Venezolano oriundo de Mérida, 75 años, dramaturgo, director de teatro, de cine y televisión, es un imprescindible referente de la cultura nacional del siglo XX. Entre sus obras teatrales más conocidas se cuentan «Caín adolescente» (1955) -luego llevada al cine-, «Réquiem para un eclipse» (1957), «Sagrado y obsceno» (1961). De su vasta producción cinematográfica puede […]
Venezolano oriundo de Mérida, 75 años, dramaturgo, director de teatro, de cine y televisión, es un imprescindible referente de la cultura nacional del siglo XX.
Entre sus obras teatrales más conocidas se cuentan «Caín adolescente» (1955) -luego llevada al cine-, «Réquiem para un eclipse» (1957), «Sagrado y obsceno» (1961). De su vasta producción cinematográfica puede citarse, quizá como lo más emblemático, «El Pez que Fuma» (1977), «La Oveja Negra» (1989), «Pandemonium» (1996), «El Caracazo» (2006). En televisión ha dirigido numerosas producciones, tales como: «El cuento venezolano televisado», «Boves, el Urogallo», sobre la novela de Francisco Herrera Luque, «La Trepadora» de Rómulo Gallegos, «La Hija de Juana Crespo» de José Ignacio Cabrujas, Salvador Garmendia e Ibsen Martínez, «El Asesinato de Delgado Chalbaud», «Amores de barrio adentro» de Rodolfo Santana.
En 1984 ganó el Premio Nacional de Teatro y en 1990 el de Cine. Hoy día sigue trabajando con la misma pasión de siempre, y en estos momentos está preparando un nuevo film sobre los médicos cubanos de la Misión Barrio Adentro.
ENcontrARTE: Román, ¿qué nos puedes decir de tu relación con el arte, con el mundo de la cultura en Venezuela?
Román Chalbaud: Lo primero que vi en Mérida, cuando tenía cinco o seis años, fue «Tiempos modernos» de Charles Chaplin. Y en teatro lo primero que hice fue el papel de ángel en un tableau vivant, un cuadro vivo en el colegio. Chaplin fue quien me indicó que mi camino era el cine o el teatro, y dado que como no podía hacer cine, resultaba más fácil hacer teatro. Como decía Lope de Vega: un tablado, dos actores y una pasión, y ahí no necesitas ni cámaras, ni reflectores, ni técnicos. Fue así que me puse a escribir teatro; dirigía yo mismo las obras porque nadie me las quería dirigir. Es decir que fui un autodidacta. Empecé viendo las primeras películas en Mérida, pero ya a los 7 años vinimos con mi madre a establecernos en Caracas. Ella era bibliotecaria del Ministerio de Sanidad, y mi abuela materna vendía estampillas del Correo, y ambas consiguieron que esos cargos se los pasaran a la ciudad de Caracas. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía un año, y mi padre no me crió; fueron mi madre y mi abuela. Fue así que nos vinimos a Caracas, cuando esta ciudad era algo completamente distinto de lo que es hoy. Por aquel entonces terminaba en Plaza Venezuela, que era una hacienda llena de gamelotales. Uno podía ir a Los Chorros a bañarse como un paseo; eso era larguísimo, casi había que despedirse para ir hasta allá. Nos instalamos en una pensión que quedaba a media cuadra del Nuevo Circo, llamada «De Tejar a San Martín». Todo eso ya no existe; fue todo tumbado. Fui a la que se consideraba la mejor escuela para aquella época: la Experimental Venezuela. Recuerdo que había unos educadores uruguayos, cuando en ese momento Uruguay era la Suiza latinoamericana con toda su áurea de democracia. Con las enseñanzas de esta gente se empezó a revolucionar la educación en Venezuela. De todo eso salieron personajes muy conocidos, como Vicente Nebreda, símbolo del ballet del país, o Isaac Chocrón, o los hermanos Petkoff. Nos hacían oír música los sábados a la mañana, nos llevaban al parque Los Caobos a cantar, teníamos clases de canto, de teatro. Todo esto hacia la década del 30. Después estudié el bachillerato en el Fermín Toro. Fue ahí donde empecé el teatro experimental, que lo dirigía Alberto de Paz y Mateos. El era un republicano español que de muy joven había estado en La Barraca de García Lorca, y como exiliado político, después de pasar por Francia y Santo Domingo, llegó a Venezuela. Con él comenzamos a adentrarnos en el mundo del teatro; él montaba obras de García Lorca, de Cervantes, de O’Neil. Eso me hizo entrar de lleno en el teatro y me llevó a escribir. Después me convertí en director porque no había quien dirigiera lo que yo escribía.
