Un país invade otro sin más motivo que el que lleva a un perro grande a apoderarse de un hueso, destruye sus ciudades y mata a su pueblo, escoge a un grupo de colaboracionistas para que redacten una constitución, forma un gobierno nativo dirigido por un virrey extranjero, promueve y airea la guerra civil para […]
Un país invade otro sin más motivo que el que lleva a un perro grande a apoderarse de un hueso, destruye sus ciudades y mata a su pueblo, escoge a un grupo de colaboracionistas para que redacten una constitución, forma un gobierno nativo dirigido por un virrey extranjero, promueve y airea la guerra civil para justificar su hazaña, invoca la liberación de los ciudadanos, el fin de la tiranía, la derrota del obscurantismo y el establecimiento de valores ilustrados y tortura u hostiga cruelmente a la mayoría resistente, a la que tilda de «fanática» o «terrorista». Esto es lo que está haciendo EEUU en Iraq, pero esto asimismo -para que lo entendamos bien- es lo que hizo Napoléon en 1808 cuando conquistó Madrid. Los hijos de Aznar, de Trillo, de Moratinos, de Zapatero, han estudiado en sus escuelas el levantamiento popular contra el francés y la invención de las «guerrillas» como la página más gloriosa de la historia de eso que llaman España.
Un país invade otro sin más motivo que el que lleva a un perro grande a apoderarse de un hueso, destruye sus ciudades y mata a su pueblo, aumenta su poder y su riqueza en nombre de la «defensa de las minorías» o de la «civilización»; y los gobiernos del mundo consienten, negocian en secreto, buscan el «apaciguamiento» del criminal, de manera que incluso el máximo organismo internacional acaba legitimando la violación de los principios que llevaron a su fundación como garantía suprema contra todas las violaciones. Esto es lo que ha ocurrido con EEUU en Iraq, pero esto asimismo -para que lo entendamos bien- es lo que ocurrió en 1931 después de que Japón invadiera Manchuria; o en 1936 cuando Italia invadió Abisinia; o tras la anexión nazi de Austria y de una parte de Checoslovaquia en 1938. Los hijos de Aznar, de Zapatero, los de Blair y hasta los de Bush han estudiado en sus escuelas el fracaso de la Sociedad de Naciones, la debilidad interesada de Francia e Inglaterra y la ceguera de los europeos como los factores tristes e ignominiosos que permitieron la ascensión del fascismo imperialista y llevaron a la carnicería de la II Guerra Mundial.
Hace apenas tres semanas, los quince miembros del Consejo de Seguridad de la ONU aprobaron por unanimidad la resolución 1546, en un acto vergonzoso -sin precedentes en la edad moderna- de claudicación ante la fuerza de las armas. Con ello se establece el paradójico principio jurídico de que invadir un país es ilegal, pero no así haberlo invadido. Si no se puede forzar al más fuerte a respetar la ley, entonces la ley debe reconocer el derecho de la fuerza e incluso recompensarla con tropas y dinero. Intereses espurios bajo cuerda o amenazas apenas veladas (¿qué habrá llevado a la Siria sancionada a votar la propuesta de EEUU?) han acabado por convertir sin ambages a las Naciones Unidas en un porta-aviones estadounidense, y eso precisamente cuando más dificultades encontraba el ejército de Bush para gestionar política y militarmente la ocupación. Pero esta paradoja (la de que haber invadido una nación soberana sea conforme al mismo Derecho que había tratado de impedir la invasión) es la bomba lógica que decreta el final de un orden jurídico internacional, siempre débil, siempre impotente, siempre amilanado, pero en cuya «forma» seguían creyendo la mayor parte de los ciudadanos del mundo. Hoy ese se ha acabado. Chirac y Zapatero manifestaron sus reservas, declararon que la resolución no era la «ideal», pero anunciaron al mismo tiempo que había que votarla para proteger la «unidad internacional». ¿Unidad internacional contra la ley y contra la moral? ¿Unidad internacional a favor del violador, del criminal, del verdugo? Las «reservas» son pequeñas frente a esta majestuosa armonía superior: hay que hacer concesiones a las bombas de racimo, a la muerte de civiles, a la tortura, al saqueo de un país, al uranio empobrecido, a los guantánamos, a las mentiras -y aceptar las consecuencias terribles e imprevisibles que estas concesiones tendrán para todo el mundo- con tal de proteger la «unidad» de la ONU, cuya misión es precisamente la de evitar todas estas cosas. Chirac y Zapatero han privilegiado la «unidad» sobre la ley -y sobre las víctimas iraquíes- y de esa manera han contribuido a desautorizar para siempre la «unidad» internacional cristalizada en las Naciones Unidas y a convertirla -con lo que esto significa para el conjunto de la humanidad- en un objetivo legítimo de la resistencia iraquí. Las recientes cumbres de la UE y de la OTAN demuestran que «unidad» es el eufemismo que los europeos utilizan para designar toda una serie de conceptos que riman con «indecencia»: dependencia, obediencia, impotencia.
