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Un artículo de 1966 sobre la filosofía como especialidad publicado en una revista (clandestina) del Sindicato Democrático de Estudiantes

Un apunte acerca de la filosofía como especialidad

Fuentes: Rebelión

Nota edición: Una de los artículos de Manuel Sacristán que más agitación levantó en las estancadas aguas, mayoritariamente neotomistas por aquel entonces, de la filosofía española de finales de los sesenta fue su opúsculo de 1968 «Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores» (ediciones en catalán y castellano en Nova Terra; ahora […]

Nota edición:

Una de los artículos de Manuel Sacristán que más agitación levantó en las estancadas aguas, mayoritariamente neotomistas por aquel entonces, de la filosofía española de finales de los sesenta fue su opúsculo de 1968 «Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores» (ediciones en catalán y castellano en Nova Terra; ahora en Papeles de filosofía, Icaria, Barcelona, 1984, pp. 356-380). No sólo en las aguas neotomistas. Gustavo Bueno -el Bueno previo a su conversion en intelectual españolista de derecha extrema- respondió poco después, 1971, con un denso libro, El lugar de la filosofía en el conjunto del saber, donde defendía una visión más clásica de la filosofía y del filosofar. Ciencia Nueva, próxima al PCE, fue la editorial que lo publicó.

Los presupuestos filosóficos desde los que Sacristán construía su argumentación estaban explicitados en las primeras líneas de su trabajo: «[…] No menos obligado, por otra parte, es informar al lector acerca de los supuestos filosóficos de este papel sobre ese punto básico. Estos son: primero, que no hay un saber filosófico sustantivo superior a los saberes positivos; que los sistemas filosóficos son pseudo-teorías, construcciones al servicio de motivaciones no-teoréticas, insusceptibles de contrastación científica (o sea: indemostrables e irrefutables) y edificados mediante un uso impropio de los esquemas de la inferencia formal. Segundo: que existe, y ha existido siempre, una reflexión acerca de los fundamentos, los métodos y las perspectivas del saber teórico, del pre-teórico y de la práctica y la poiesis, la cual reflexión puede discretamente llamarse filosófica (recogiendo uno de los sentidos tradicionales del término) por su naturaleza metateórica en cada caso…» El texto, en mi opinion, era, sigue siendo, una excelente vindicación del filosofar y de la filosofía documentada.

La apreciación positiva de la filosofía en los estudios superiores no implicaba, sostenía Sacristán, la atribución de esos méritos a la filosofía pensada como especialidad universitaria, «a las secciones de filosofía, centros de producción de los correspondientes licenciados». Lo contrario era más verdadero: no era incoherente «enunciar y argüir el primer juicio apreciativo y afirmar al mismo tiempo que es deseable suprimir dicha producción especial de licenciados». Ambas afirmaciones se sostenían en el texto de Sacristán. «Dicho de otro modo -infiel paráfrasis de un motto de Kant-: no hay filosofía, pero hay filosofar. Esta actividad efectiva y valiosa justifica la conservación del término «filosofía» y de sus derivados».

Sobre el filosofar, herencia kantiana obligaba, Sacristán apuntaba: «(…) El filosofar tiene que ir pobre y desnudo, sin apoyarse en secciones que expidan títulos burocráticamente útiles, sin encarnarse en asignaturas de aprobado necesario para abrir bufete, y sin deslizarse siquiera, más modestamente, como lección 1ª, en programas de materias positivas». Lo único que podía hacerse imperativamente en favor de la calidad filosófica de la enseñanza superior era suprimir obstáculos. Esos obstáculos eran precisamente «las secciones, las asignaturas y las lecciones obligatorias de filosofía. Eliminadas éstas, la misma creación de Institutos centrales o generales de filosofía debería dejarse a la iniciativa de las Universidades (no a la de las actuales secciones de filosofía)».

Era contraproducente, concluía Sacristán, creer que la legislación podia «infundir en científicos y técnicos un gusto verdadero por la filosofía, un gusto motivado por su propio saber de las cosas».

Una parte nada secundaria de las ideas de este célebre artículo habían sido ya expuestas en un escrito que fue redactado en el otoño de 1966 a instancias del entonces clandestino Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Barcelona (S.D.E.U.B.). El texto de Sacristán fue publicado en el número 6 de la revista SIEGA, clandestina desde luego, un «panfleto subversivo» en el «afable» lenguaje fascista de la época, de la Facultad de Ciencias Económicas de la UB.