También me atraía mucho el cine; veía muchas películas, leía sobre cine, compraba muchos libros. Toda mi vida fui al cine, siempre.
He sido testigo de cómo fue creciendo la ciudad, y pienso que para mal. Estoy aterrorizado del crecimiento de la ciudad, en términos morales y físicos. Con Pérez Jiménez recuerdo que vino por aquí Calder, el famoso escultor que hizo el techo del Aula Magna, y dijo en ese entonces que no se tocara el centro de la ciudad. Recuerdo que recomendó que los edificios nuevos que se construyeran se hicieran, en todo caso, hacia el este; pero no le hicieron caso. Y se hizo este desastre que vemos ahora: se destruyó todo lo que sea colonial, se destruyeron las tejas rojas aduciendo que eran muy difícil de mantener. Y eso no es así, para nada. Acabo de estar en Praga, una ciudad bellísima, y todos los techos son de tejas rojas, perfectamente mantenidas. Quiero decir, entonces, que este sistema con el que hemos vivido estos últimos años ha dañado profundamente la moral de la gente. En lo único que se piensa es en el dinero, y el petróleo es equivalente a hacer dinero. Mi primera obra de teatro, llamada «Muros horizontales» -una obrita de 10 páginas-, trataba sobre la gente que dejaba el campo para venir a trabajar con el petróleo. Era una crítica a eso: la gente, finalmente, fue abandonando la agricultura por el petróleo. Pero eso nos ha hecho un daño terrible. Ya Uslar Pietri decía que había que sembrar el petróleo, y felizmente Chávez lo está haciendo. Lo que está pasando ahora es mágico; yo no creía que iba a llegar a ver esto alguna vez. Ya estábamos tan acostumbrados que esto era una colonia que cuando comenzó este proceso no lo podía creer, estaba maravillado. Y mucha gente todavía no ve la profundidad del cambio que se está dando. A mucha gente la tienen acostumbrada solamente a los centros comerciales, los restaurantes llenos, y hacen creer que eso anda todo bien. Se permite ver sólo un aspecto de la realidad, y no te dejan ver cómo son en verdad las cosas. Por eso estoy contento ahora, porque podemos empezar a ver y decir todo lo que antes no se permitía ver. Eso es difícil, sin dudas, pero ahí está lo maravilloso. Ahora está más claro las cosas por las que luchar, aunque sea difícil; antes no, era una pura felicidad aparente, una falsa Venezuela Saudita, toda una gran mentira de cartón que se había levantado. Pero ahora las cosas están cambiando. Tenemos que tener claro que esos cambios son difíciles, no son de un día, quizá para nuestros nietos, pero todo esto es muy importante.
ENcontrARTE: Eres un cineasta consumado, de alguna manera símbolo del cine venezolano, con 17 películas en tu haber. ¿Cómo llegas al mundo de la cinematografía, cómo ha sido tu historia en este campo?
R.Ch.: Cuando Bolívar Films empezó a hacer películas a finales de los años 40, Villegas Blanco padre inventó que había que hacer cine aquí, y aprovechó entonces que en Buenos Aires se cerró la Lumiton, con lo que se trajo todo ese equipo de gente para acá. Vivían en una villa, que era una hacienda; había de todo: actores, actrices, guionistas, montadores, sonidistas. Aquí no había nada de todo eso. Así se empezó a hacer cine. Para ese tiempo yo trabajaba de office boy en la Creole Petroleum Corporation; cuando salía de mi trabajo me iba a ver las filmaciones, y terminé haciéndome amigo de Horacio Peterson, el chileno que se habían traído de Buenos Aires y era asistente de dirección. Fue así que me puse a escribir cosas sobre cine, pese a que era un niño todavía, con 16 o 17 años. En el diario Ultimas Noticias había un francés, Basier, que tenía una página sobre cine junto a Henry Nadler; nos conocimos, y vieron que me gustaba mucho todo lo que tenía que ver con cine. Me propusieron escribir algunas notas al respecto, y así empecé a escribir críticas cinematográficas. Y así llegué a convertirme en el crítico de la materia para El Nacional sin saberlo, porque nunca fui a cobrar; no sabía que pagaban por eso.
