La novela épica del escritor ruso, expuesta a una censura atroz, recupera su versión definitiva 71 años después de haberla entregado
No es una mera reedición la de Stalingrado, es la reconstrucción de un monumento literario que parecía haber sucumbido entre las ruinas de la propia ciudad soviética. Allí estuvo Vasili Grossman para interpretar la guerra de todas las guerras, pero ignoraba entonces que su versión iba a ser objeto de una despiadada masacre, más o menos como si las secuelas de Stalingrado también hubieran comprometido el memorial destinado a narrarla.
Impresiona el trabajo de arqueología que ha realizado Robert Chandler. Y el esfuerzo de reconstrucción que supuso documentar la novela que Grossman creyó haber terminado el 19 de agosto de 1949. Fue en 2018 cuando la investigación adquirió la recompensa de la versión definitiva. Y es ahora cuando ‘Stalingrado’ puede leerse en España (Galaxia Gutenberg) como la había concebido el rapsoda ruso. Han pasado 71 años. Y ha necesitado Chandler sumergirse entre las cañerías de la censura soviética. Porque llegaron a existir 11 versiones de la ‘novela’ de Grossman. Y porque los inquisidores conspiraron hasta extremos enfermizos, patológicos.
Stalingrado (Galaxia Gutenberg).
No cabía argumento más sensible que la madre de todas las guerras. Ni lugar más complejo para los asuntos de la censura de cuanto lo era la ciudad que llevaba incorporado el nombre de Stalin. Grossman fue considerado un escritor insuficiente. Porque no terminaba de ponderar la épica de la soldadesca soviética. Y porque condescendía demasiado con los judíos martirizados. ‘Stalingrado’ fue la Stalingrado de Grossman. Una guerra desproporcionada que tuvo su origen en las primeras ‘sugerencias’. Se las hizo Konstantin Simonov, el director de la revista Novy Mir, donde la novela iba a publicarse por entregas. Y las enfatizó uno de los mayores inquisidores del régimen, Boris Agapov, no ya reprochándole haberse centrado en “facetas oscuras, negativas de la guerra”, sino afeándole la escasa “seguridad ideológica” que aportaba el memorial.
Stalin exigía un ejercicio absoluto de propaganda y ‘recomendaba’ aliviar el parte de las víctimas y la feroz truculencia de la batalla, al menos desde el estupor que podían representar para «el pueblo» los pormenores del martirio. Fueron 200 días de combate entre el verano y el invierno de 1942. Murieron 2,3 millones de personas, la mayoría de ellas (1,4) con pasaporte soviético. Se desangró el Ejército nazi y se demostró que Hitler perdería la guerra por haber subestimado el abismo del frente ruso, pero Stalin rechazaba la idea de exponer la verdad de la sangría.
Nadie mejor, nadie peor
Nadie mejor y peor que Grossman para responsabilizarse de la crónica de Stalingrado. Mejor, por la corpulencia e intensidad de su prosa, por su humanismo, por su desgarro. Y nadie peor porque iba a resultar muy difícil domesticarlo. Casi tres años estuvo litigando con unos y otros censores. Ni siquiera la muerte de Stalin consiguió sustraerle las presiones ‘póstumas’. Había que complacer a Jrushchov con una novela ejemplar. Y había que aplicarle a Grossman todos los resabios del antisemitismo dominante. Por eso no podía aparecer bajo ningún concepto el personaje del físico judío Shtrum, menos aún con un papel heroico y protagonista.
El sabotaje no alcanzó a conseguir la capitulación de Grossman. Y no por falta de razones. Se las expuso epistolarmente al colega Aleksander Fadéiev, presidente del sindicato de autores. “Después de siete años de trabajo, más dos años de edición, revisiones y reescritura, quiero decirles a los camaradas: ya no me quedan fuerzas, respondedme lo que sea, mientras sea definitivo”. El ultimátum de Grossman no funcionó. Peor aún, excito una represalia que enmendaba la estructura de la novela porque no reflejaba “adecuadamente la clase obrera, los campesinos y el Partido y… se ha retratado a los generales equivocados”.
Ni siquiera se le permitió a Grossman recurrir al título que había escogido, Stalingrado. La novela se titularía ‘Por una causa justa’
Debió sentirse ufano Grossman cuando compartió un puesto de observación militar con uno de los militares equivocados. “Cuando la guerra termine, os tocará a los escritores sudar para describir todo esto”. La epifanía se terminó desmoronando. Ni siquiera se le permitió a Grossman recurrir al título que había escogido, Stalingrado. La novela se titularía Por una causa justa.
Por una causa justa, el bien de la nación, el éxtasis de la propaganda, la novela terminó masacrada y depauperada. Se publicó en el verano de 1952. Y se administró por entregas. El éxito parecía redimir la obstinación de Grossman, pero las autoridades soviéticas renegaron de la obra y exigieron al autor un acto de contrición. Vasili hubo de escribir una carta de arrepentimiento. Sacrificaba un hijo que ya no era siquiera suyo.
Es la frustración y la expectativa que explican el trabajo memorable de Robert Chandler, poeta británico, rusófilo y experto cualificado en la obra de Grossman. No se ha atrevido a firmar la novela, pero ha dejado su huella de una manera pedagógica y arqueológica. Todos los pasajes que la censura suprimió se distinguen en un color grisáceo. Igual que si fuera un templo griego cuya restauración permite definir claramente la obra original de la obra rehabilitada.
Se diría que la novela de Grosmann estaba medio derruida. Chandler ha ido recuperando los escombros. Los ha ordenado con escrúpulo y delicadeza. Y ha puesto en pie ‘Stalingrado’. Por una causa justa: la dignidad de un escritor inmenso sometido a una inmensa tortura inquisitorial. Lo demuestra una mera impresión superficial del libro: hay tantas páginas escritas en negro como escritas en gris.