Se acabó la luna de miel, si alguna hubo. Ya las tropas de su majestad la reina de Inglaterra no patrullan en apretado haz con los soldados del régimen local las calles y los suburbios de Basora, en el sur profundo de la vetusta Mesopotamia, donde Gran Bretaña retoma su fama de «pérfida Albión», si […]
Se acabó la luna de miel, si alguna hubo. Ya las tropas de su majestad la reina de Inglaterra no patrullan en apretado haz con los soldados del régimen local las calles y los suburbios de Basora, en el sur profundo de la vetusta Mesopotamia, donde Gran Bretaña retoma su fama de «pérfida Albión», si alguna vez no la tuvo…
Y subrayemos el si condicional -«si la hubo», «si no la tuvo»- porque, leyendo, escuchando, mirando los medios occidentales de prensa, a veces nos sentimos como incorporados a un mundo completamente ilusorio, paralelo al real. ¿Una prueba? El reflejo del incidente que involucró a un par de agentes británicos disfrazados de árabes, fuertemente armados para presumiblemente atentar contra civiles iraquíes, como lo enuncia un conocido articulista.
Las incongruencias saltan a la vista. Originalmente, las notas de las agencias noticiosas referían la intercepción policial de un automóvil cargado de armas y explosivos en el que viajaban dos agentes de inteligencia deseosos de pasar por árabes, dada la vestimenta; estos se resistieron, fueron reducidos y llevados a la cárcel local. No transcurrió mucho tiempo para que tanques de los invasores derribaran paredes y «liberaran» a sus dos compatriotas. La población del lugar respondió prendiendo fuego a dos blindados. Las fotos mostraron a un soldado escapando en llamas.
Luego, quizás ponderada la gravedad intrínseca de la situación, «donde dije Diego…» La ampliación del reporte resultó una notable tergiversación. «La versión original -se dice en el sitio web Rebelión- fue edulcorada por los medios, que la convirtieron en un confuso incidente en el que una turba había atacado a los tanques y en el que dos soldados británicos detenidos habían sido liberados por sus compatriotas para evitar que su vida corriera peligro«.
En este mundo tan «evanescente», a cualquiera le asiste el derecho de dudar, por supuesto. Sólo que resulta sintomático el que agencias, medios occidentales e iraquíes coincidieran al principio, y que los últimos se mantengan en sus trece. No hay que ser muy crédulo para convenir en que parecen cumplirse como una maldición las sospechas de que las fuerzas de ocupación estaban (están) implicadas en operaciones armadas contra civiles y lugares de culto. Algo en que analistas y observadores vienen insistiendo, hasta ahora sin evidencias relevantes.
Como fichas de dominó
Los sucesos se interrelacionan. Se agrupan y caen juntos en el morral del recelo. Dan que pensar mucho. Incluso, vislumbrar operaciones que, como alguien describió lapidariamente, tratan de sembrar la sedición y mantener el desorden; «esto daría (…) la justificación para quedarse en Iraq un período más prolongado».
Para la fuente recién citada, William Bowles, «vistos en el contexto de todas las informaciones que han estado circulando sobre el mítico Al Zarqawi y el supuesto papel de Al Qaeda», por ejemplo, «los eventos en Basora constituyen la primera evidencia real que tenemos del papel de las fuerzas de ocupación en la desestabilización de Iraq mediante el uso de agentes provocadores que se hacen pasar por insurgentes».
Conforme a Bowles, resulta irrecusable el hecho de que los Estados Unidos, Occidente, pretenden desprestigiar y dividir a la resistencia nacional; de ahí las crecientes historias sobre una guerra civil inminente y la ola de ataques ¿suicidas? Vocablo que situamos entre signos de interrogación porque no serían tales si resulta cierto lo que concluye el comentarista, tras reproducir palabras del imán de la mezquita Al Kazimeya, de Bagdad: «Al Zarqawi es simplemente una invención de los ocupantes para dividir a la gente». Al Kalesi ha aseverado que el socorrido personaje fue muerto a comienzos de la guerra en el norte kurdo y que «su familia en Jordania incluso realizó una ceremonia después de su muerte». Por cierto, muerte sobre la que imponía, hace un año, un informe de la propia Casa Blanca.
En el caso de Basora, ¿se trata de potenciar un enfrentamiento entre distintas comunidades religiosas, haciendo detonar bombas en lugares sagrados chiitas del Islam y culpar a los sunnitas, como asegura la policía? ¿La creación de condiciones para aplicar medidas excepcionales? ¿Hacer que los chiitas, mayoritarios en el sur, secunden las acciones emprendidas por las tropas extranjeras contra los pretendidamente iracundos sunnitas? ¿O se procura todo eso y la reactivación de los contenidos neocoloniales de la política exterior de Londres?
