En octubre pasado Adanía Shibli saltó a la actualidad por un hecho nada desdeñable: ganadora del premio literario que se otorga en la Feria de Frankfurt por su novela Un detalle menor (Xixón [Gijón], Hoja de Lata, 2023), no se le hizo entrega del mismo como consecuencia de las presiones promovidas desde determinados círculos de la RFA. Su autora, palestina de nacimiento, fue acusada de antisemitismo por el contenido de su novela. Y es que se estaba en los primeros momentos de la ofensiva militar desplegada por el ejército israelí sobre Gaza, que contó con el apoyo de amplios sectores políticos y culturales alemanes.
La novela que nos ocupa fue publicada en 2016, siendo reconocida hasta el punto de haber ido ganando varios premios internacionales. La primera edición española, con una traducción de Salvador Peña Martín, data de 2019 y corrió a cargo de Hoja de Lata, que en noviembre pasado hizo una segunda reimpresión. La narración no es muy extensa, pues consta de unas 150 páginas, pero su lectura se torna lenta por un estilo tan meticuloso que me recuerda a un bordado, en este caso de palabras. Estilo que entronca con el entorno en el que se desarrollan los dos momentos que conforman la narración, formalizados en sendas partes. Y como trasfondo, la violación en grupo, con el posterior asesinato, de una muchacha palestina por parte de oficiales y soldados israelíes.
En el pasado
Las 65 páginas de la primera parte están basadas en un hecho real ocurrido en el verano de 1949 en el desierto del Néguev, en las proximidades de la frontera con Egipto. En plena guerra del naciente estado de Israel frente a varios países árabes y después que, tras la división territorial establecida por la ONU un año antes, se iniciara la Nakba, esto es, el desalojo de sus hogares en alrededor de medio millar de localidades de cientos de miles de palestinos y palestinas y la deportación hacia otros países, acompañadas de numerosas masacres. Lo que se cuenta transcurre concretamente entre los días 9 y 13 de agosto de dicho año, dentro del entorno de un destacamento militar israelí que está vigilando a la vez la frontera Egipcio y los movimientos de la población beduina palestina, de tradición nómada, que lleva viviendo allí desde siglos atrás, si no milenios.
La narración, hecha en tercera persona, se centra en mayor medida en el oficial israelí que está al frente del campamento, del que se describen sus rutinas, obsesiones y deberes, que además es presa de un arácnido que le ha provocado un molesto hinchazón en una de las piernas y cuyas secuelas le están acosando sin cesar. Siempre, en un esfuerzo por adaptarse a un medio tan hostil de calor agobiante y aridez extrema:
«lo único que el lugar revelaba eran torbellinos de arena y nubes de polvo, que parecían empeñadas en perseguirlos, y jugar con ellos».
Un oficial que en el atardecer, antes del comienzo de la cena, lanza un discurso cargado de intenciones políticas y que empieza de esta manera:
«Porque el sur sigue en peligro, y a nosotros nos corresponde hacer cuanto podamos por mostrar nuestra firmeza y nuestro aguante; pues, de no ser así , lo perderemos. No podemos flaquear ni un instante en nuestro deber de consagrar fuerza y celo a la construcción de este flanco de nuestro naciente Estado, a su defensa, a su conservación para las futuras generaciones».
En su perorata no le falta aludir al futuro luminoso que les espera:
«En este preciso lugar es donde vamos a poner a prueba nuestra creatividad y nuestra pericia, cuando consigamos transformar el Néguev en un área floreciente y civilizada, en un foco de aprendizaje, desarrollo y cultura, tal como estamos haciendo en el norte y en el centro del país».
Y la culmina con una máxima categórica:
«No es el cañón el que vence, sino el ser humano».
El mismo oficial que, finalizada la cena con vino en abundancia, como si hubiera sido un banquete, no duda en ofrecer a sus soldados dos opciones sobre la mujer joven, quizás niña, que había encontrado una patrulla durante una de sus rondas:
«o bien mandaban a la muchacha a la cocina para que trabajase allí, o bien se divertían todos con ella».
Mientras los militares sacian, uno a uno, su instinto sádico colectivo, un perro, testigo de lo que está ocurriendo, se deja sentir, horrorizado ante los desmanes de una noche y una madrugada angustiosas. Y ya en la mañana del 13 de agosto la muchacha se topó con lo que iba a ser su cruel destino:
«El cavado se iba ejecutando en un silencio casi absoluto, excepción hecha del murmullo de la pala al extraer la arena y deshacerse de ella; así como de las voces dispersas que emitían los soldados del campamento y les llegaban de detrás de las colinas, de manera que, desprovistas de su intensidad por la distancia, resultaban inciertas, parecidas a rumores. De buenas a primera se oyó un chillido agudo. La muchacha gritaba mientras huía corriendo. Cayó sobre la arena antes aun de que resonara en el espacio el chasquido de un disparo que se le alojó en el lado derecho de la cabeza. Y reinó de nuevo la calma».
