Es sorprendente que nos sorprendamos, porque siempre es lo mismo ¿para que vamos a hablarlo si lo podemos arreglar a castañazos?. Dos años de elaboración, numerosos e inexplicados retrasos, un borrador que nadie había visto… y de repente, una semana para que la comunidad internauta en pleno ejerza su derecho de matiz. Y eso para […]
Es sorprendente que nos sorprendamos, porque siempre es lo mismo ¿para que vamos a hablarlo si lo podemos arreglar a castañazos?.
Dos años de elaboración, numerosos e inexplicados retrasos, un borrador que nadie había visto… y de repente, una semana para que la comunidad internauta en pleno ejerza su derecho de matiz. Y eso para analizar el borrador de una ley (la reforma de la Ley de Propiedad Intelectual) diseñada específicamente para Internet y va a afectar de forma vital su uso.
Aún es pronto para hacer un análisis profundo (aunque los preliminares son desalentadores), pero de momento está claro que el Ministerio de Cultura tiene mucho más en cuenta los intereses de los productores (dos años de trabajo) que de los consumidores (una semana). Curiosa idea: un ingenuo pensaría que su función debiera ser extender la cultura y no torpedearla…
Es la excusa de siempre. Hay que incorporar una Directiva europea, que a su vez está diseñada para evitar discrepancias transatlánticas en el complicado y multinacional problema de la protección de la propiedad intelectual. Así que Europa por EEUU, EEUU por Europa, España por Europa y por EEUU, el caso es que vuelta a vuelta de tuerca la legislación de propiedad intelectual se va haciendo cada vez más y más restrictiva; cada vez más y más sesgada a favor de los productores.
Y cada vez más draconiana para los consumidores, que somos los que pagamos cada vez más por cada vez menos.
Pagamos por los libros, los CDs, los DVDs; pagamos por los reproductores, los ordenadores y las pantallas. Pagamos por los servicios de televisión. Pagamos por los legisladores que elaboran los candados que nos prohiben hacer lo que queremos con nuestras compras. Pagamos por los policías que se encargan de (intentar) hacer cumplir esas leyes, y por los jueces que nos enchironan por violarlas. Pagamos por las cárceles, claro, y por los sustratos tecnológicos; por las fotocopiadoras y los CDs vírgenes (violen derechos de propiedad intelectual o no). Pagamos, y pagamos, y pagamos.
A cambio cada vez podemos hacer menos cosas con lo pagado. Si el vendedor quiere puede predeterminar cómo, quién, dónde y cuándo podemos escuchar su música, ver su película o leer su texto, sin ofrecer contrapartidas (¿una rebajita, al menos?), sin dar explicaciones, sin avisar siquiera. Eso sí, la ley amenaza con penas de cárcel a quien simplemente posea una herramienta para eliminar esas protecciones. Como semejante legislación es absurda e imposible de hacer cumplir, cada vez hay que hacerla más draconiana. Como la ley no funciona por estricta que sea, cada vez hay que establecer controles tecnológicos más férreos. Unos por otros, y la casa sin barrer.
Y todo esto, ¿para qué? No para defender a la cultura. No para defender a los consumidores (desde luego). Todo para defender a una industria que se niega a afrontar el futuro; que en lugar de adaptarse prefiere morir, pero llevándose por delante a cuantos pueda. ¿Merece la pena encarcelar a chavales por escuchar música? ¿De veras desean los cineastas que se procese judicialmente a gente por el pecado de ver copias irregulares de sus películas? ¿Desde cuándo hacerse rico al precio que sea es el objetivo de la literatura?
Es pronto para saber en qué quedará todo esto. El borrador está siendo analizado por las partes implicadas, que emitirán (qué remedio) en breve su veredicto. Según todos los indicios, es otra vuelta de tuerca más en el endurecimiento hasta el absurdo de la ley. Señores políticos de cualquier signo y condición: recapaciten. Piensen que esto es una democracia; piensen cuántos votos tiene la SGAE y cuántos los compradores de música. ¿De veras tan pocos pueden arrebatar las libertades de tantos? Ojalá que no.