Este texto de Sacristán fue reproducido posteriormente, en traducción catalana, en Contra la filosofia llicenciada, editado por el Grup de Filosofia del Casal del Mestre de Santa Coloma de Gramenet, en 1992 (traducción catalana de Pere de la Fuente). Se reimprimió, como anexo, en la obra colectiva 30 años después. Acerca del opúsculo de M. Sacristán Luzón «Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores», Barcelona, EUB, 1999, y Alberto Domingo Curto, editor, presentador y anotador del volumen, lo ha incorporado recientemente a Manuel Sacristán, Lecturas de filosofía moderna y contemporánea, Madrid, Trota, 2007, pp. 177-180).

Las notas que acompañan al texto son también de edición.

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No es nada obvio que «filosofía» sea nombre adecuado de una especialidad universitaria. Socialmente lo es sin duda: en la Universidad de los últimos dos siglos suele existir una sección de filosofía, y se expiden títulos de licenciado y doctor en esa especialidad. Además, la existencia jurídico-administrativa determina al poco tiempo, desde principios del siglo XIX, una existencia cultural: el funcionamiento de las secciones de filosofía produce realmente el tipo de graduado en filosofía. Este personaje se caracteriza por conocer y enseñar la tradición filosófica y casi nada más. En este sentido es un especialista.

Pero es lícito y útil preguntar a toda cristalización intelectual si puede exhibir títulos de existencia distintos de la sanción jurídica. Y cuando se dirige esa pregunta a la filosofía académica, a la filosofía administrativamente organizada, vale la pena tener presente que se trata de una especialidad relativamente joven. En la cultura greco-romana la filosofía, como es sabido, no empezó como «especialidad» sino como una visión global del mundo contrapuesta a la tradición mitológica. La Edad Media no ha conocido tampoco al especialista en filosofía: ha tenido facultades de Artes, de Teología, de Medicina y de Leyes, pero no de filosofía. Los grandes científicos iniciadores de la cultura moderna -Galileo [1], Kepler, Gilbert, Newton- se han considerado a sí mismos filósofos, probando de este modo que ese apelativo no estaba reservado a especialistas. A la inversa, los principales personajes que los manuales de historia de la filosofía dan hoy como fundadores de la filosofía moderna -Descartes, Leibniz [2], etc.- pueden aparecer perfectamente, en manuales de historia de la ciencia. El siglo XVIII, por último, que tan enfático uso ha hecho del término «filósofo» lo ha entendido en el sentido crítico-científico recién apuntado para los siglos XVI y XVII (En el siglo XIX se generaliza finalmente la concepción de la filosofía como especialidad).

Esos hechos no tienen nada de sorprendente si se contemplan a la luz de las aspiraciones que los mismos filósofos académicos siguen atribuyendo a la filosofía: la de alcanzar una visión global de las cosas [3], la de ser educadora del hombre y, por tanto, la de guiarle también en la práctica moral. En sustancia la motivación que aún hoy suele verse en la etimología, más o menos mítica, del término «filosofía» es la de una ilimitada aspiración a saber y a consciencia.

Sin embargo, hay también hechos suficientes para explicarse por qué la Universidad burocrática del siglo XIX (que es la que sigue existiendo hoy) organizó la filosofía como especialidad. Por de pronto, la filosofía tradicional ha perdido sus temas a manos de la ciencia. La filosofía tradicional ha ido perdiendo de ese modo la concreción que en otros tiempos acompañó a su universalidad. Las «primeras causas» que en los antiguos filósofos eran un tema rico, cargado con el entero conocimiento de cada época, son ya desde el siglo XVIII tan primeras como las primeras letras del niño: un mero deletreo de la experiencia vulgar cotidiana, contrapuesta a la científica. Cualquier ejemplo clásico de ontología, repetido hoy, sirve para documentar el vaciamiento final de los conceptos generales de la tradición filosófica. Sea el par de conceptos potencia-acto, explicativos del cambio de las cosas en la filosofía aristotélica. Cuando el estudio científico del cambio maneja instrumentos materiales y (sobre todo) intelectuales de la finura de los de la mecánica cuántica [4], la tesis de que el cambio de un cuerpo se basa en que el cuerpo es en potencia aquello en lo cual se convierte puede entenderse a lo sumo como una inocente perogrullada. La misma clasificación, máximamente benévola, merecería, por ejemplo, la tesis «dialéctica» de origen «hegeliano» según la cual la planta de cebada crecida es la negación de la negación del grano de cebada. Y así innumerables ejemplos.

