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Cultura y barbarie

Una Browning para ti

Fuentes: El viejo topo

Unas encantadoras escenas de la película Die grosse liebe (El gran amor), de Rolf Hansen, de 1942, vistas a tantos años de distancia se tornan espeluznantes por lo que ocultaban entonces sobre la situación en el frente oriental, sobre las decisiones de Wannsee y las matanzas planificadas en la Aktion Reinhard. La película, una obra de propaganda política, narra una historia de amor entre un piloto alemán y una cantante de cabaret, y se convirtió en el mayor éxito cinematográfico durante el III Reich: fue vista por decenas de millones de alemanes. La cabaretera Hanna Holberg, la rubia y hermosa protagonista, era la actriz y cantante sueca Zarah Leander, que interpreta en esas escenas una sentimental canción de decepción amorosa: Davon geht die welt nicht unter: El mundo no se acabará por eso. Leander lleva un vestido negro, reina entre los músicos, y los SS y oficiales alemanes se agitan y sonríen de placer, conmovidos. En un momento, las filas de oficiales nazis se cogen de los brazos y empiezan a balancearse, en un ambiente de exaltación y camaradería: el mundo es suyo, les pertenece. El joven poeta nazi Hans Baumann ya había popularizado una convicción: «Hoy, Alemania nos escucha; mañana, lo hará el mundo entero».

Todavía desconocemos si Zarah Leander, que sustituyó a Marlene Dietrich en el favor del público alemán, se aprovechó de su éxito en la Alemania nazi o bien fue una secreta militante comunista sueca y espía soviética, como aseguran algunas fuentes; por su parte, Rolf Hansen, pese a sus trabajos para el III Reich, salió indemne en la posguerra. Muchos otros hicieron lo mismo, trabajando para los nazis y, sin embargo, pese a la identificación con el nazismo y el fascismo de intelectuales como Alfred Rosenberg, Hanns Johst, Heinrich Anacker, Hans Reiter, Jünger, Heidegger, Carl Schmidt, Marinetti, Pound, Brasillach, Céline, Drieu La Rochelle y tantos otros escritores, científicos y artistas, enrolados en las severas filas de Goebbels o del fascismo italiano y francés, a veces se cuela una tendencia que entre la hojarasca de la estética militarista del nazismo y de la zafiedad de los rituales mussolinianos detecta en el fascismo y el nazismo que crecieron en la Europa de entreguerrras un abierto menosprecio por el conocimiento, considerando al fascismo un movimiento enemigo de la cultura. No fue así. La nutrida nómina de arquitectos, escultores, pintores, músicos, escritores, cineastas, actores, incluidos en la Gottbegnadeten-Liste de Goebbels basta para desmentirlo.

La gran cultura clásica alemana fue cultivada y apreciada por los nazis: Goethe, Schiller, Bach, Beethoven, Wagner, Bruckner. Y entre los contemporáneos muchos se adhirieron al nazismo con entusiasmo: arquitectos como Paul Ludwig Troost, que murió antes del apogeo hitleriano, y su esposa Gerdy Troost (¡que vivió casi cien años y llegó a conocer el siglo XXI!); Albert Speer, que construyó la gran Alemania del III Reich; los físicos Walter Dornberger y Wernher von Braun (que pasó de las filas de las SS a ser honrado en la posguerra por Kennedy), o el ingeniero aeronáutico Siegfried Knemeyer, que como Braun acabaría trabajando para Estados Unidos; el viejo Adolf Bartels (cuyos poemas honró Hitler con el escudo del águila, Adlerschild des Deutschen Reiches), y Leni Riefenstahl o el poeta Hans Baumann, cuyas canciones acompañaron las marchas de antorchas del nazismo.

Esa falsa idea del odio nazi a la cultura surge por el pandemónium de la quema por los nazis de libros escritos por comunistas y judíos (¡incluso en el Freiburg del rector Heidegger!), y por la tan utilizada imprecación teatral de Hanns Johst en una de sus obras: «Cuando oigo la palabra cultura… ¡le quito el seguro a mi Browning!», que abogan esa ficción. Sin embargo, Johst era un intelectual nazi, que llegó a dirigir la Reichsschrifttumskammer queagrupaba a los escritores alemanes,y escribió en 1933 la obra, Schlageter, de donde se extrae esa frase, para celebrar la victoria y el cumpleaños de Hitler, haciendo honor a Albert Leo Schlageter, un duro miembro de los freikorps que con los grupos de matones nazis se dedicaba a asesinar militantes comunistas. Porque los nazis no odiaban la gran cultura alemana del pasado con la que podían identificar además su proyecto de crear una nueva comunidad, anclada en los valores de la tradición; odiaban la cultura democrática, el antifascismo, la instrucción y las nuevas ideas surgidas en los autores de izquierda, socialistas y comunistas. Esos son los autores que persiguen, los libros que queman.

