La palabra sabe y otros ensayos de poesíai es de esos libros que invitan a preguntarse no sólo sobre lo que leen sino también acerca del modo en que realizan esa lectura. Es sobre esa dimensión en la que quisiera centrarme, reconstruyendo de forma tentativa algunos presupuestos que hacen posible una lectura crítica como la que traza […]
La palabra sabe y otros ensayos de poesíai es de esos libros que invitan a preguntarse no sólo sobre lo que leen sino también acerca del modo en que realizan esa lectura. Es sobre esa dimensión en la que quisiera centrarme, reconstruyendo de forma tentativa algunos presupuestos que hacen posible una lectura crítica como la que traza Miguel Casado.
Un primer presupuesto que se insinúa desde el inicio podría formularse sosteniendo que no es el «autor» el portador exclusivo del saber sino el discurso que éste formula, más allá de su control voluntario y conscienteii. El mismo título, LPS, señala ya un desplazamiento: la titularidad del saber se ha desplazado del sujeto al lenguaje. Quizás por eso sea pertinente la referencia al psicoanálisis que, si bien no aparece de forma explícita en el libro, sí nos permite trazar cierta afiliación con estos ensayos reunidos. En efecto, si algo hemos aprendido del psicoanálisis es que el sujeto dice más de lo que cree que dice, en tanto sujeto del inconsciente. En la escena del discurso necesariamente nos topamos con un «excedente de sentido» del que nada sabemos y que coincide parcialmente con el «no saber sabiendo» de los místicos. En síntesis, el discurso -y esto vale también para la palabra poética- rebasa la voluntad consciente de quien lo formula: «(…) nosotros ni siquiera oímos las palabras que pronunciamos» dice Miguel Casado (2012: 15) en su relectura de algunos formalistas rusos, especialmente de Viktor Shklovski, que le sirve de base para señalar la insuficiencia del principio de autonomía atribuido al arte desde la modernidad.
Contra una lectura de la poesía como juego puramente autorreferencial o a-referencial, LPS reconstruye un saber marcado por el extrañamiento y su capacidad de ruptura con respecto a la mirada rutinaria, sin perder por ello su anclaje a un contexto existencialiii. De ahí que un poema plantea, ante todo, gestos referenciales y remite a un lugar desde el que se mira, un desde dónde que ubica la voz en su relación con el mundo. Una lectura así, a mi entender, evita por un lado un planteo estructuralista típico a la vez que nos aleja de cualquier inflación del sujeto. Se trata de pensar la escritura, más bien, como ese espacio donde mora lo impropio y en la que el ser humano está descentrado con respecto a lo que produce. La misma voz, más que pertenencia de un autor, es -por recuperar la expresión de Casado- «la voz de nadie». Quizás sea esa tensión fecunda lo que podría describir de forma plausible el movimiento de lectura de LPS, en tanto intercambio crítico con determinados textos poéticos que, sin desconocer a sus enunciadores, los desborda e incluso avanza contra sus intenciones declaradas.
Puesto que no hay dueños del sentido ni texto que se despliegue en una única dirección (tal como se nos recuerda en El curso de la edadiv), ¿en qué apoyar entonces la labor crítica? LPS sugiere algunos caminos, partiendo de una filosofía de la sospecha que despliega su lectura en su proximidad al texto pero sin dejar de interrogarlo de forma incesantev. La crítica -el pensamiento negativo– se pone en práctica ante todo como una operación activa que, de forma simultánea, discute la autoridad del autor, propone un diálogo con las diferentes líneas de fuerza de un texto (no necesariamente las sancionadas) y confronta las interpretaciones tópicas con otras de mayor relieve. El crítico se hace aquí lector de indicios, incluso de aquellos relegados: lee un poema como una superficie incompleta o intersticial, vinculando lo dicho a lo no dicho o, para recuperar la cita de Agamben, mostrando la cercanía de las palabras con las cosas mudas.
Un segundo presupuesto de esta lectura, complementario al primero, puede formularse con Sartre cuando sostiene que «(…) el escritor no puede leer lo que escribe»vi. No es azar que Miguel Casado cite a Vicente Nuñez: «Cualquier lectura es válida. Excepto la de su autor». Y si bien esta afirmación abre al debate sobre los límites de la interpretación, cuestiona la transparencia de la escritura no sólo con respecto a los lectores sino, en primer lugar, con respecto al propio escritorvii. Por eso LPS devuelve una dimensión desconocida de los poemas, haciendo manifiesto «(…) el reconocimiento de la oscuridad que es intrínseca al lenguaje, sumada a la que el estilo pueda añadir» (2012: 143). Un reconocimiento así plantea el sentido de un texto no como algo dado sino como vigilia permanente, aquello que nos mantiene en vilo, incluso en el borde de la insignificanciaviii; en definitiva, no como una presencia deslumbrante que aguardaría manifestarse de una vez, sino como posibilidad de lectura siempre diferente de esa tierra de nadie que es el texto. Una afirmación así no equivale sólo a sostener que la lectura del poeta sobre ese continente que supone «propio» no necesariamente es la mejor o la más valiosa. Es ir un paso más allá y sostener que un poeta que procure ser lector de su propia escritura estará condenado a una ceguera esencial, es decir, a la imposibilidad de interpretar lo que dice más allá de lo que «cree» decir. Por usar la expresión de Julia Kristeva, el poeta, pero más en general los seres humanos, nos convertimos en extranjeros para nosotros mismos, incluso ante aquello que suponíamos nuestra patria más íntimaix.