La persistencia de ese vacío decir que es la filosofía académica tradicional se apoya fundamentalmente en una premeditada y bizantina complicación terminológica especializada. Pero ese imponente instrumental verbal que, al suscitar el temeroso respeto del profano, sanciona culturalmente, socialmente, al especialista en vaciedades, no podría conservar la eficacia que tiene aún hoy si no respondiera a una necesidad espiritual realmente dada en los hombres de cierta cultura: la necesidad de una visión global de las cosas que no requiera el acto de fe exigido por las religiones positivas. Es claro que las ciencias no dan, si pueden dar como tales ciencias, un cuadro global así. Incluso los filósofos más críticos respecto de la filosofía como visión sistemática global han visto claramente esta situación. Kant, por ejemplo, al mismo tiempo que declaraba irreparablemente especulativas e irresolubles cuestiones como la de la creación del mundo, etc., insistía en que estas cuestiones se replantearían siempre al espíritu humano.

Ahora bien: ¿qué sentido tiene el considerar -como hace la filosofía académica de corte tradicional- que esas cuestiones científicamente irresolubles (esto es: irresolubles con los más potentes medios del conocimiento) lo son en cambio con las modestas trivialidades del sentido común tecnificado en filosofía? Por una parte, esa actitud tiene un sentido deleznable, ideológico: la intención paternalista que tiende a suministrar a los hombres supuestos conocimientos inexistentes, con objeto de apagar en ellos la preocupación crítica. La historia muestra concluyentemente que ese paternalismo tiene siempre finalidades conservadoras: su función es evitar el ejercicio de la duda y la crítica sobre la cultura existente y sobre el orden social que la sustenta. En concreto, la pretensión de que la filosofía es capaz de solucionar problemas irresolubles por los medios de conocimiento más potentes y agudos suele desembocar en la afirmación de un saber supuestamente supra-racional, en realidad irracional y prácticamente reservado a unos pocos, en una versión siempre cambiante del principio de autoridad.

Pero junto a ese aspecto, la pretensión filosófica tradicional tiene también otro sentido más respetable: el de no contentarse con la fragmentación del conocimiento y, consiguientemente, de la consciencia.

¿Qué salida tiene esa situación y qué consecuencias plausibles para la organización universitaria de los estudios de filosofía? No hay ninguna salida razonable que no empiece por admitir la caducidad de la vieja aspiración filosófica a un super-saber de las cosas. Esa caducidad ha quedado de manifiesto en dos siglos de crítica, positivista o no, desde Hume y Kant hasta Carnap. También es necesario reconocer la función falazmente ideológica, conservadora, del mantenimiento de aquella pretensión. Pero en cuanto se admite todo eso, se aprecia al mismo tiempo que una tal afirmación, en apariencia destructora de la filosofía, es ella misma filosófica. Y es filosófica, además del único modo crítico, racional y -en la intención al menos- no ideológica que resulta admisible hoy. Se trata de concebir la ocupación filosófica no como la construcción de un falso super-saber de las cosas, sino como una actividad crítica ejercida sobre los conocimientos reales existentes: los científicos y los precientíficos de la experiencia cotidiana (estos últimos pueden ser tendencialmente teoréticos o prácticos, o productivos poéticos, como se decía tradicionalmente) [5]. La filosofía como sistema no resiste en el siglo XX una crítica honrada. Pero esa crítica honrada es precisamente la nueva forma de la filosofía, la cual satisface sin engañosas ilusiones la más esencial finalidad filosófica: la consecución de una autoconsciencia clara por parte de los hombres.

Es claro que la aceptación de un programa así presupone la pérdida de vigencia social de las ideologías filosóficas, de los sistemas supuestamente supracientíficos. Y la vigencia de esas ideologías depende de factores sociales generales, no puramente intelectuales (piénsese en lo dicho acerca de la función socialmente conservadora de la filosofía académica). Pero a pesar de ello no parece demasiado utópico preguntarse qué enseña la situación actual de la filosofía por lo que hace a la organización universitaria de los estudios de filosofía. La respuesta es: enseña que el estudio filosófico no puede desligarse de los objetos de su reflexión, que son la consciencia científica y precientífica o cotidiana. Los estudios filosóficos deberían ser, por tanto, culminación de estudios de ciencias reales. Así se superaría el tipo de un especialista que pretende saber del ser en general cuando -al menos académicamente- no se le obliga a saber nada en serio de ningún ser particular.