Después de los argentinos empezaron a traer gente de México; vino un director, Víctor Urruchúa, de quien terminé siendo su asistente de dirección. Fue con él con quien aprendí todo el abc técnico del cine. Eso fue para el año 50, 51. Cuando estrené mi segunda obra teatral -la primera fue esa obrita corta de la que hablé hace un momento-, que fue «Caín adolescente», en el 55, fue todo un éxito. La montamos en El Paraíso, en un teatro donde ahora está la Casa Sindical, y la obra duró tres meses en cartelera. Fue algo curioso para la época; tuvo muy buenas críticas, se dijo que llevaba lo nacional a lo universal. Un amigo mío, cubano, llamado Hilario González, que era musicólogo y que había venido por aquí con Alejo Carpentier, me contactó con él. Comenzó así una amistad con él, y fueron ellos los que me propusieron llevar la obra al cine. Yo no tenía un centavo como para hacer una película, y ya se había terminado lo de Bolívar Films. Ellos no tenían cómo distribuir aquí, y terminaban entregándole todo a la Columbia Pictures o enviándolo para México. A los mexicanos no les interesaba que hubiera gente venezolana haciendo cine, haciéndoles competencia; las películas nacionales ni las estrenaban siquiera. Por tanto todo el intento de Villegas con Bolívar Films terminó cayéndose, por falta de mercado, tanto aquí como en Latinoamérica. Las dos películas donde yo trabajé de asistente con Urruchúa fueran los últimas dos de Bolívar Films: «Seis meses de vida» y «Luz en el páramo». El cine nacional estaba muerto, y estos cubanos me dijeron que lleve «Caín adolescente» al cine. Me entusiasmé; fue Hilario González el que se puso a buscar el dinero, y con esos primeros fondos me atreví. Es importante decir que teníamos toda la herencia técnica que había dejado Bolívar Films; aquí se había quedado gente muy valiosa, como Ariel Severino, el escenógrafo uruguayo, Ramiro Vega, que luego fuera fotógrafo mío. Estuvimos año y medio para hacer la película; se nos acababa la plata, parábamos el rodaje, después conseguimos un italiano que invirtió 10.000 bolívares como gran negocio, pero que nunca recuperó ni un centavo. Eramos como una cooperativa donde nadie cobraba; los únicos que recibían sueldo eran los técnicos. Los actores no cobraban. Así logramos terminarla, y luego no la querían estrenar los distribuidores. Nos decían sorprendidos: «¿una película que pasa en los cerros de Caracas? No, eso no va». Cuando fuimos a estrenar la obra de teatro en la Casa Sindical me llamó el director de cultura para decirme: «¿pero eso es una obra comunista?» «No, no es comunista», le contesté. «¿Cómo que no?, si pasa en los cerros» me dijo. Igual fue la reacción de los distribuidores con la película. Finalmente se estrenó en los cines Metropolitano y Acacias, que eran salas de estreno; fue muy bien la primer semana, pero ya no la quisieron dejar la segunda. La pasaron a un cine de barrio, y así la mataron económicamente. Y luego la retiraron. Cosa que hacen siempre los distribuidores, aduciendo que a la gente no le gusta.