La tentación de creer que los torturadores y asesinos nazis eran unos sujetos sucios y depravados, feroces e insensibles esbirros que se enrolaron en las filas de Hitler, no tiene nada que ver con la realidad. Christian Ingrao, entre otros, ha mostrado que muchos de los que hicieron posible el universo nazi eran personas cultas, universitarias, y que los intelectuales engrasaron la siniestra maquinaria de las SS. Esos alemanes educados formaron parte también de los Einsatzgruppen que ejecutaban con tiros en la nuca a los prisioneros ante las fosas comunes, seguros de que debía eliminarse a millones de personas en aras de la grandeza de Alemania, de la necesaria amputación de quienes ensuciaban la nación.

La depuración cultural del nazismo hizo del helenismo un instrumento, de la filosofía griega la muestra del vigor de un pueblo, mirándose en un pasado imaginario mientras escarbaba en los mitos románticos, acompañando los rituales de Bayreuth y mezclando el patriotismo nacionalista y la búsqueda del Volksgemeinschaft, purificado de elementos extraños y de la lucha de clases donde actuaban los comunistas: un pueblo alemán unido, místico, puro, como quería Carl Schmitt, una cosmovisión que se refleja en el cuadro de alegres campesinas que vuelven del campo, una de ellas con un acordeón, que pinta Leopold Schmutzler en 1940, o en el lienzo de Bernhard Müller de 1941, que muestra a una joven lánguida y desnuda ante un gran valle por donde corre un río, mientras una muchacha que toca la guitarra la observa con el rostro inexpresivo; el sexo es casi imperceptible, aséptico. El armazón ideológico nazi cree observar la decadencia del mundo que había traído la Ilustración y la revolución francesa, junto al peligro bolchevique, y opone a ello la virilidad, la fuerza y el gusto por la violencia que debe engendrar una nueva comunidad, depurada de los elementos degenerados, entre los que se encontraban comunistas y judíos, en búsqueda de una modernidad fascista que tiene expresiones diferentes en cada uno de los países, formas diversas de enfrentar la revolución proletaria y convicciones elitistas que van siempre acompañadas de una ética reaccionaria y de nutridos destacamentos de intelectuales. El nazismo integraba en su proyecto a la burguesía, y a buena parte de la élite intelectual y del pueblo alemán que vibraba ante los radiantes paisajes de acero de la patria.

Los nazis se enfrentaron a la cultura alemana que se expresaba en las propuestas de la izquierda y en las obras de autores judíos, comunistas y de izquierda, y anularon a todos aquellos que no se identificaban con el III Reich. La escena de 1930, donde aparecen Marlene Dietrich, Josef von Sternberg y Peter Kreuder durante el rodaje, y otras con Dietrich en la película El ángel azul del mismo año, dejarán de verse tres años después de su estreno porque Hitler prohíbe la película tras su llegada al poder. Josef von Sternberg era judío y Dietrich ya estaba fuera de Alemania y no quiso volver pese a las ofertas de Goebbels. La fértil y renovadora cultura alemana que se expresaba en montajes como el Der Lindberghflug, de Bertolt Brecht, en julio de 1929, en el festival musical de Baden-Baden, aunque tras la guerra el dramaturgo comunista sintiese la necesidad de anular el nombre de Lindbergh por las simpatías nazis del piloto para dejarlo en Der Ozeanflug; o que se mostraba en La pieza didáctica de Baden-Baden, de Brecht y Paul Hindemith; en las acuarelas de Caspar Neher para el proyecto de decorado de Grandeza y decadencia de la ciudad de Mahagonny, de Brecht y Kurt Weill. Todas esas expresiones de la cultura alemana estaban fuera del universo intelectual que los nazis estaban dispuestos a admitir.