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Notas edición:

[1] En una nota de 1977, escribía Sacristán sobre el científico y filósofo pisano:

«[…] Pero la importancia de Galileo no se aprecia del todo [además de sus descubrimiento astronómicos y científicos] si no se contempla dos puntos más. Uno es su fecunda aportación a la constitución de la idea moderna de ciencia, la condición que tiene la obra de Galileo de ser paradigma de la ciencia moderna. Esta se caracteriza por unos rasgos aparentemente contradictorios, en realidad muy unidos: es empírica y experimental, pero, al mismo tiempo, muy teórica, incluso idealizadora y matematizadora. Por otro lado, su tendencia idealizadora no le impide ser una energía práctica, principalmente industrial: una fuerza productiva. Una teoría de la moderna ciencia de la naturaleza es un artificio intelectual abstracto, ideal, matematizado en muchos casos, que no refleja la naturaleza ni tiene, muchas veces, el menor parecido con ella; pero con esa teoría es posible (mientras que era imposible con la ciencia medieval) hacer experimentos exactos, prever hechos delicados y complicados, fabricar máquinas y, con ellas, productos, etc. Todo eso está presente en la práctica científica de Galileo, visitador asiduo de talleres artesanos y convencido, al mismo tiempo, de que «el libro de la naturaleza está escrito con caracteres matemáticos». La otra razón por la cual Galileo Galilei es inolvidable es que encarna dramáticamente la noción de verdad característica de la ciencia en sentido moderno: verdad objetiva, independiente de consideraciones subjetivas, que puede, por lo tanto, entrar en conflicto con el poder social, pero que, por otra parte, no necesita de adhesión moral«.[la cursiva es mía]

[2] De Leibniz, a quien dedicó varios trabajos de lógica y filosofía de la lógica, escribía Sacristán en una nota de lectura: «Leibniz, como Marx, tiene el encanto de la oscuridad de lo que nace, de las promesas que nunca se podrán cumplir porque cuando la inspiración tenga que hacerse método, se verá que no da para tanta realización como parecía en la confusión del nacimiento».

[3] En «Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores», Papeles de filosofía, Barcelona, Icaria, 1984, p. 362, sostenía Sacristán: «(…) hay que aprender a vivir intelectual y moralmente sin una imagen o «concepción» redonda y completa del «mundo», o del «ser», o del «Ser». O del «Ser» tachado».

[4] En «Verdad: desvelación y ley», Papeles de filosofía, ed cit, pp. 45-46, un trabajo de 1953 publicado en la revista Laye, señalaba Sacristán sobre el principio de indeterminación: «[…] El lógico Hans Reichenbach ha estudiado la significación epistemológica de la situación descrita por la relación de indeterminación de Heisenberg. Con el apasionamiento tan corriente en estas cuestiones, algún comentarista dedujo precipitadamente conclusiones de alcance teológico. Pero la relación de indeterminación consiste sólo en que la modificación o perturbación introducida por la observación en el fenómeno impide lograr resultados unívocos. El margen de indeterminación fue calculado por el propio Heisenberg, y no hace al caso. Pero sí podemos entrar algo más en la situación dicha: la posición de un electrón en un momento dado debe ser determinada, si se desea precisión y univocidad suficientes, con una luz de corta longitud de onda (radiación gamma); pero esa luz tiene un elevado quantum de energía, y desplaza al electrón de su trayectoria, haciendo imposible: 1º, observar otra vez el mismo electrón en su trayectoria, perdida por el impacto de la radiación, y 2º, determinar el impulso del electrón, modificado por el mismo choque. Se puede estudiar el electrón con otra iluminación de mayor longitud de onda, luz que tendrá por consiguiente, un quantum de energía más bajo que el de la radiación gamma. Con esto, el impulso del electrón casi no es alterado y puede determinarse con bastante precisión; pero ocurre que la luz de longitud de onda mayor que la de la radiación gamma no es suficiente para determinar con precisión la posición del electrón. De modo que o se estudia el impulso o se estudia la posición. Pero como ambas cosas son necesarias para el conocimiento del fenómeno, no cabe más que establecer parejas de datos cuya univocidad será escasa; esa es la situación de indeterminación, que indica que, en rigor, la previsión de la posición del electrón (y de su impulso) en un momento dado es imposible. Tal indeterminabilidad no se debe sólo a insuficiencias de los medios de observación; pues si bien con la elección de condiciones óptimas y con la repetición de experimentos es posible ir disminuyendo la relación de indeterminación, no puede darse el límite en que ésta sea cero, a causa de la variación constante de los dos parámetros que definen el fenómeno».

[5] Es obvio que Sacristán no reduce, por tanto, el filosofar y la filosofía a la epistemología, la metodología o la filosofía de la ciencia. Ni tan siquiera a una teoría general del conocimiento. Hay otros saberes de interés además de los conocimientos científicos: artísticos, practices, pre-teóricos.