Con esa película yo fui al Festival de San Sebastián, en España. En esa época estaba Franco. Llegó la invitación aquí a Venezuela y del Ministerio de Educación me propusieron que fuera yo; yo muy feliz me fui con mi película. Lo divertido es que en el Festival en San Sebastián no veían las películas, porque suponían que el filtro previo lo pasaba cada Ministerio en los distintos países que invitaban. Por tanto, cuando se la puso, eso fue terrible. Cuando los protagonistas empezaron a besarse y hablar del aborto, el público se puso como loco, y muchos se salían. Recuerdo que la crítica francesa dijo que las dos mejores películas eran una búlgara y la mía. El festival lo ganó «Historia de una monja», por supuesto, que era lo adecuado para que se impusiera en un festival así, en pleno franquismo. Pero todo eso me abrió puertas, conocí mucha gente, y de esa manera me inicié en el cine, en el 59. Después, hasta el 63 no hice otro largometraje; y también lo hicimos en cooperativa. Abigail Rojas era nuestro director de fotografía y tenía buenos equipos -hacía comerciales, noticiarios, estaba bien equipado-. Un día me propuso que él ponía todo eso y 30.000 bolívares, y que yo, junto con Cabrujas, escribiera el guión de una película y me encargara de dirigirla. Así hicimos «Cuentos para mayores», estrenada en el 63; eran tres cuentos. Con esa película fuimos al festival de Sestrilevante. Era un festival de izquierda que organizaba el padre Arpa, un cura de vanguardia. El éxito era para el cine cubano, en pleno año 63 con la revolución en marcha y la llegada de Alfredo Guevara y todas sus películas, que era lo máximo por aquel momento. De todos modos hicimos un muy buen papel con nuestra película; recibí muchas felicitaciones y conocí mucha gente. Y de ahí, hasta el año 74 con «La quema de Judas», fueron 10 años sin hacer ninguna película. Ultimamente la situación ha estado igual. Hice «Cuchillos de fuego» en el año 90, en el 96 «Pandemonium», y recién en el 2005 «El Caracazo». Parece que ahora, con la nueva ley de cine, va a haber recursos para poder tener una continuidad.
ENcontrARTE: ¿Es redituable el negocio del cine en Venezuela?
R.Ch.: Recuerdo que para la década del 70 ganamos algo de dinero con las películas. Hacer «La quema de Judas» en el año 74, costó 900.000 bolívares, y luego los costos de producción fueron subiendo: «El pez que fuma» ya costó 1.900.000. Pero hoy día cuesta una barbaridad, los precios han subido de una manera increíble. En la época de bonanza petrolera firmamos un contrato con los distribuidores y exhibidores por lo que nos daban un 6.6 % de la taquilla. Eso lo hicimos con la ANAC, la Asociación Nacional de Autores. El motor de eso era Mauricio Wallestein, dado que era hijo de don Mauricio Wallestein, el zar del cine mexicano; sabía cómo piensan los distribuidores, conocía todos los recovecos que no todo el mundo conoce, hablaba de tú a tú con ellos. Fue un contrato que beneficiaba a todos, a nosotros con el porcentaje que arreglamos, pero también a los empresarios, porque se subió el precio del cine. Esa fue una época de bonanza; como había dinero, digamos unos 80 millones de bolívares al año, y con eso se podían hacer 6 o 7 películas. El 70 % de esa producción se pagaba en taquilla. Y además, cosa que ya se hacía en Francia y ahora lo vamos a volver a hacer, estaba el tema de los incentivos. Eso significa que del fondo que dé tu película, el Fondo Cinematográfico en aquella época -ahora es el CENAC- te da un porcentaje, no recuerdo si el 50 o el 70 %, como incentivo para que hagas otra película, no como ganancia para comprarse una casa sino para seguir produciendo cine. Yo nunca hice películas taquilleras; en general todos los cineastas hacíamos un cine más de ideas, más social. Y si no, al menos se buscaba llevar a la pantalla algo literario, alguna producción venezolana.
ENcontrARTE: ¿Piensas que hay diferencia en el cine entre esas décadas pasadas de que nos cuentas y un nuevo tiempo que intenta abrir la Revolución Bolivariana con toda la promoción cultural que está impulsando ahora?
R.Ch.: Esa diferencia pronto se va a ver. Con la aprobación de la nueva ley de cine entra al CENAC una cantidad enorme de dinero -creo que son como 1.300 millones de bolívares desde noviembre hasta ahora-, que son impuestos cobrados al cine extranjero. Ahora se está redactando el reglamento de la ley, y los inicios siempre son difíciles; pero evidentemente todo indica que se van a poder volver a hacer 8 o 10 películas por año con todo ese dinero. Ahí está la construcción de la Villa del Cine, que es algo muy importante. Y se está trabajando mucho sobre la educación en cine, que es algo vital: escuelas y talleres de cine, todo eso está en marcha. Hay muchos jóvenes metidos en esto, con nuevas ideas. México no quiso meter jóvenes en su cine allá por los años 40 y 50, y eso se convirtió en algo terrible: eran siempre los mismos, no había renovación. Alguien para llegar a ser asistente tenía que esperar 15 años, o empezar de utilero para hacer toda la carrera. Eso tomaba años. No se aceptaba gente joven, nueva, que llegara al cine; y en general la gente que hacía toda esa carrera no estaba muy preparada en cine, no era muy instruida, se iban haciendo sobre la marcha con los años de trabajo. Es, de alguna manera, lo que pasó aquí con la televisión: camarógrafos empíricos que luego se van convirtiendo en directores. Son buenos técnicos, pero que no tienen una gran formación cultural. Y creo que es muy importante la formación.