Aunque, ya en 1933, la quema de libros realizada por los estudiantes nazis parecía mostrar un rechazo cerrado y global por la cultura, los dirigentes del Reich eran muy conscientes de la función que podían desempeñar los intelectuales: en ese mismo año se crea la Reichskulturkammer, Cámara de Cultura del Reich, que empezó a dirigir Walther Funk, y englobaba a los departamentos gubernamentales específicos del cine, teatro, música, literatura, arquitectura, prensa y radio, bajo el paraguas del ministerio de propaganda, donde todos debían presentar la certificación de ser ciudadanos arios. Fuera quedaban Heinrich y Thomas Mann, Erich Maria Remarque, Franz Werfel, Bertolt Brecht, Hans Erich Nossack, Lion Feuchtwanger y Heinrich Heine (aunque estuviera muerto), que eran judíos o bien alemanes que «habían dejado de serlo». La resistencia cultural al nazismo se encuentra en la imagen de Brecht, Hans Eisler y Erik Wirl trabajando en una obra teatral, o en el esfuerzo de Viktor Ullmann, que compone en el campo de Terezin, en 1943 y 1944, la ópera L’empereur d’Atlantis ou la mort abdique, con un libreto de Petr Kien, pieza que nunca se representó.

Los nazis no podían aceptar pinturas como la Composición IX, de Kandinski: sus obras fueron retiradas de los museos alemanes y presentadas en la exposición de Arte degenerado de Múnich. Le acusaron de ser «el viejo profesor en la Bauhaus comunista de Dessau», y la misma suerte corrieron Chagall, Max Ernst, Franz Marc, Paul Klee. Tampoco podían amparar los grabados en madera de Ernst Ludwig Kirchner, aunque fueran tan inocentes como El pianista Klemperer, de 1916, porque después Klemperer se significaría por haber dirigido la Ópera Kroll que suscitaba el odio de la cultura reaccionaria y tuvo que huir en 1933; o las obras de Grosz, pese a dibujos como la Ópera de Wagner, de 1924; ni las litografías de Kokoschka inspiradas en la cantata Bwv 60 de Bach: el austríaco era un «artista degenerado», aunque ellos honraban a Bach: los nazis podían reflejarse en el vértigo de esa exclamación, O Ewigkeit-du Donnerwort, Oh, eternidad, atronadora palabra, que abre y cierra la pieza musical, ante el Reich de los mil años que estaban construyendo.

El III Reich tuvo una especial relación con la música: no en vano, Goebbels ya había dicho que Alemania era «el primer pueblo músico de la Tierra». Esa inclinación estaba arraigada en la cultura, en la tradición, en las costumbres de la nobleza del antiguo régimen, de la burguesía triunfante y del proletariado, de Bach a Wagner, de Beethoven a Brahms, de Mozart a Haydn y de los cabarets berlineses de los compositores judíos Mischa Spolianski y Kurt Weill llega al deutschrap de nuestros días. El retrato de Beethoven, de Franz von Stuck, realizado hacia 1905 evoca la pasión alemana por la música, como la escena del sarcófago de Anton Bruckner en el sótano de Saint-Florian, guardado por soldados de las SS en 1943. Ahí están también las imágenes y los reportajes recogiendo el discurso de Richard Strauss en la inauguración de la Cámara de Cultura del Reich, o el nombramiento de Peter Raabe, un especialista en Liszt, como presidente de la Cámara de la Música del Reich en el verano de 1935, reemplazando precisamente a Richard Strauss que, aunque mostró alguna inquietud con el nazismo tras el episodio de la carta a Stefan Zweig, no por ello dejó de acudir a los actos del partido de Hitler.

El impresionante cartel del águila que ampara los tubos del órgano, con la leyenda DEUTSCHLAND das LAND DER MUSIK. Alemania, país de la música, editado en 1938 por la Sociedad Alemana de ferrocarriles: no hay ninguna duda de que el águila es el Estado alemán que siempre ha venerado la armonía. Knappertsbusch y Furtwängler fueron quienes dominaron la vida musical alemana durante el III Reich. Furtwängler fue, a la vez, jefe de orquesta en la Staatsoper, director musical de la Orquesta Filarmónica de Berlín y vicepresidente de la Cámara de Música del Reich, además de miembro del Senado. Las funciones estaban repartidas: Furtwängler ejercía en Berlín, Bayreuth y Viena; y Knappertsbusch lo hacía en Múnich, Bayreuth y Viena. El busto de Hans Knappertsbusch, hecho por Fritz Behn, da cuenta de su relevancia, mientras Bruno Walter toma el camino del exilio.