¿Pero acabó muriendo? Cuando el oficial, inmerso en las secuelas de la picadura, regresa a su vehículo,
«el conductor se le acercó, poco después, a decirle que podría ser que ella no hubiese muerto, no podían dejarla así, sin más; sería preferible cerciorarse de que estaba muerta. Él seguía temblando, paralizado por lo que parecía un desgarro de los intestinos, pero consiguió mover la boca para que el conductor le transmitiera al sargento la orden de encargarse de ello. Poco después resonaron seis disparos, y luego, la calma otra vez».
La decisión de un viaje
La segunda parte del libro se desarrolla décadas después, cuando una joven periodista palestina residente en Ramala se hace eco de una noticia escueta aparecida en un medio israelí acerca de una muchacha asesinada y desaparecida en 1949 en el desierto del Néguev. Es así como se convierte en la narradora, ahora en primera persona, de lo que va a ir sucediendo a lo largo de las casi 75 páginas siguientes.
En su vida diaria siente constantemente los temores de la situación asfixiante que le rodea, propia del estado policial en el que vive:
«Por ejemplo, cuando una patrulla militar le da el alto al coche de transporte colectivo que tomo para ir a mi nuevo trabajo, antes aun de que el soldado asome a través de la puerta la boca de su fusil, yo le ruego tartamudeando, más que nada a causa del miedo, que lo aparte a un lado cuando hable conmigo o me ordene que le enseñe mi documento de identidad. Entonces, si es que el soldado no se burla de mi tartamudez, alguno de los pasajeros que hay a mi alrededor comienza a murmurar, porque me estoy pasando de la raya, ¿no?, pues ¿a qué viene crear semejante tensión?».
De la noticia que ha conocido le asalta un detalle, que para ella no es menor, pues el día en que ocurrió el suceso de 1949 coincide con el de su nacimiento. Siente por ello el deseo de conocer más, algo que, sin embargo, se ve teñido en un primer momento de las dudas que le surgen del miedo y de la complejidad del estado de cosas en que vive:
«Pero las razones excepcionales son tan frecuentes que se han convertido en la regla, de manera que a muchos de los habitantes de la zona A ni se les ocurre acercarse a la B. Yo, sin ir más lejos, durante los últimos años, no he llegado nunca hasta la barrera de Kalandia, que marca los límites entre las zonas A y B. ¿Cómo, pues, voy a pensar en desplazarme a un lugar tan lejano que casi queda en la zona D? Ni siquiera a los de la B les es posible, y puede que tampoco a los de la C, aunque sean del mismo Jerusalén; pues, en el momento en el que cualquiera de ellos pronuncia una palabra en árabe fuera de los límites de la zona en que habitan, su existencia se convierte en una grave amenaza de seguridad».
Pese a todo, y después de verse frustrada por la respuesta dada por el periodista que escribió la noticia sobre la muchacha desaparecida, toma la decisión de ser ella misma quien se dedique a indagar in situ. En su atrevimiento no le falta incurrir en algunas acciones que transgreden la normativa, para lo que hace uso de la ayuda de una compañera de trabajo, que le presta su tarjeta de identificación, y de un compañero, que alquila a su nombre el automóvil con el que se va a desplazar por las distintas zonas en que se han dividido los territorios. Y lo hace sin desprenderse de los temores:
«Ya lo he dicho, mis compañeros son muy agradables. Y ahora ya no se me ocurre razón alguna que me impida afrontar mi misión de llegar al fondo de la verdad de aquel suceso. Solo que, apenas me he sentado tras el volante del pequeño coche blanco que acabo de alquilar, y accionando la llave de arranque, algo parecido a una araña comienza a tejer en torno a mí sus hilos, que se van haciendo más consistentes, hasta convertirse en una suerte de barrera, de esas que un ser humano no puede traspasar por su endeblez».