ENcontrARTE: Venezuela ha tenido históricamente, y sigue teniendo, una fuerte industria de la telenovela: los «culebrones». ¿Qué piensas de ese campo? ¿Hacia dónde va eso?
R.Ch.: Yo hice telenovela. Tuve que vivir de eso. Cuando empezó la televisión en el año 53, cuando ya se había terminado lo del cine, era una época feliz. Por ese entonces no había rating. Por tanto se me ocurrió hacer el cuento venezolano televisado, llevar a la televisión toda la rica cuentística desde José Ferrer Pocaterra hasta Uslar Pietri, y más acá, hasta Garmendia. Se hacía todos los viernes, con un pequeño decorado, se salía al aire en vivo y de eso no quedaba nada grabado. La gente lo veía mucho. Recuerdo en Radio Caracas, a las 7 de la noche, el anecdotario: vidas y anécdotas de gente famosa, que podía ser Chopin, o Bolívar, o Madame Curie. Eso era una televisión cultural. Pero luego, cuando de Miami llega lo del rating, todo eso se echó a perder. Yo no podía vivir ni del cine ni del teatro; por eso, cuando me llamaron para la televisión, fui, porque necesitaba un sueldo. Y cuando llega lo del rating, a quienes estábamos contratados nos obligaron -porque no lo queríamos hacer, claro está-, nos obligaron a trabajar en esos terribles «culebrones». Por tanto yo hice muchísimos, porque trabajé en televisión muchísimos años. Me parece un horror todo eso; es como si uno se hubiese prostituido. Al principio no tanto: de joven, al querer expresarse, uno no se daba tanto cuenta de lo que todo eso significaba. Tenía éxito y se hablaba del rating, y todo eso lo iba llevando a uno. Sin embargo, para los años 70, un grupo que trabaja en Radio Caracas Televisión, nos sublevamos. Queríamos hacer una televisión mejor. Estaban ahí Cabrujas, Pilar Romero, Ibsen Martínez, Pérez Rescanier y varios otros que queríamos otra cosa, una mejor televisión. Fue así que Cabrujas logró convencer a Pérez Belisario, el gerente de Radio Caracas, para hacer novelas venezolanas. Cabrujas adaptó «Doña Bárbara», Chocrón adaptó «La trepadora» de Rómulo Gallegos, que yo luego dirigí; se le compraron novelas a Herrera Luque, de quien yo dirigí «Boves, el Urogallo». Es decir: una experiencia novedosa en un canal de televisión. Se le compraron novelas a Meneses, a otros autores, se utilizaron cuentos de Gallegos. Era algo totalmente novedoso y distinto a la telenovela vulgar y tradicional. Era verdadera literatura, y eso marcó una ruptura con toda la tradición de culebrones. Después que tuvimos un éxito enorme demostrando que sí se puede hacer una mejor televisión, y con rating, Radio Caracas repitió todas las novelas que se habían hecho anteriormente en blanco y negro, ahora en color. Entonces, para el año 80, renuncié. Había empezado a hacer cine y más o menos podía sobrevivir, por eso dejé la televisión. No es que las películas dieran dinerales, en absoluto. El Estado daba el 50 % y uno tenía que demostrar que tenía el otro 50 %; y ese otro 50 % era el propio trabajo: el trabajo del productor, de los actores. Es decir: hacíamos como una cooperativa. Para cobrar nuestros sueldos teníamos que esperar, primero: que la película fuera un éxito, que tuviera rentabilidad. Pero después, para que nos pagaran los distribuidores, pasaban meses. Ahora, con la nueva ley, todo eso ya no va a poder pasar más. En el 81 me liberé de la televisión, y después, las veces que me han llamado, me di el lujo de decirles que yo no quiero hacer eso. Lo único que hice fue «Guerra de mujeres», que es una novela humorística de Mónica Montañés, porque era muy cómica. Pero ya, con dignidad, no quise volver a los culebrones. Esas telenovelas son terribles: envenenan la mentalidad de la gente. Son una clase diaria que la gente recibe, sin darse cuenta. Y pueden hacer un daño notable. No sólo las telenovelas: la televisión en general. Todo es para aturdir, para que la gente no piense. Todo está diseñado para que todo sea lúdico, esa cosa del centro comercial, engañosa.