El panfleto de Wagner, El judaísmo en la música, de 1850, fue utilizado por los nazis y se convirtió en una referencia obligada, como el folleto de Richard Eichenauer, sobre Música y raza, escrito en 1932, el Abecedario musical de los judíos, de 1935, de Hans Brückner y Christa Maria Rock, y el libro de Friedrich Blume, titulado El problema racial en la música, que publicó en 1939. Ya en la guerra, Theo Stengel y Herbert Gerigk califican a los judíos de parásitos y publican listas de músicos hebreos o «casi hebreos» en su Lexikon der Juden in der Musik, de 1940. Los nazis quieren eliminar la historia de compositores de origen hebreo: Mendelssohn, Meyerbeer, Offenbach y Mahler son excluidos poco a poco de los repertorios, como Schönberg, Webern, Braunfels, Korngold, Schreker, o el Kurt Weill que colaboró con Brecht. La música compuesta por judíos o comunistas como Hanns Eisler debía ser erradicada, como el jazz de origen negro, porque los judíos infectaban la vida y la música en Alemania y la habían reducido a una mera cuestión de dinero.

El folleto Entartete Musik, con un negro tocando el saxofón con una estrella judía en el chaqué, o el escándalo de la ópera-jazz de Ernst Krênek, eran signos de la vida alemana que llevaron al partido nazi a protestar ya en 1928, imprimiendo incluso un cartel llamando a manifestarse contra la representación de la ópera Jonny Spielt aus, de Krênek, en la Staatsoper de Viena. El cuadro de Max Oppenheimer, Rosé Quartet, retrata a los grupos que Goebbels quería liquidar, aunque fuesen vieneses. Ese cuarteto de cuerda lo había formado un violinista rumano de origen judío, Arnold Rosé, y fue un grupo de cámara de fama internacional que se disolvió tras el Anschluss, y varios miembros de la familia Rosé acabaron en los campos de exterminio. El nazismo no soportaba la vida que mostraban litografías como la de Kirchner, Café berlinés, de 1914, que contrasta con la fotografía de Heinrich Hoffmann, Un ensemble de jazz en el bar Beguine de Berlín, de 1929, porque el III Reich ya no iba a tolerar esos grupos judíos y esas cervecerías y tabernas donde tocaban música de negros. Hoffmann se había convertido en el fotógrafo personal de Hitler, además de ser un dirigente nazi desde los años de los freikorps y quien llevó a Eva Braun hasta quien se convirtió en Führer cuatro años después.

Hitler había quedado impresionado por Lohengrin y por Rienzi, y Wagner fue elevado a gran héroe de la patria. El cartel de Bayreuth, de 1937, con el autor de Parsifal en el lugar del sol, o el busto de Wagner, esculpido por Arno Breker (que hizo también muchos retratos de dirigentes nazis), situado en la Festspielhaus de Bayreuth, muestran el papel central de la música wagneriana en el universo nacionalsocialista, que llega al extremo de que Otto Klemperer figurase como acusado en la exposición de la «Música degenerada», por haber «atacado» a Wagner. En cambio, una litografía del viejo Franz Stassen, uno de los pintores favoritos de Hitler, El crepúsculo de los dioses. La muerte de Sigfrido, mostraba ese fragmento de la obra de Wagner, precisamente dirigida por Furtwängler, mientras los dirigentes nazis se extasiaban ante la partitura autógrafa de Los maestros cantores de Nurenberg escuchando la escena 5 del acto III.