De esta manera, con la guía de un mapa de la Palestina anterior a 1948 y otro del Israel actual, inicia su viaje, primero hacia el oeste y luego hacia el sur. Circula por carreteras cambiantes, continuos controles militares y entre los muros levantados por doquier. Se encuentra con una niña que se dedica a vender chicles en uno de los puntos de control, a la que compra, casi sin quererlo, un par de paquetes. Pronto descubrirá que le van a servir de gran ayuda para calmar sus nervios, sin pensar en lo que va a ser su fatídico final. Al principio del viaje intenta reconocer lo que tiempo atrás vio con sus propios ojos, pero que se ha ido convirtiendo en una nueva realidad, después de que hayan ido proliferando asentamientos coloniales israelíes en pleno territorio cisjordano:
«¡y vuelvo a no saber dónde estoy! No sé si ya he recorrido esta carretera antes, como creía al principio. Porque lo que me era familiar hace pocos años era estrecha y sinuosa, mientras que esta de ahora es amplia y recta. Además, la bordean, por ambos lados, unas paredes de cinco metros de altura, tras las que hay muchos edificios nuevos, arracimados en asentamientos que antes no estaban o eran casi invisibles; en contraste, las aldeas palestinas que estuvieron ahí han desaparecido en su mayor parte».
En busca del pasado
Se dirige hacia la ciudad de Jafa, cercana por el sur a Tel Aviv, donde se encuentra el Museo de Historia del Ejército Israelí. Entre la información que encuentra, además de armas y diferentes pertrechos, en su mayoría de los años 40, visualiza varias películas sobre los primeros inmigrantes en su nueva tierra. Ya fuera, y pasada la vorágine urbana, se dirige hacia el sur, introduciéndose en pleno desierto:
«El tráfico es ahora menos denso, y he llegado, avanzando hacia el sur, al punto en que los cerros de arena blanca salpicados de pequeñas piedras son sustituidos por grandes dunas de arena amarilla, que debe de ser muy suave al tacto, y en las cuales han plantado algunas matas escuálidas, de un verdor tan desconsolado como el de la lechuga pasada que quisieron venderme, por tres veces más de lo que vale una en buenas condiciones, en el mercado ya cerrado de Alhisba, en Ramala».
Cuando llega al kibutz de Nirim, situado en medio de dunas amarillas, se topa con un lugar donde al principio no ve a nadie, ni en la barrera de entrada ni en la caseta del guardia. Mientras observa el panorama, su mente se vuelca hacia el pasado, dando paso libre a la imaginación:
«Lo más seguro es que este sea el lugar donde se cometió el crimen. Puede que esta de aquí sea la cabaña donde se alojó el oficial del destacamento, y que en aquella, que parece más antigua, retuvieran a la muchacha, donde la violaron los demás soldados».
Después de recorrer varias calles, localiza lo que es a la vez el archivo y el museo del kibutz, que tiene como encargado a un hombre del que cree que puede tener algo más de setenta años. Evita, como siempre en esas circunstancias, hablar en árabe y consigue ganarse su confianza indicándole que está haciendo una investigación sobre «factores geográficos y sociales» desde los años cuarenta en la zona. Entre las fotografías que le enseña, aparece una en la que puede leerse sobre un muro el lema «No es cañón el que vence, sino el ser humano». Consigue, a su vez, que le vaya describiendo cosas de esos años, como el despliegue de destacamentos militares por todo ese territorio ya antes de la proclamación del estado de Israel en 1948 y el inicio de la primera guerra. A la pregunta que le hace sobre la existencia de alguna muerte violenta, el anciano primero lo niega, para a continuación referirse a un episodio ocurrido mientras cumplía su voluntariado en una unidad militar. Pero ante la insistencia de la periodista, acaba reconociendo que
«un día, durante una de sus rondas, encontraron el cadáver de una joven beduina en un pozo cercano; y me explica que, cuando los árabes sospechan de la conducta de una joven, la matan y arrojan su cadáver a un pozo. Le parece penoso, comenta, que se mantengan entre ellos semejantes costumbres».
El anciano le revela también que el emplazamiento del actual kibutz no es el original, pues fue trasladado 25 kilómetros al norte para dotarlo de mayor seguridad. Pese a la decepción, a la mujer se le abre una nueva oportunidad con el mapa que hay en un folleto que le entrega el anciano. Descubre que el kibutz original tenía el nombre de Dangor. Y hacia allí se dirige. Encuentra un cuartel del ejército del ejército, en uno de cuyos edificios vuelve a leer el lema visto en el archivo/museo de Nirim, e inicia un recorrido a pie, intentando dar con alguna huella de lo que está buscando. Divisa a lo lejos, ya en el atardecer, las casas de Ráfah, la ciudad más al sur de la Franja de Gaza. Cree que está dando vueltas en círculos por el lugar y se siente de nuevo decepcionada:
«¡Qué inutilidad estar aquí!! No consigo encontrar lo que he venido a buscar; este viaje no me ha procurado ni un mal dato a lo que ya sabía acerca del suceso. Poco a poco la soledad va transformándose en inquietud, a medida que la luz del sol va desvaneciéndose y la noche está a punto de caer».