ENcontrARTE: Como persona ligada al campo audiovisual, ¿qué piensas entonces de Hollywood y toda esa carga ideológica que se nos mete día a día? ¿Qué podemos hacer al respecto?
R.Ch.: Uno de los grandes errores de la izquierda es haberle dejado la industria del entretenimiento a la derecha. Esa industria la tiene la derecha, y fundamentalmente Estados Unidos; allí, gobierne quien gobierne, los dueños de esa industria no cambian. Todo ese mundo, que aparentemente no tiene nada que ver con lo político, tiene una importancia política y decisiva enorme. Te vive enseñando un mundo maravilloso, un mundo de fantasías que sirve sólo para engañar a la gente, porque la acostumbra a ciertos valores sin que se dé cuenta siquiera, que lo más importante es el dinero. Es terrible, porque una vez que se metió en la cabeza todo ese mundo de fantasías durante años, es difícil sacarlo. Hacer ese cambio, hacer esa revolución en la cabeza de cada ser humano al que le han metido por tanto tiempo esas ideas de Hollywood, es algo muy difícil. Pero también es de las más importantes.
ENcontrARTE: Hoy día, con la Revolución Bolivariana, ¿estamos avanzando ya en ese sentido?
R.Ch.: Pienso que se podría haber avanzado más todavía. Yo hice para Canal 8, a través de una cooperativa, «Amores de barrio adentro». Pero no sé por qué muchas veces no lo transmitían con continuidad; a veces pasaban tres semanas sin sacarlo. ¿Por qué? Porque había noticias políticas muy importantes se decía. Lo entiendo, pero a la larga eso perjudica. El gobierno debería tener un canal como Globovisión. El canal 8 no es el Globovisión del gobierno; tenemos que tener un canal así. Telesur es un buen canal, ha mejorado mucho últimamente; pero para verlo hay que pagarle a Cisneros. Y no lo puede ver la totalidad de la población. Esas son cosas que no entiendo. Pienso que el Estado debería tener un canal de programas culturales, novelas, cosas literarias, una programación variada y buena que le pueda hacer la competencia a los canales comerciales haciendo lo que realmente se debe hacer, algo bueno, de calidad.
ENcontrARTE: ¿Piensas que hay un cine latinoamericano con un perfil propio?
R.Ch.: He leído declaraciones de muchos cineastas latinoamericanos a los que le han hecho esa pregunta, y algunos han dicho que no hay un mismo sello común. No; por ejemplo: una película argentina no tiene por qué parecerse a una venezolana. Creo que es bueno que una película argentina sea argentina, y que una mexicana sea mexicana, que tengan su sello propio. Nunca le he tenido miedo al localismo; algo bien hecho -pensemos en «La guerra gaucha»-, aunque sea localista, también es universal. «Ladrones de bicicleta» es una película muy italiana, como lo es en general el cine italiano; pero eso es una maravilla, porque dicen cosas que son universales con un lenguaje localista. Pienso que cada cine debe parecerse a su propio país, tratar de pintarlo y ponerlo de tal manera que pueda hacer interesar por él a otros países donde se vea esa película. Sí, sin dudas hay un movimiento general en Latinoamérica, pero está aplastado. Ahora se está estrenando «El código da Vinci», y se estrena simultáneamente en todas partes del mundo; y nosotros, en Latinoamérica, para hacer y para ver una película nuestra nos cuesta horrores, y no se exhibe por muy buena que sea. Olmos, ese actor americano de descendencia mexicana, hizo en Los Angeles primeramente, y luego en Denver, un festival de cine latino. Y me invitó con Pandemonium. Recuerdo que yo fui, y me dijo que habían desaparecido los cines que pasaban películas en español. Es cierto, porque yo viví en Estados Unidos un año para los 80, y recuerdo que en Nueva York todavía se podía ver cine en español, en general mexicano, y por allí algo español, algo argentino. Eso desapareció luego. El quería lograr en los grandes centros comerciales donde ahora están los cines, algunos con más de 20 salas, que una de esas salas sea para pasar cine latinoamericano. Pero desde que llegué me di cuenta que ese sueño de Olmos iba a ser imposible, porque recuerdo que nos dijo que nos iba a recibir gente de la Universal Pictures interesadas en este proyecto; pero el encuentro con ellos fue en un estudio donde estábamos todos los latinoamericanos y españoles, y donde salió alguien de los estudios de la Universal que lo primero que nos dijo es que al público norteamericano no le interesan las películas habladas en español. Es decir: las películas hay que hacerlas en inglés. ¿Dónde queda nuestra cultura? Eso fue en el año 96, y te indica cuál es la relación con Estados Unidos y el papel de los latinoamericanos. Por supuesto ese festival de Olmos lamentablemente no prosperó.