El fascismo logró agrupar tras su discurso a la mayoría de la población alemana y a buena parte de sus intelectuales, y su éxito contagió incluso a muchos ciudadanos dudosos e inseguros. Anton Weber parecía ambiguo en ocasiones; era fiel a su maestro exiliado, Schönberg, pero estaba pendiente de la política del Reich alemán, y pensaba convencer al gobierno nazi del valor del dodecafonismo, sin suerte: pese a que tuvo más relación con los socialdemócratas, el régimen lo consideraba un bolchevique. Todos los músicos e intelectuales tuvieron que definirse. Paul Hindemith marchó al exilio en 1938, mientras Carl Orff convivía con los nazis y era muy popular, aunque tras 1945 quiso rehacer su biografía intentando presentarse incluso como partidario de la resistencia. En el inquietante Múnich de 1939, Carl Off supervisa y observa la maqueta para su ópera Der mond. También lo hicieron Herbert von Karajan y Karl Böhm, sirviendo al régimen nazi. Stravinski, pese a que no vivía en Alemania, envió una repugnante carta en 1933 a su editor en Wiesbaden, Willy Strecker: en ella asegura que su padre pertenecía a la nobleza rusa, que nunca ha sido comunista, ni materialista, ateísta o bolchevique. Habla del «execrable monstruo soviético», y carga también contra el liberalismo y el «democratismo». Su editor temía que Stravinski figurase en una lista de compositores judíos. Stravinski, autor de obras memorables, marchará en 1940 a los Estados Unidos, aunque años después Franco Battiato lo imagine en su Perspectiva Nevski.

Los nazis utilizaban la música en los campos de exterminio, con finalidad estupefaciente, como en esa escena del prisionero austríaco Hans Bonarewitz mientras lo llevan a su ejecución, acompañado de músicos con el uniforme de rayas de los prisioneros, en Mauthausen, el 30 de julio de 1942. Después, apasionados melómanos nazis descerrajaban un tiro en la nuca a un deportado y después se estremecían con las notas de Mozart o de Wagner. La mayoría de los intelectuales nazis no se arrepintieron de nada, tampoco la gran mayoría de quienes colaboraron en la peor matanza de la historia de la humanidad, como aquellos honrados profesionales de Hamburgo que integraron el Batallón 101 que fueron capaces de matar judíos a tiros durante horas en una orgía de sangre en Józefów. Todos fueron tratados después con benevolencia por Estados Unidos y Gran Bretaña, considerándolos como simples colaboradores, Mitläufer, del nazismo: las nuevas autoridades de ocupación decidieron que solo habían cometido pequeñas faltas y eso les permitió salir indemnes. Esa historia que se escapa entre el humo en los años turbios y terribles del Puffkommando de Auschwitz-Birkenau donde ejercían la prostitución Charlotte, una compañera de deportación de Liana Millu, y otras prisioneras; esa vida de las «putas de campo» que nos explica Fermi Cañaveras, las mujeres que llevaban tatuado en sus pechos la infamia de «feld hure», paralela a las ianfu, bautizadas como «mujeres de consuelo» por el fascismo japonés que convirtió en esclavas sexuales a centenares de miles de mujeres chinas y coreanas, todo eso fue posible por una elaboración intelectual que por grotesco que fuera el proyecto nazi y fascista fue acompañado, embellecido y justificado por intelectuales. En Auschwitz, los deportados susurraban entre ellos: Scheiss egal, «Me importa una mierda». Era fruto de la desesperación, de la convicción de su inevitable y próxima muerte, de la seguridad de que todo estaba perdido, mientras quienes eran inspiradores y cómplices del rencor que quería acabar con los destacamentos de la revolución obrera y de la razón democrática los habían llevado a las puertas de los crematorios y fortalecían una cultura que creían iba a conquistar el mundo.

Si se ha creído que la ciencia, el arte, la música, la literatura, son las expresiones más sublimes del ser humano, se ha pensado también que precisamente por eso eran incompatibles con la barbarie: la cultura nos salvará, como muchos han creído durante tanto tiempo, fortalecidos por la presencia de tantos intelectuales valiosos en los partidos obreros que ligaban la libertad a la cultura y al socialismo. Sin embargo, la convivencia y complicidad con el fascismo y el nazismo de relevantes científicos, músicos o escritores, revela que con mucha frecuencia la cultura ha acompañado los fastos de la crueldad, ha conmovido a los asesinos, ha arrastrado los cadáveres, acompañó al programa biologista nazi. El proyecto de modernidad capitalista que representó el nazismo tenía también a su servicio a buena parte de los exponentes de la cultura alemana, al igual que hoy los círculos del poder estadounidense se extasían en la Ópera Nacional de Washington, en el Metropolitan o el MoMA neoyorquinos, con la Browning en el bolsillo ante la estremecida cultura de los intelectuales que acompañan a los pobres, mientras los bombarderos de la US Air Force arrasan Iraq, Siria o Afganistán.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.