Me sentiría hoy más propenso a escribir sobre Fernando Alonso que sobre el asunto que inevitablemente me veo obligado a tratar: el tercer aniversario del comienzo de aquella ilegal, mendaz y chapucera operación de invasión y ocupación de un país soberano. Es cierto que estaba gobernado por un dictador cruel e impresentable, pero no muy […]
Me sentiría hoy más propenso a escribir sobre Fernando Alonso que sobre el asunto que inevitablemente me veo obligado a tratar: el tercer aniversario del comienzo de aquella ilegal, mendaz y chapucera operación de invasión y ocupación de un país soberano. Es cierto que estaba gobernado por un dictador cruel e impresentable, pero no muy distinto de otros que, en diversos países y en otras circunstancias, recibieron elogios y apoyo material de EEUU y de algunos gobiernos que sumisamente aceptaron el vergonzoso chantaje político que condujo a la ocupación militar de Iraq en el 2003.
No entraré en los terrenos de Julián G. Candau, con quien comparto estas páginas, por inclinado que pudiera sentirme a glosar el mérito de un deportista admirable, tanto en el terreno personal de sus opiniones y actitudes como en las espectaculares proezas con que nos obsequia en sus actuaciones profesionales. Y por mucho que, por el contrario, sienta una creciente repugnancia a aludir a los torpes manejos de algunos dirigentes del mundo occidental, incluido el que entonces gobernaba España, quienes, error tras error, contribuyeron obstinadamente a llevar al mundo a una situación mucho más peligrosa que la que existía hace tres años, por mala que ésta fuera entonces.
No valoro mucho la capacidad adivinatoria en política internacional, por considerar que es un campo sujeto a una infinidad de variables que prácticamente nadie puede conocer y, mucho menos, controlar. Pero voy a reproducir un párrafo del comentario que aquí publiqué hoy exactamente hace tres años, justo al comienzo del ataque contra Iraq: «El Imperio, falto de razón, menguado en apoyos diplomáticos y humillado en el Consejo de Seguridad, recurre a la fuerza bélica para ocultar sus debilidades. Es una ley histórica que se repite una vez más. El pueblo estadounidense, asustado, desinformado y urgido por la situación bélica, cierra filas en torno a su presidente, lo que es natural y previsible. La victoria militar está próxima, pero también está próxima la valoración del resultado final de la agresión, que va a dejar al mundo en una situación mucho más inestable que la que antes tenía».
Esto lo podía haber escrito, sin salir de España, cualquiera que no estuviera cegado por el discurso embustero de la Casa Blanca y por sus vergonzantes ecos, obcecadamente repetidos en Londres y Madrid por unos gobiernos más interesados en hacer el juego a Bush, para ganarse su favor, que en interpretar una realidad que se mostraba ya bastante al desnudo.
Los comentarios que a tres años vista se hagan ahora no deberían estar teñidos de melancolía, como hacía anteayer un prestigioso analista británico, que reflexionaba sobre lo que pudo haber sido y no fue. ¿Qué pudo haber sido? Una pacífica y poco cruenta ocupación militar de Iraq, una entusiasta adopción de la democracia por el pueblo liberado y un efecto dominó que extendiera los valores occidentales, nominalmente democráticos y justos, por todo el Oriente Próximo, convirtiéndolo en una grande y pacífica balsa de aceite (¡ya lo es de petróleo!). Era preciso ser muy poco perspicaz para creer en tan inverosímil fábula.
En vez de melancolía, irritación. Ira. Exigencia de cuentas a unos gobernantes que mienten, engañan, falsean datos y, a pesar de eso, en muchas ocasiones siguen contando con el apoyo de una opinión pública manipulada por los poderosos medios informativos. Repulsa simultánea, pues, a los gobernantes mendaces y a los medios que contribuyen a la mentira -cuando no la inventan ellos mismos-, como ha quedado bien demostrado en los tres años transcurridos.
Dicho esto contemplando la situación desde fuera de Iraq, observada desde dentro la valoración será, sin duda alguna, mucho más negativa. Las escasas ventajas obtenidas por el pueblo iraquí no compensan la catástrofe que sobre él se ha abatido. Hay un Gobierno no tiránico; los kurdos viven a su aire en sus territorios ancestrales y los chíies agradecen la desaparición de Sadam. Es prácticamente lo único positivo que puede anotarse.
Los rasgos negativos superan con mucho lo anterior. Existe un Gobierno fantasma, incapaz y dividido. La guerra civil se instala poco a poco en el centro del país, que sigue militarmente ocupado. Han muerto, como consecuencia de la invasión y posterior ocupación, entre 30.000 y 100.000 iraquíes, según fuentes dignas de crédito. Los supervivientes malviven entre la penuria, el desempleo y la inseguridad, sin haber recuperado siquiera el nivel de vida de que gozaban en tiempos del dictador hoy encarcelado y juzgado.
Los atentados terroristas son tan habituales que ya casi no llaman la atención. Día a día se descubren más cadáveres o hacen explosión nuevos coches bomba. La «zona verde», verdadera ciudadela fortificada dentro de Bagdad, reservada para las autoridades y los funcionarios extranjeros, es quizá todavía el único lugar de la capital donde se tienen ciertas garantías de ver amanecer al día siguiente.
Habría que resistirse, sin embargo, a dar por sentado el axioma de que «ninguna situación es nunca tan mala que no sea susceptible de empeorar», que tan apropiado parece hoy. Ustedes comprenderán ahora que hubiera preferido comentar las proezas de Fernando Alonso y no aludir a este funesto tercer aniversario de algo que nunca debió haber ocurrido.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)