El poder de la industria del entretenimiento de Estados Unidos es terrible. Te miran y te tratan como si uno fuera un gusano. Eso es lo que estamos viviendo todavía.
ENcontrARTE: ¿La ley Resorte podrá modificar esta situación?
R.Ch.: La ley Resorte me parece muy buena. Tanto que Granier la llevó al Tribunal Supremo, para que la eliminen. Eso indica que sin dudas es buenísima. Todo es una lucha, fuerte, grande; pero se están logrando cosas, sin dudas. Hay que ser más firmes todavía, porque la fortaleza de ellos es muy especial, con muchos recursos. Pero hay que impulsar ese cine político, que sirva para hacer pensar.
ENcontrARTE: Para terminar, Román: como hombre de la cultura, como venezolano inmerso en este proceso que hoy vive el país, ¿cómo ves esto del socialismo del siglo XXI?
R.Ch.: Pienso que es el mismo socialismo de siempre. Como dijo un filósofo francés que vino vez pasada por acá: «busquen todo lo que escribió Marx, y todo lo que escribió Lenin, y Engels, y no encontrarán nada de lo que los seres humanos hicieron con el comunismo». En Marx no se encuentra nunca, ni una línea, nada de los horrores que hizo Stalin. Ahora estamos viviendo las culpas de todo eso que se armó y que cambió totalmente el sentido del socialismo. Este filósofo francés, a cuya conferencia asistí, hablaba también de Fray Bartolomé de las Casas, en el sentido de que dentro del mundo católico había un hombre como él que había protestado por todos los horrores cometidos contra los indios. Cuando se dio el derecho de palabra, una señora pidió que le nombraran otro Bartolomé de las Casas, diciendo que no había otro. Y pidió también que se le nombrara uno en el campo socialista. Pero no hay dudas que se le pueden nombrar muchísimos: estamos llenos de curas obreros, como Camilo Torres. Pienso así: que el socialismo es el mismo; lo que pasa es que algunos se dicen socialistas, como Acción Democrática, que era un partido socialdemócrata, o Felipe González, o Tony Blair, que se apropiaron de la palabra socialismo, o el MAS entre nosotros. Si ahora uno nombra socialismo, mucha gente se aterra. Pienso, entonces, que el socialismo del siglo XXI es hacer el verdadero socialismo, que desgraciadamente ha tenido muy malas experiencias en el mundo por culpa de haber tergiversado muchas cosas, por culpa de los hombres mismos, que se equivocan cuando toman el poder. ¿Cuál es la idea con este nuevo socialismo? Pues la misma de siempre: mejorar a la gente desde todo punto de vista, ayudar a que la gente sea mejor, que no tenga problemas económicos, que tenga salud, que tenga educación. Esas son las bases para cambiar esa mentalidad antigua, para cambiar las injusticias que ha habido por tanto tiempo, para hacer que nos podamos sentir hermanados unos con otros. Es un momento difícil el que pasamos, pero creo que está surgiendo algo muy interesante. Esto va a crecer muchísimo.