«Cuando el Ejército iraquí controlaba Mosul, detenían a cualquier hombre por cualquier cosa, torturaban a la gente; si al cruzar un check-point habías olvidado encender la luz interior, te hacían bajar y te golpeaban, hasta nos insultaban al vernos pasar con el coche, delante de nuestras familias. ¿Por qué nos tienen que insultar delante de […]
«Cuando el Ejército iraquí controlaba Mosul, detenían a cualquier hombre por cualquier cosa, torturaban a la gente; si al cruzar un check-point habías olvidado encender la luz interior, te hacían bajar y te golpeaban, hasta nos insultaban al vernos pasar con el coche, delante de nuestras familias. ¿Por qué nos tienen que insultar delante de nuestras familias?»
Así explica Badr Ahmed, vecino de Mosul ahora refugiado en Kalak, en la frontera con el Kurdistán iraquí, cómo era vivir en la segunda urbe de Iraq antes de que llegase el Estado Islámico de Irak y Levante (ISIL). Y así explica el viejo – asmático y con un tembleque que anticipa párkinson a sus 36 años- cómo los yihadistas se han ganado a una población suní en Iraq, que no ha detenido su avance hasta las puertas de Bagdad: «Cuando llegó ISIL, todo terminó, no nos pasó nada, están ayudando a la gente».
La toma de Mosul por parte de los milicianos de ISIL ha supuesto un punto de inflexión en el creciente conflicto con tintes sectarios que venía viviendo Iraq desde que hace un año arrancasen las protestas en contra del Gobierno del primer ministro iraquí, el chií Nuri Maliki, revalidado una vez en el cargo con el beneplácito de Estados Unidos e Irán. La minoría suní, harta de las políticas discriminatorias de Bagdad tras la caída del régimen de Sadam Husein, se levantó, primero en pancartas, y ahora, en cierto sentido, en armas.
La gestión de Maliki explica, en buena parte, el éxito que ha tenido el avance yihadista desde la provincia de Anbar. Apoyados por grupos insurgentes como Ansar al Sunna o la original Al Qaeda en Iraq (AQI), radicados en el país desde la disolución del partido Baath y supuestamente neutralizados antes de la marcha de las tropas estadounidenses en 2011, los milicianos del ISIL se han servido también de las tribus suníes de la región, que han templado su carácter para ganarse a la población con ley y orden y caramelos.
Los testimonios que escapan de la ciudad prohibida de Mosul están a años luz de las imágenes de brutalidad y el sentimiento de indefensión y opresión que han dejado en Siria los mismos combatientes. Allí, en el polifacético frente rebelde, tuvo lugar una de las rupturas más sonadas de la esfera yihadista: tanto el Frente Nusra como ISIL decían combatir bajo la enseña de Al Qaeda, hasta que la dirección de la famosa ‘marca’ yihadista acabó desautorizando al líder de ISIL, Abu Baker al Bagdadi. No faltaban motivos: los vídeos de decapitaciones y crucifixiones públicas, la profanación y destrucción de templos cristianos, chiíes o sufíes, y la aplicación severa y arbitraria de la sharia, el código legal islámico, contribuyeron a dar una imagen de reinado de terror.
En Raqqa, la primera ciudad liberada en Siria, aquella que prometía ser el laboratorio de la revolución, la situación pintaba cualquier cosa salvo bien hace hoy un año, cuando aún ISIL no había ni mostrado la cara de forma oficial y se contentaba con dejar hacer a sus entonces acólitos del Frente Nusra.
Allí, una noche de junio, Rimmel Nawfal se bajaba los pantalones para mostrar las marcas que le habían dejado una docena de fustazos en los calabozos del autodenominado Consejo de la Sharia. Su crimen y el de su amigo Mohamed, que pasó dos noches en el calabozo, fue vender tazas para recaudar dinero para el mes de Ramadán; tazas con la bandera triestrellada que identifica a los seguidores del laico Ejército Libre Sirio (ELS).