Mientras esperamos que el colega que plantea estas interrogantes las responda, apuntemos que, de ser así, el tiro ha salido por la culata, porque, a todas luces, la «dulce convivencia» entre ocupantes y lugareños se resquebraja a pasos agigantados. Chiitas y sunnitas se unen en el reclamo de salida del invasor. Se grita que la ola de atentados ha sido pergeñada por la CIA. Y la guerra se ha recrudecido en todo el territorio iraquí, al extremo que cobra inusitado relieve la observación de Nall Ferguson, profesor de Historia de la universidad de Harvard:
«Las fuerzas de la coalición son, sencillamente, demasiado escasas para imponer el orden. En 1920, cuando las fuerzas británicas sofocaron una importante rebelión en Iraq, sus efectivos se cifraban en 135 mil soldados. Casualmente, la cifra se acerca a la del personal militar norteamericano actualmente en Iraq. El problema es que, si la población de Iraq sobrepasaba ligeramente los tres millones de habitantes en 1920, ahora se sitúa en los 24 millones. Por tanto, si en aquel entonces la proporción de iraquíes/fuerzas extranjeras era como máximo de 23 a 1, ahora es aproximadamente de 174 a 1. Para alcanzar la proporción de 23 a 1, en la actualidad se precisaría tener en Iraq a un millón de soldados. De modo que los refuerzos a esta escala son hoy día -no hace falta decirlo- impensables.»
Impensables, sí, porque según recientes encuestas, más de la mitad de los estadounidenses prefieren que las legiones de su país abandones Iraq lo más pronto posible, y no desean que se mantengan hasta lograr una «democracia estable». Un tercio de los entrevistados quiere el retiro inmediato, y más de la mitad considera que la guerra ha resultado más difícil de lo previsto. Casi dos tercios señalan que esa conflagración ha perjudicado a sus comunidades…
¡Y de qué modo! Recordemos cifras expuestas a la opinión publica por el Instituto para Estudios Políticos y el grupo Foreign Policy in Focus, en un informe no en balde titulado El lodazal iraquí, el cual sitúa el costo mensual del conflicto en cinco mil 600 millones de dólares, casi 186 millones al día. «En comparación, el costo medio de las operaciones estadounidenses en Vietnam durante la guerra de ocho años fue de cinco mil 100 millones al mes».
De acuerdo con el conocido historiador Immanuel Wallerstein, para que los Estados Unidos ganen la guerra se requerirían tres cosas: derrotar la resistencia, establecer un gobierno estable y «amigable» en Iraq y mantener el respaldo interno a la invasión. Esto último ya se erige en utopía inasible. De lo segundo, ni hablar: las pugnas políticas entre facciones sunnitas, chiitas y kurdas son algunos de los elementos que frenan la estabilidad de un gabinete.
Y lo primero, la derrota de la resistencia, no se columbra en el tiempo. En palabras del analista Abel Samir, «Iraq se ha convertido en un pantano. Muy fácil de meterse en él cuando se cuenta con una formidable fuerza militar, pero muy difícil de salir; sobre todo, de salir airoso y con prestigio internacional. Las fuerzas yanquis circulan de un lado a otro en convoyes que son atacados cuando menos se espera. Esa es, para los soldados yanquis, una guerra de pesadilla. Hay que defenderse de un enemigo invisible dispuesto a entregar sus vidas con el único objetivo de producir el mayor daño posible…»
¿Cómo luchar contra quienes consideran se tornarán santos si logran dominar el instinto de conservación y estallar en innúmeros pedazos junto al enemigo?, deben de repetirse los legionarios, que se resisten a marchar al frente, incorporarse al ejército, situando a Bush en una posición imposible, al juzgar de Wallerstein: Le gustaría retirarse en forma digna, dando alguna apariencia de victoria. Pero si intenta hacer esto, afrontará en casa enojo y decepción enormes en el partido de la guerra. Si no lo hace, afrontará el feroz enojo de quienes exigen la retirada. «Al final, no podrá satisfacer a ninguno, perderá presencia precipitadamente y la gente lo recordará con ignominia.»
Ignominia que, al parecer, no lograrán conjurar las artimañas con que John Bull y el Tío Sam -el imperio británico y el norteamericano-, con sus adláteres, intentan dividir al pueblo iraquí. No pecó precisamente de ciego el príncipe Al Faisal, canciller de Arabia Saudita, al advertir a la administración gringa de que la situación en Iraq «pudiera arrastrar a otros países de la región al conflicto». Sí, porque Iraq «está a punto de romperse». Como un dique, ¿no?