Ayer, 28 de junio, se produjo en Iraq eso que los políticos y medios de comunicación llaman pomposamente «transferencia de poder», como antes llamaron a un reparto de botín «conferencia de donantes». Ayer Paul Bremer, hasta ahora proconsul de EEUU en Bagdad, traspasó el poder… a John Negroponte, ex-embajador estadounidense en la ONU que él dinamitó, fiera fría responsable de la creación de escuadrones de la muerte en la Honduras de los ochenta y fiel ejecutor de la política «anti-insurgente» de Reagan en América Central. Sus decisiones las anunciará y pondrá en obra a partir de hoy Iyad Alawi, primer ministro de Iraq por la gracia de Bush, agente de la CIA y responsable de atentados terroristas contra el régimen de Sadam Hussein. Ayer, 28 de junio, fue en Iraq un día como otro cualquiera; un día en el que los iraquíes padecieron 24 horas de ocupación ininterrumpida. Un día en el que no pasó nada nuevo, nada bueno, nada que aminore nuestra rabia o nuestro pesar. Un día que empezó y terminó exactamente igual que los cuatrocientos cincuenta anteriores, por mucho que los políticos y los periodistas les cambien los nombres a las cosas, como al principio del mundo. Ayer terminó y volvió a empezar la ocupación; hoy sigue la ocupación y, frente a ella, sigue la resistencia. Los moderados, los «conservadores» de verdad, los civilizados de todos los partidos y todas las iglesias, debemos apoyarla sin dejarnos engañar; debemos apoyarla porque la justicia está de su lado, debemos apoyarla porque la resistencia representa el espíritu de las Naciones Unidas ahora fenecidas, debemos apoyarla porque sin su concurso EEUU habría llegado aún más lejos -Irán, Siria, Cuba, Venezuela- y todos un poco más abajo. Debemos apoyarla porque, incluso si la UE, la OTAN, los medios de comunicación y algunos millones de extremistas pasivos se empeñan en presentar o mirar las cosas del revés, la resistencia tiene razón. Y si tan sólo resistiese un único iraquí, si todos los demás hubiesen sido vencidos o engañados, si el miedo o la indignidad hubiesen hecho mella en todos los demás, ese único iraquí tendría razón; ese único iraquí resistente constituiría la «mayoría de uno» (frente a la «minoría de todos») a la que Thoreau se refería al hablar de la lucha contra la esclavitud. Pero el miedo, la indignidad y el engaño están precisamente de este lado, del de los «nuestros», de los que ocupan Bagdad o justifican su ocupación. Como lo demuestra la última encuesta del Pentágono, según la cual el 80% de los iraquíes rechaza la presencia estadounidense y sólo el 2% la apoya, la resistencia frente a la invasión constituye una «mayoría de muchos» y la resolución 1546, los acuerdos con la UE y con la OTAN y la «transferencia de poder» de hoy miden también, en realidad, su creciente fuerza y el fracaso de los EEUU en Iraq. Los iraquíes no se dejan engañar; sigamos su ejemplo al menos en esto.
La rama de olivo es una bomba de racimo. La paloma de la paz lleva en su pico, y deja caer sobre la tierra, pepitas de uranio. El agua seca los ríos. La democracia bombardea mercados, mutila niños, cultiva cementerios. La democracia saquea, patea, desprecia. La democracia rinde culto a la fuerza. La democracia se burla de la ley y pone la mayor bomba suicida que imaginarse pueda en la sede de la ONU. La democracia tortura, la democracia miente, la democracia no pregunta, la democracia no escucha, la democracia tiraniza. «De nosotros los civilizados», decía Anatole France hace ahora cien años, «los bárbaros sólo conocen nuestros crímenes». ¿Nos parecerá extraño que a nuestras víctimas no les apetezca ser «demócratas»? ¿Nos parecerá extraño que a nosotros mismos -como lo demuestran las últimas elecciones europeas- cada vez nos apetezca menos serlo? Digámoslo claro y alto: de todo el horror aún por venir, de todas las monstruosidades que todavía veremos, de la muerte de muchos hombres pero también de muchas ideas, de la destrucción de ciudades y países enteros pero también -aún peor- de grandes principios y valores cardinales, del fin de una época mala y del comienzo de otra peor (porque no tendremos ni siquiera una «forma» a la que agarrarnos), no podremos nunca culpar a los «terroristas», cualquiera que sea la barbaridad que cometan y por mucho que nos horroricen sus respuestas; toda la responsabilidad recae del lado de esa reducida banda de facinerosos que llamamos ridículamente Occidente y de los millones de extremistas pasivos que los apoyan por cobardía, ignorancia o interés. Treinta de junio: suma y sigue la cuenta de nuestra ignominia que es, para el mundo, una cuenta atrás…