medida lo remitía a sus inicios vinculados con el neorrealismo, cuando allá en 1966, a los 25 años de edad, dirigió Manuela, un corto de 41 minutos que despertó grandes expectativas acerca de lo que estaba por venir.
Y lo que vino fue Lucía, aquellas tres historias con nombre de mujer que a muchos nos viene a la cabeza al pensar en la prodigiosa década de los sesenta. Lucía, reverenciada internacionalmente y con una lista de premios que hubieran mareado a cualquier otro joven olvidadizo de una verdad que Humberto llevaba prendida al cuello como un azabache: lo importante no es creer que «se llegó», sino tratar de ascender siempre.
Lo recuerdo en una conferencia de prensa, a principios de los años setenta, hablando con fervor de su apreciado Luchino Visconti: Senso, El gatopardo¼ amaba la opulencia y perfección del italiano y lo consideraba su ideario estético. Sin embargo, cuando hoy se repasan filmes como Cecilia, Un hombre de éxito o El siglo de la luces -los más deudores sin duda de Visconti- se aprecian en ellos, por encima de las siempre discutibles virtudes y defectos, una impronta de identidad y cubanía que conmueven.
Y conmover fue un don del romántico Humberto, ese mismo artista a quien los tiempos duros lo obligaron a reinventarse en lo concerniente a la concepción de su cine. Fue así que de la opulencia de sus escenarios, extras y despliegues de cámaras, de su apego a una manera de concebir con recursos, pasó a proclamar que el cine digital era la vía para no vivir solo de recuerdos y continuar en el ruedo.
Y para que no quedara duda de lo que se traía entre manos, entrega la emotiva Miel para Ochún y funda el Festival Internacional del Cine Pobre de Gibara, que con los años iría alcanzando un interés inimaginable.
Director emblemático, orgullo de nuestra cultura, apasionado defensor de lo que hacía, las relaciones de Humberto con la crítica cinematográfica, aunque con respeto por parte de él, no siempre fueron un transitar de miel sobre hojuelas.
Pero eso, como decía Arturo de Córdoba, «no tiene la menor importancia», a no ser para traer a colación que cuando nadie sea capaz de acordarse de lo que una vez se dijo y se discutió, Solás, sin embargo, una y otra vez estará.