Sofía Kovalévskaya destacó en su breve vida como matemática, y realizó en este campo aportaciones importantes, pero dejó también huella como escritora comprometida contra la autocracia que atenazaba su país.
Ella fue una más entre aquellos jóvenes voluntariosos que en la década de 1860 se rebelaron contra la esclerosis de Rusia, y que Iván Turguénev bautizó como nihilistas en su novela de 1862 Padres e hijos. El protagonista de esta obra, Yevgueni Bazárov, ejemplifica los rasgos de aquella rebeldía: exaltación de la ciencia contra la religión y el arte, pasión por la sinceridad y sencillez, y sobre todo, un impulso de insumisión y rechazo a los dogmas seculares en los que se asentaba la realidad miserable de la santa Rusia.
Sofía escribió algunas piezas teatrales en colaboración y unas memorias que tituló Recuerdos de mi infancia (1889) y tuvieron gran éxito, pero en su producción literaria sobresale Una nihilista, novela parcialmente autobiográfica publicada póstumamente en 1899 y que acaba de ser reeditada por Mardulce, con traducción de la poeta argentina Natalia Litvinova. Esta obra nos ofrece una preciosa miniatura rusa, de las mansiones de la nobleza rural a la cosmopolita San Petersburgo, pero brilla sobre todo por su retrato del despertar de la conciencia de su protagonista, una joven capaz de superar el ambiente opresivo de la vida heredada para descubrir el filón fértil de la amistad, la solidaridad y el amor.
Una vida breve e intensa
Nuestra nihilista nació en Moscú en enero de 1850 como Sofía Korvin-Krukovsky, en el seno de una familia culta y linajuda, y aunque se le regateó la instrucción, por razón de su sexo, pronto brotó en ella la pasión por las matemáticas. Para poder realizar estudios superiores, hubo de desplazarse a Austria y Alemania, y allí, y concretamente en Gotinga, única universidad que aceptó doctorar a una mujer (por mediación de su director Karl Weierstrass), obtuvo este título en 1874, siendo una las primeras en lograrlo en todo el mundo. Sofía debió casarse para que se le permitiera viajar al extranjero, y lo hizo con Vladímir Kovalevski, un paleontólogo nihilista como ella, con lo que pasó a apellidarse Kovalévskaya. Digamos de pasada que durante la Comuna de París acudió con su marido y su hermana a la ciudad y contribuyó al empeño revolucionario prestando sus servicios en un hospital.
La vida trajo a Sofía amargas contrariedades tras su doctorado: imposibilidad de desarrollar su carrera científica en su patria y dificultades económicas que llevaron a Vladímir al suicidio en 1883. Ese mismo año, sin embargo, le ofrecen una plaza docente en la universidad de Estocolmo, no sin oposición de notorios intelectuales como August Strindberg, que protestó airadamente en la prensa: “Que una mujer sea profesora de matemáticas es un fenómeno perjudicial y desagradable, en efecto, e incluso se podría llamar monstruoso. La invitación de esta mujer a Suecia, cuando sobran profesores varones que superan con creces sus conocimientos, sólo puede explicarse por la cortesía que los suecos tienen hacia el sexo femenino.” En Suecia, Sofía obtuvo una cátedra de matemáticas y realizó importantes investigaciones hasta su temprano fallecimiento, a causa de una neumonía, en febrero de 1891.
El espejo literario
La narradora de Una nihilista regresa a Rusia con veintidós años tras doctorarse en matemáticas en el extranjero y se instala en San Petersburgo, donde disfruta de la intensa vida social de la capital. Un día recibe la visita de Vera Barántsova, una joven que acude a ella en busca de consejo y que con el relato de sus peripecias va a convertirse en protagonista de la acción.
Vera pertenece a una familia aristocrática y creció en el campo, junto a dos hermanas mayores. La abolición de la servidumbre, en 1851, supuso un duro golpe para los suyos y al declive económico siguieron discusiones y conflictos, una vida envenenada de la que ella huyó a través de la amistad de Stepán Vasíltsev, propietario vecino, erudito y profesor en el Instituto Tecnológico de la capital, un hombre de ideas liberales al que se había obligado a residir en sus posesiones y que se convierte en mentor de la joven Vera.
