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Tiempo y vida

Fuentes: Público

«Créeme, el tiempo es la cosa más importante: es un simple pseudónimo de la misma vida». Antonio Gramsci Eric Hobsbawm fue el último gran representante de una de aquellas raras generaciones de historiadores que tuvo la habilidad y la genialidad de cambiar nuestra visión del pasado, para poder pensar históricamente el presente y abrir nuevas […]

«Créeme, el tiempo es la cosa más importante: es un simple pseudónimo de la misma vida».
Antonio Gramsci

Eric Hobsbawm fue el último gran representante de una de aquellas raras generaciones de historiadores que tuvo la habilidad y la genialidad de cambiar nuestra visión del pasado, para poder pensar históricamente el presente y abrir nuevas vías (im)posibles hacia el futuro. Una habilidad como historiadores que fue inseparable de su compromiso político. Fue precisamente este compromiso el que los llevó a juntarse en su etapa formativa, momento clave para entender todo su desarrollo posterior, en lo que se conoció como el grupo de historiadores del Partido Comunista de la Gran Bretaña (1946 – 1956). Bajo la influencia de Maurice Dobb y la inspiración de Dona Torr se encontraron durante diez años un grupo heterogéneo de estudiantes, jóvenes profesores y militantes de diversas causas para hablar del pasado. Creían así estar hablando también del futuro. Lo hacían en sórdidos bares, con nombres tan resonantes como Garibaldi, armados, en palabras de Hobsbawm, «con papeles ciclostilados, resúmenes de tesis (…) llenos de austeridad física, excitación intelectual, pasión política y amistad». En aquellos bares, con aquellos papeles y aquella pasión, se encontraron personas como Cristopher Hill, Rodney Hilton, John Saville, George Rudé o E.P. Thompson. Todos ellos igualmente singulares, todos ellos, igualmente comprometidos. Pero quizás, en cierto sentido, Hobsbawm tenía una singularidad que la hacía único.

Nacido en Alejandría pasó su infancia y adolescencia en Viena, entremedio de los restos de lo que había sido el gran imperio Austro-Húngaro, y el Berlín que vio llegar a Hitler al poder, antes de que él mismo, de origen judío, emigrara hacia Inglaterra. Experiencia que, como al resto de la generación de historiadores marxistas británicos, lo llevó a la filas del comunismo, de un comunismo marcado por el frentepopulismo de los años treinta y la resistencia antifascista de la Segunda Guerra Mundial. Un momento en la que Hobsbawm se reconocía a si mismo en los versos de Brecht: «Desgraciadamente, nosotros, que queríamos preparar el camino para la amabilidad, no pudimos ser amables». Pero también, una vida que le dio una orientación única respecto a sus compañeros. En efecto, él que se declaraba heredero de los movimientos culturales de la Europa central nacidos con el siglo, fue quizás el menos inglés de toda esa generación de historiadores. En su obra, su magna obra, las dos vertientes -la del comunismo formado en los años treinta y la de una vocación internacional- están indudablemente presentes.

Hobsbawm, que contaba entre sus múltiples facetas incluso la de ser crítico de Jazz, nos rescató una infinidad de historias a partir de esta doble vocación. Un rescate que se hacía frente la «enorme prepotencia de la posteridad» ya que «al fin y al cabo, nosotros mismos no estamos al final de la evolución social.», como le gustaba decir a su amigo E.P. Thompson. En sus manos, por ejemplo, el movimiento ludita se integró como una experiencia fundacional de la clase obrera, liberándolo de las garras de la visión que lo condenaba como una muestra de su barbarie; o nos habló, y en ese hablar casi fundó por si solo una nueva corriente de estudios, del campesinado, de sus bandoleros sociales y de sus revueltas enfrentándose al nuevo desarrollo del capitalismo. Moldeó así una nueva forma de entender la historia de los de abajo, mucho más allá de la historia de sus organizaciones, instituciones y líderes donde había estado recluida prácticamente hasta la llegada de su generación. Una historia que, en sus trabajos, dejó de ser sólo la de los de abajo, para pasar a ser una historia desde abajo, transformando la narrativa global de nuestra pasado a partir de la áspera mano de los trabajadores y las trabajadoras. Pero también fue más allá de ello, cuando se centró en la historia del despliegue del capitalismo, entendido no como un proceso de modernización, sino de conflictos y luchas de clases, en sus magnas obras Las revoluciones burguesas, La era del capitalismo y La era del Imperio. Finalmente, además, cruzó una frontera, la que llevaba del XIX al XX, que ninguno de sus iguales había atravesado tan claramente y tan inmensamente como lo hizo él con su Historia del siglo XX. Contaba entonces ya con 77 años, se había jubilado en 1982 y desde entonces hasta hoy su obra fue tan prolija que sólo cabe en ella misma. Y en esta etapa final de su vida también se encontraban los principios nunca abandonados, hechos de política e historia, de tiempo y vida, ya que como concluía en su historia del siglo que él vivió tan apasionadamente: «Las propias estructuras de las sociedades humanas, incluyendo algunos de los fundamentos sociales de la economía capitalista, están en situación de ser destruidas por la erosión de nuestra herencia del pasado. Nuestro mundo corre riesgo a la vez de explosión y de implosión, y debe cambiar (…) Sin embargo, una cosa está clara: si la humanidad ha de tener un futuro, no será prolongando el pasado o el presente. Si intentamos construir el tercer milenio sobre estas bases, fracasaremos. Y el precio del fracaso, esto es, la alternativa a una sociedad transformada, es la oscuridad.» Su mirada crítica al pasado, incluso a aquella parte del pasado que él consideraba como suyo, le llevaba así a defender, en su Una vida en el siglo XX, un principio sin el que no hay posibilidad ni de tiempo ni de vida. A pesar de todo «No abandonemos las armas, ni siquiera en los momentos más difíciles. La injusticia social debe seguir siendo denunciada y combatida. El mundo no mejorará por sí solo.»

Xavier Doménech es profesor de Historia de la UAB

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