Decide pasar la noche en una habitación alquilada en Nirim y a la mañana siguiente regresa a Dangor. Mientras desayuna, observa sentada el paisaje y oye los estruendos de lo que parece una operación de castigo sobre Ráfah. Intenta retomar el camino en su coche, pero se ve obstaculizada por un perro que le ladra irascible. De nuevo, sí, la presencia de un perro. Con mucha paciencia consigue rehuirlo y al poco se encuentra con una anciana a la que recoge y lleva en silencio.
«Debe de tener unos setenta años. La muchacha tendría ahora más o menos su edad, si no la hubieran matado. Quién sabe si esta señora habrá oído hablar de un suceso que seguramente llegó a los oídos de todos los habitantes del Néguev, a quienes tuvo que horrorizar de tal modo que ninguno de ellos habrá podido olvidarlo. Puedo comenzar preguntándole por la zona, desde cuándo vive aquí, y luego ir acercándome poco a poco al suceso, si sabe algo de todo ello. Pero las palabras no me salen de la boca».
Cuando la anciana se baja del coche, se encamina por un sendero. Al poco, ella hace lo mismo, bajo la intuición de que puede aportarle más detalles de los que ha encontrado en los museos y los asentamientos que ha visitado. Primero lo intenta andando, pero acaba haciéndolo con el coche. Descubre entre las dunas palmeras dum, terebintos y cañas, lo que la lleva a pensar que existe agua. Y se dirige a ese pequeño oasis de nuevo a pie:
«En el silencio absoluto y tórrido que me rodea, el propio sonido de mis pasos sobre la arena me asusta, así que trato de caminar con precaución, con mayor ligereza; eso me distrae de cuanto me rodea, salvo del sector del terreno sobre el que me muevo. Y sigo avanzando con sumo cuidado hasta que observo algo arrojado sobre la arena. Me llego a lo que sea, me inclino acercando los ojos. Es un casquillo de bala. Alargo la mano y lo cojo».
Nota que un grupo de camellos la miran y la rodean. Tras un momento de intranquilidad, decide regresar al coche, pero se encuentra con algo inesperado, pues una patrulla de soldados que le dan el alto y le apuntan con sus armas:
«En ese instante comienzan a resonarme en la cabeza, incontenibles, las palpitaciones de mi corazón, y quedo como anestesiada».
En medio de esa zozobra le vienen a la mente esas cosas que tuvo que hacer, vulnerando las normas, para poder moverse hasta llegar al territorio en el que se encuentra. Pese a ello, hace un esfuerzo por calmarse:
«Seguro que estoy exagerando. Sí, como siempre. El chicle. ¿Dónde está? Tengo que calmarme. Tiendo la mano hacia mi bolsillo para sacar el paquete de chicle.
De repente me anega una feroz llamarada en la mano y luego en el pecho, seguida del sonido de disparos».
Para acabar
Con Adanía Shibli, originaria de una población de Galilea sita en el norte de Israel, nos encontramos ante una relevante intelectual palestina. Posee una exquisita formación académica, que incluye, entre otras cosas, el doctorado en la Universidad del Este de Londres o el dominio de, al menos, seis lenguas. Ha ejercido como profesora en varias universidades del mundo y actualmente lo hace en la Birzeit de Ramala. Colabora también como periodista en distintas publicaciones. Y, claro está, destaca por su obra literaria, que contempla la novela, los cuentos, el teatro o la poesía.
He intentado dejar constancia de lo que se cuenta en la novela. He optado por ilustrarlo mediante citas literales del texto, quizás numerosas. No me ha faltado la relectura de varios pasajes, con el fin de entender mejor algunas de las situaciones. Y me pregunto por su antisemitismo. Y, más que sorprenderme por las acusaciones que se han hecho sobre la novela y su autora, no hago más que reafirmarme en lo que está ocurriendo ahora en Palestina y en los 75 años anteriores.
Una vez más, con la excusa del antisemitismo, se intenta disfrazar la agresión genocida de un estado, el de Israel, que por desgracia cuenta con el asentimiento de otros estados, poderosos en su mayoría.
Pero sigue habiendo otras conciencias, más o menos explícitas, como la de la propia periodista palestina, quizás heterónima de la propia Adanía Shibli, que en una de sus conjeturas iniciales deja constancia de su atrevimiento con tal de no dejar que las cosas se pierdan en el olvido:
«me doy cuenta de que mi interés por el suceso en razón de un detalle menor, como la fecha en que ocurrió, habla otra vez a la claras de mi ineludible costumbre de transgredir los límites».
(Artículo publicado en el blog personal del autor, Entre el mar y la meseta: https://marymeseta.blogspot.com/2024/01/un-detalle-menor-de-adania-shibli-una.html).
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.