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Veredicto cuestionable

Fuentes: The Nation

El anuncio de la sentencia de pena de muerte impuesta a Saddam Hussein, en un momento tan sospechosamente conveniente para las aspiraciones republicanas en estas elecciones del Congreso, sólo agudizará las tensiones sectarias en Irak y avivará aún más las llamas de guerra civil. Aunque como era predecible el Presidente Bush calificó la noticia como […]

El anuncio de la sentencia de pena de muerte impuesta a Saddam Hussein, en un momento tan sospechosamente conveniente para las aspiraciones republicanas en estas elecciones del Congreso, sólo agudizará las tensiones sectarias en Irak y avivará aún más las llamas de guerra civil. Aunque como era predecible el Presidente Bush calificó la noticia como otro «hito» en los esfuerzos del pueblo iraquí encaminados a «sustituir el imperio de un tirano por el imperio de la ley,» una reacción menos partidista podría lamentar el momento escogido pues de seguro ello intensificará las conflictos sectarios en Irak que ya se han convertido en una guerra civil entrelazada con la guerra de resistencia.

La manipulación que los Estados Unidos han hecho de este proceso judicial en Baghdad ha sido evidente en todo momento para los observadores que lo han seguido de cerca. Desde el punto de vista legal siempre pareció discutible iniciar un juicio penal contra Saddam Hussein, cuando la ocupación estadounidense estaba encontrando una resistencia tan fuerte entre sus seguidores, sobre todo porque el sentir general en el mundo entero era que la propia invasión dirigida por los Estados Unidos era clara expresión del delito de guerra agresiva, delito por el que los líderes nazis sobrevivientes fueron juzgados y condenados en el juicio de Nuremberg tras la Segunda Guerra Mundial. Esa realidad constituye una de las faltas fundamentales dentro de dicho proceso judicial. ¿De hecho, por qué Saddam Hussein? ¿O para decirlo en otras palabras, por qué no George W. Bush, Dick Cheney y Donald Rumsfeld?

El costo de este oportunismo político de los Estados Unidos va más allá de las circunstancias específicas de este juicio. Nadie duda que Saddam Hussein y los demás acusados fuesen culpables de crímenes de lesa humanidad cuando asesinaron a 148 civiles en Dujail en 1982 después de un fallido intento de asesinato; el castigo colectivo es un delito internacional independientemente de la causa que lo haya provocado. Sin embargo, la contribución que este caso hubiese podido hacer a la institución de una tradición legal para exigir responsabilidad a los dirigentes políticos fue socavada en esta instancia por las por las circunstancias y el auspicio de este tribunal-y por la forma en que se llevó a cabo el proceso. Los abogados defensores no recibieron la protección adecuada y tres de ellos fueron asesinados; las pruebas presentadas al tribunal no se pusieron previamente a disposición de la defensa; a mediados del proceso se sustituyó al juez porque lo acusaron de ser muy permisivo con el acusado; no hubo jueces internacionales en el tribunal; y algunas de las pruebas resultaron ser falsas. No se ha hecho justicia si no hay apariencia de justicia. Eso es especialmente válido si hay profundas divisiones políticas que cuestionan si los acusados debieron ser procesados.

Por último, la repercusión de esta sentencia de muerte es cuestionables tanto moral como políticamente. En la presente coyuntura internacional, la pena de muerte no se considera un castigo aceptable; el Tribunal Penal Internacional y otros tribunales penales, rechazan la opción de la pena de muerte. Casi todas las democracias políticas del mundo han abolido la pena de muerte, por ello imponerla en este caso, y en especial en la horca, sólo puede considerarse como una manifestación de un primitivo afán de venganza, un acto de venganza y no una expresión de justicia que desacredita todo el proceso.

En términos políticos, tal y como lo han demostrado las manifestaciones sectarias en todo Irak, el veredicto dictado por un tribunal iraquí que actúa bajo la autoridad de los ocupantes estadounidenses, intensifica la ya problemática situación existente en el país. Aviva las llamas del conflicto entre sunitas y chiítas, que tiene casi todas las características de una guerra civil y refuerza la impresión de una fuerza ocupante agresiva que impone su narrativa histórica a una sociedad aún muy dividida. Plantea además un dilema. Si se ejecuta la pena de muerte, se consolidará la imagen de Saddam Hussein como mártir sunita, y se reducirán las probabilidades de un arreglo entre los iraquíes como alternativa ante la guerra civil. Por otra parte, si no se ejecuta la sentencia, ello será prueba contundente de que este ha sido un proceso político, no legal, y lamentablemente, se estimularán las opiniones más cínicas sobre los esfuerzos para exigir que los líderes políticos asuman su responsabilidad por los delitos de estado. Asimismo, respaldará la afirmación de Saddam Hussein quien asegura que todavía es el líder del pueblo iraquí, un héroe en cautiverio.

En resumen, el resultado de este primer juicio contra el régimen de Saddam Hussein, debió haberse internacionalizado o, al menos, se debió haber esperado a que Irak volviese a la normalidad. Fue un error convertir este proceso penal en una herramienta para reivindicar la retórica del gobierno de Bush sobre los logros alcanzados en Irak por la invasión y la ocupación, aún cuando estuviese dirigido exclusivamente al público estadounidense. A estas alturas, ni los ingenuos estadounidenses escuchan cuando Washington anuncia que otro hito evidencia el progreso de la guerra. A medida que se acumulan los hitos, se acumulan también los cadáveres.

*Richard Falk es profesor de la cátedra Albert G. Milbank de Derecho y Práctica Internacional en la Universidad de Princeton. Dirección: Center of International Studies, Princeton University Princeton, NJ, 08544, USA, [email protected]. Es autor de Law in an emerging global village: A Post-Westphalian Perspective (1998) y Predatory Globalisation: A Critique (1999).    

Traducción: Cubadebate