En páginas magistrales, presenciamos el nacimiento de un amor primerizo y atolondrado en el corazón de la joven, que logra madurar en una camaradería de la que los dos vecinos disfrutan varios años. Al fin él, reacio en un principio a dar el paso, por la diferencia de edad y sus sombrías perspectivas, le confiesa también su amor, pero no hay felicidad posible para ellos, porque él es deportado a Viatka y muero al poco tiempo de tuberculosis. Vera cae en una crisis nerviosa, pero se recupera y cuida a su padre enfermo una larga temporada. Tras su fallecimiento, decide establecerse en la capital.
La protagonista, cuya personalidad hemos visto en el relato desarrollarse paso a paso y abrirse a la solidaridad con los explotados de su tierra, sólo anhela entregarse a «la causa», y es entonces cuando acude a la narradora, que le aconseja dedicarse a estudios científicos y luego, ante lo poco que éstos la estimulaban, a otros de economía política. Nada de esto sin embargo satisface a Vera, y vemos plantearse la disyuntiva entre los escapismos “intelectuales”, cómodos y prepotentes, y el compromiso que, sin renunciar a la teoría, ofrece toda la vida como instrumento de lucha.
En el año 1877 son procesados en la capital setenta y cinco jóvenes naródniki (populistas) que habían tratado de predicar un socialismo agrario entre los campesinos, y las dos amigas asisten a las sesiones del juicio. Entre los inculpados está un estudiante de medicina de origen judío, Samuel Pavlénkov, que recibe la mayor condena, nada menos que veinte años en la Fortaleza de Pedro y Pablo, lo que suponía una pena de muerte. Conmovida por el atropello, Vera encuentra una forma de mitigarlo y propone al muchacho un matrimonio de conveniencia que permitirá que la pena sea conmutada a otra de deportación a Siberia, mucho más llevadera.
La obra concluye con la partida de Vera para reunirse con su esposo en el lejano este. Es una mujer feliz la que sube al tren, segura de haber obrado correctamente y consciente de tener una hermosa misión. Ella responde con una luminosa sonrisa a las lágrimas de la narradora que ha acudido a despedirla: “-¿Lloras por mí?, (…) -Ah, al contrario, ¡si superáis cuánto os compadezco a todos los que os quedáis aquí!”
Retrato de un tiempo sombrío
La Rusia del siglo XIX vive un viaje a ninguna parte con sus intentos de superar la autocracia, de las ilusiones decembristas de 1825, aplastadas por Nicolás “Garrote”, al tímido reformismo de Alejandro II, cuya abolición de la servidumbre sirvió sólo para entregar el campo ruso al mercado capitalista. Años después, los afanes transformadores cristalizan en el despertar nihilista retratado en la obra que nos ocupa, pero la feroz represión arrastrará la estrategia reformista hacia un terrorismo que segará la vida del mismísimo zar en 1881. La literatura es uno de los instrumentos más valiosos para seguir estas vicisitudes, y en ella nos sorprenden a veces aportaciones de personajes que brillaron con luz propia en campos alejados de las letras.
Una buena muestra de esto la tenemos en Una nihilista, cuando la del teorema de Cauchy-Kovalévskaya nos demuestra cómo domina también soberbiamente las ecuaciones del alma. Los hábitos ancestrales de la nobleza rural rusa sirven en esta novela de marco para el viaje de la protagonista (alter ego de su autora) de la rutina vital planificada para ella, imperativo de clase en una sociedad anquilosada, hasta el calor de los mejores valores humanos, la amistad, la solidaridad con los oprimidos y la alegría que siempre da el camino del corazón. La lectura de la obra recrea para nosotros el surgir de un impulso que resultó esencial en la historia de Rusia.
Sofía es recordada en los ámbitos académicos por sus enjundiosos trabajos matemáticos, pero Una nihilista nos permite adentrarnos en su alma lúcida y sensible. Sometida a las liturgias de un tiempo sombrío, ella fue capaz de encararse con él y retratarlo con arte y rebeldía.
Blog del autor: http://www.jesusaller.com/
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