LPS sugiere un tercer presupuesto: puesto que hace referencia a un saber impropio, podría vincularse a un «inconsciente textual», no autoralx: no lo que el autor desconoce de sí mismo, sino las posibilidades de sentido suplementarias que un discurso -en este caso poético- produce en su circulación social. Puesto que el discurso tiene una historia multiacentual más allá del momento de su enunciación, nadie puede impedir que sea leído de múltiples formas, no sólo más allá de nuestra intencionalidad comunicativa sino también de cualquier inconsciente subjetivo. Eso no significa, como señala Miguel Casado, que no haya un «trabajo del sujeto» relacionado a la constitución de un campo vivencial, sino que ese campo también implica lo incomprensible y, con ello, algo del orden de lo desconocido que ninguna lectura podría suprimirxi. Si escribir es un asunto de devenir (Deleuze), entonces, la tarea del crítico no puede ser la de construir un discurso cerrado: «(…) siempre se trata de volver a empezar: la escritura lo desborda» (2012: 209).
Desde estos tres presupuestos (el sujeto dice más de lo que dice, el autor no es un buen lector de su producción discursiva y el discurso crea un inconsciente textual) quizás se puede delimitar mejor la perspectiva crítica que Miguel Casado elabora a partir de su interacción con escritos de autores como Esquilo, Sófocles, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Arthur Rimbaud, Francis Ponge, Antonio Gamoneda, Aníbal Nuñez, José Valente o José Miguel Ullán, entre otros. Quizás lo más sorprendente de esta lectura -que es también «teoría fragmentaria» abierta al latido del afuera- no sea tanto la nómina de poetas consagrados a los que vuelve sino la posibilidad de seguir leyendo ahí, a pesar de una cierta saturación interpretativa en torno a ellos. LPS muestra así una posibilidad inédita de lectura, siempre intacta, desde pautas que interrogan lo que demasiado a menudo se da por sabido. No sería vano arriesgar ahí una conclusión posible: en todo saber hay un núcleo ignorado que termina desestructurándolo.
Dicho lo cual, habría que apresurarse a señalar que en una propuesta de lectura semejante los poemas no pueden reducirse ya a un material ejemplificador de una concepción global de la poesía, un caso que ilustraría unos principios generales o una teoría literaria ya definida. Más bien habría que sostener: «(…) el principal interés de la teoría literaria consiste en la imposibilidad de su definición»xii. Desde esa imposibilidad, detenerse en un texto es una forma de trabajar lo teórico (es decir, la mirada) desde el valor productivo del poema. Eso supone reconocer el valor epistemológico (y no sólo estético, filosófico o político) de lo poético, cuestionando un modo de concebir el saber reducido de forma simplista al campo científico. Por volver al punto de partida: también el sujeto de la ciencia colinda con un no saber que otros discursos saben. La poesía, entonces, es ese «poder cognoscitivo» que permite «ver lo que no se ve» (2012: 217), aunque se trata de un saber de la palabra que no remite al dominio de lo observable sino al espesor de lo vivencial. La poesía se hace escritura de la vida, pensamiento que resiste en lo concreto, pozo enigmático en el que el saber no excluye lo incierto, reafirmando la primacía de las preguntas sobre las respuestas. Incluso si algunas interpretaciones reprimen ese «excedente» de sentido que los discursos producen, en todo lo familiar late lo desconocido. La experiencia de lo extranjeroxiii llamó Miguel Casado a esta experiencia de lenguaje que se extraña de su lengua materna. Su poesía misma podría describirse como un acto de escritura que no cesa de desplazarse. No parece casualidad que su último poemario, Tienda de fieltro, ahonde en las huellas de una cierta forma de nomadismo.
Por esta vía, LPS ahonda en un tejido de interrogantes vitales que sería relevante retomar: la relación entre poesía y biografía, entre autobiografía y ficción, la reflexión acerca del estatuto del detalle en determinadas poéticas, el trabajo de lo fantasmal en la escritura, la recuperación de una cierta idea de referencialidad más allá del realismo, la relación entre la materialidad del lenguaje y el sentido producido, el valor erosivo de la ironía, el conflicto entre «arte» y «cultura» o la puesta en crisis del autor (o del crítico) como garante de la inteligibilidad última de un texto.
Todas estas ideas nos alejan de la poesía como un «género» delimitable y nos aproximan a su enraizamiento existencial. También aquí el gesto radical de LPS no es señalar unas fronteras difusas entre discurso poético y otros géneros, sino insinuar la persistencia de un «desorden insalvable» en los discursos, algo que no puede sino incomodar a los que custodian las fronteras. Teoría literaria y lectura, en esta perspectiva, se enlazan, no bajo la forma de una subordinación -en la que la lectura ilustraría la teoría- sino de una interdependencia fundamental. Por variar una de las tesis fundamentales de Kant: una teoría sin lectura es vacía y una lectura sin teoría es ciega.
En vez de un marco estable para la poesía, nos hallamos en una tierra que se desborda y nos interna en una interrogación sin término. Ninguna conclusión cerrada cabe esperar aquí. La extranjería desde la que habla Miguel Casado es ese espacio inlocalizable en el que ensayamos otra mirada y aprendemos a escuchar lo que la palabra sabe y nosotros -no sin arrogancia y dogmatismo- muchas veces desconocemos.
Notas:
i Casado, Miguel, La palabra sabe y otros ensayos de poesía, Libros de la resistencia, Madrid, 2012. A partir de ahora, LPS.
ii Aunque las reservas ante una noción clásica de «autor» son manifiestas en el caso de Miguel Casado, utilizo aquí el término en sentido diferente, como una específica «construcción textual» en la que determinados enunciados son remitidos a un «sujeto» al que se le reconoce o atribuye responsabilidad intelectual sobre los mismos. El «autor» así concebido es una función del texto y no un atributo individual.
iii Tal como Casado argumenta en LPS, una conexión semejante no tiene por qué hacerse manifiesta bajo un registro (auto)biográfico.
iv Tras señalar con Barthes que al texto es posible acceder por diferentes entradas, Casado señala: «Leer es elegir cualquiera de esos múltiples itinerarios posibles y construir en el recorrido un discurso paralelo, un doble del texto, que sólo será una opción entre otras. No se produce con ello un sentido, sino un plural del texto. Cada lector fabrica el suyo de la misma manera, y el terreno en que se mueve quizá sea siempre subjetivo» (El curso de la edad, Abada, Madrid, 2009, p. 15).
v La relación entre texto y crítico, en este caso, podría describirse como una relación de asedio, esto es, una posición de lectura que no cesa de confrontar el texto a sus límites, a la vez que es rebasada por éste.
vi Sartre, Jean-Paul (1967): ¿Qué es la literatura?, Losada, Buenos Aires, p. 67.
vii Una afirmación semejante no niega la labor reflexiva que acompaña regularmente los procesos de escritura. Más bien, señala los límites con los que esa reflexión indefectiblemente se topará.
viii La pluralidad de sentidos colinda, en este punto, con aquello que niega un «significado trascendental». Quizás así pueda interpretarse la «poética utópica» «(…) en tanto dirección imposible en la que, no obstante, cabe construirse y construir: trabajar en el bloqueo del sentido, detener las líneas de fuga de la trascendencia, entregarse al partido de las cosas. En términos pongeanos: «hablar contra las palabras»» (Casado, 2012: 240).
ix «Con la noción freudiana del inconsciente, la involución del extraño en el psiquismo pierde su aspecto patológico e integra en el seno de la presunta unidad de los hombres una alteridad a la vez biológica y simbólica, que se convierte en parte del mismo. (…) Inquietante, la extranjería está en nosotros: somos nuestros propios extranjeros; estamos divididos» (Kristeva, Julia: Extranjeros para nosotros mismos, Gedisa, Barcelona, 1999, p. 220).
x Aunque Derrida polemiza con Lacan en varias ocasiones, remito aquí a La tarjeta postal. De Sócrates a Freud y más allá, S.XXI, México, 2001, donde desarrolla en extenso su crítica al discurso lacaniano. La «deriva textual» -la diseminación- impide precisamente el acceso a una «palabra llena», al significante de los significantes, a la exégesis verdadera.
xi Puesto que el lector siempre se enfrenta con un «excedente de sentido», toda lectura particular supone una condición estructuralmente incompleta y precaria, que invalida a priori cualquier intento de restituir el «sentido verdadero» de un texto. La pugna de interpretaciones, en esta dimensión, forma parte constitutiva de la historia de la lectura.
xii De Man, Paul, La resistencia a la teoría, Visor, Madrid, 1990, p. 11.
xiii Casado, Miguel: La experiencia de lo extranjero, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2009.
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