«¿Así que si cualquiera dice cualquier cosa contra alguien es como en los tiempos de Bashar?» se indignaba hace un año Rimmel, que entonces contaba cómo iba aguantando a semejanza de su hermana Suad, «la de los pantalones», que decidió acabar el oscuro 2013 lanzando a la red un vídeo donde denunciaba los abusos de los radicales que la gobiernan sin su permiso y que ni siquiera le dejan llevar pantalones.
Vestir «de occidental» no se ajusta a las estrecheces mentales de los hombres de negro. «Soy musulmana, visto así, siempre he vestido así», reivindicaba la exmaestra en un café seguro en Raqqa, donde las rutinas cotidianas, como llevar prendas de colores, ya se habían convertido en desafíos a la autoridad.
Caridad y puño de hierro
Hoy, Abdelaziz Hassan comenta en el campo de refugiados de Kalak, a pocos kilómetros de Erbil, las bondades de la llegada de ISIL a Mosul. «Son buenos», dice, «nos han ayudado». ¿Cómo? «Reparten agua, hielo, han bajado los precios de la gasolina…», enumera mientras un camión de reparto de una ONG intenta hacer llegar, por primera vez en una semana a más de 40 grados, un bloque de hielo a cada tienda de campaña plantada en el semidesierto.
Ni siquiera se quejan los cristianos. En la villa cercana de Bartela, a 13 kilómetros de uno de los últimos puestos de control de los peshmerga kurdos a la entrada de Mosul, el párroco Behnam Lallo asegura que los vecinos, como siempre han hecho, siguen entrando en la ciudad para adquirir comida y otros productos de primera necesidad. «Gente que tiene tiendas en Bartela va a Mosul a comprar», revela; «sólo hay que obedecer las reglas de ISIL».
Esas normas, anunciadas con la publicación de la Carta de la Ciudad a través de una cuenta de Twitter ahora suspendida, las resume Aaron Y. Zelin, investigador del Instituto Washington de Política en Oriente Próximo: mutilación como pena por robo, obligación de rezar cinco veces al día, prohibición de drogas, alcohol y tabaco, ilegalización de cualquier bandera que no sea la de ISIL, destrucción de los templos «politeístas» (todos salvo los suníes) e imposición del código de recato «islámico» en la vestimenta de las mujeres.
Hace sólo unos meses, Omar, activista rebelde sirio, comentaba en un café de Arsal, localidad libanesa de mayoría suní hoy saturada de refugiados (la población siria allí duplica ya a los 35.000 habitantes locales), cómo los milicianos de ISIL se habían ido adueñando del frente de Qalamún, donde comparten guarida con el resto de brigadas alzadas contra Bashar Asad en las montañas de la frontera entre Líbano y Siria. «Solíamos sentarnos, fumar narguila y reírnos», ilustraba, «hasta llevábamos alguna botella de whisky; ahora si te ven, te convencen para que tires el cigarro, pero lo hacen con respeto».
Hasta ahora, ISIL era una milicia nutrida de muyahidines profesionales forjados en las guerras de Chechenia, Iraq o Afganistán. Los respaldaban su fanatismo, los fusiles soviéticos heredados de la Guerra Fría y la artillería comprada a base de petrodólares en talonarios firmados por donantes procedentes, sobre todo, de los países del Golfo, tal y como apunta Yezid Sayigh, experto en Siria del Carnegie Endowment for Peace.
Tres años después de iniciarse la guerra civil siria, el país les ha dado los primeros réditos tras la conquista de los campos de petróleo que rodean Deir Ezzor, mientras su entrada en la provincia de Ninive y la estampida de los soldados iraquíes les ha permitido hacerse con artillería pesada, rifles de precisión y los vehículos humvee que Estados Unidos dejó tras la invasión de 2003.
La milicia cuenta además con un proyecto definido (reinstaurar el califato) y una estrategia de penetración social similar a la llevada a cabo por los Hermanos Musulmanes o Hizbulá, en Líbano, que combinan caridad y adoctrinamiento. Y, sobre todo, ha descubierto la mercadotecnia, tanto para inspirar pavor entre los infieles, como para lavar su imagen entre los atemorizados vecinos o captar fondos a través de vídeos donde despliegan su poderío militar.
Fuente original: http://msur.es/2014/06/27/iraq-vivir-yihadistan/