Fue la absoluta indiferencia de la oficina de prensa del ejército británico lo que me estremeció. Llevaba yo documentos -uno firmado por un oficial- que señalaban que Baha Mousa había muerto en custodia británica, otro de que un compañero de Mousa había sido «asaltado» también en presidio y sufrió «aguda disfunción renal», la declaración del […]
Fue la absoluta indiferencia de la oficina de prensa del ejército británico lo que me estremeció. Llevaba yo documentos -uno firmado por un oficial- que señalaban que Baha Mousa había muerto en custodia británica, otro de que un compañero de Mousa había sido «asaltado» también en presidio y sufrió «aguda disfunción renal», la declaración del padre del finado de que el ejército tardó tres días en reconocer su muerte ante la familia… y el vocero militar me dijo que no podía ofrecer ninguna ayuda.
Tony Blair estaba por llegar a Basora. Todo mundo estaba ocupado. ¿Por qué no llamaba yo al Ministerio de Defensa en Londres? Hubo bostezos y ni siquiera una palabra de compasión por el difunto, cuya esposa acababa de morir de cáncer, ni para sus pequeños hijos, hoy huérfanos de ambos padres.
Esto ocurrió casi al mismo tiempo en que la Cruz Roja Internacional informaba a británicos y estadunidenses sobre la brutalidad del ejército de Washington en Abu Ghraib, sin que nadie hiciera nada al respecto. Cuando fallecían soldados, se divulgaban sus nombres y se guardaba luto por ellos. Cuando perecían iraquíes, sencillamente no nos importaba.
Siempre recordaré la forma en que el hermano de Baha Mousa, Alaa, relató cómo llegó a su hogar un sargento británico que se identificó como «Jay»: «Se sentó en el sofá y dijo, ‘He venido a decirle que su hermano Baha murió’. Hubo gritos y llantos'».
Baha Mousa había recibido una brutal golpiza estando atado de manos y encapuchado -a ninguno de los prisioneros que padecían con él se le presentaron cargos formales-; los soldados que los maltrataron les ponían nombres de futbolistas. Su padre era coronel de la policía y vio a su hijo antes de que lo arrestaran, en un hotel de la localidad. Incluso un oficial del ejército le dio una nota en la que prometía cuidar de Baha. Típicamente, el nombre del militar no significaba nada: la firma decía «segundo teniente Mike».
El coronel Mousa derramaba lágrimas. «¿Qué puedo hacer?», me preguntó. Apenas pude decirle que recurriera a la ley, que consiguiera un abogado, que contactara a Amnistía Internacional en Londres. Jamás volví a verlo, pero el caso de esta familia prueba que si el ejército y el gobierno británico son indiferentes al sufrimiento de los iraquíes, en especial cuando «nuestro» bando causa ese sufrimiento, hay hombres honestos y sinceros listos a enmendar esos entuertos. Pero no los suficientes. Los dos jueces del tribunal superior que ordenaron al Ministerio de Defensa llevar a cabo una investigación independiente sobre la muerte brutal de Baba Mousa no podrán remediar esa enfermedad de apatía que contamina a tantos ejércitos, entre ellos el nuestro. Al indagar sobre la brutalidad del ejército británico en Irlanda del Norte fui recibido con ese mismo aire indiferente y fastidiado por una generación anterior de oficiales de prensa y subalternos.
Releyendo mis apuntes sobre el Irak posterior a la invasión los vi llenos de relatos de otros Baba Mousas: un anciano de Fallujah que murió por los malos tratos en Abu Ghraib; crueles golpizas en esa misma prisión; incontables iraquíes inocentes abatidos por los disparos de nerviosos soldados británicos y estadunidenses.
Conozco el viejo argumento: Saddam era peor. Pero ¿acaso siempre vamos a compararnos con ese tirano cuando queramos alegar nuestra dudosa inocencia? ¿Y siempre van a indignarse los oficiales de esos ejércitos de ocupación ante la mera insinuación de que sus soldados han asesinado a inocentes, cuando ellos bien que deben saber que es así?
Imaginemos qué ocurriría si fuerzas iraquíes de ocupación mataran a golpes a un empleado de hotel británico en Manchester y luego mostraran indiferencia hacia su muerte. O trataran de acallar a la familia con una rápida compensación en efectivo para absolverse de cualquier responsabilidad… que es lo que los británicos intentaron hacer.
Es fácil sugerir una repuesta a todo esto: instaurar un sistema de justicia en Irak que conozca de esos casos, de manera pública e inmediata. Pero no funcionaría. Hasta la Real Policía Militar avanza a paso de tortuga en la investigación sobre la muerte de Baha Mousa. Y de todas formas ya es demasiado tarde para remediar todos los males que hemos causado en Irak. Nada más no preguntemos por qué nos odian.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya