La huelga del 14 de noviembre supone en la historia social reciente del Estado español y de Europa una novedad fundamental. En primer lugar, se trata de una huelga social y política, mucho más que laboral y económica, pero se trata también de una huelga, tal vez la primera en las últimas décadas, que empieza […]
La huelga del 14 de noviembre supone en la historia social reciente del Estado español y de Europa una novedad fundamental. En primer lugar, se trata de una huelga social y política, mucho más que laboral y económica, pero se trata también de una huelga, tal vez la primera en las últimas décadas, que empieza a cobrar una dimensión europea. La naturaleza de la movilización, pero también su extensión geográfica, desplazan radicalmente el marco clásico de la huelga, tradicionalmente dirigida contra las empresas capitalistas y contenidas en el territorio de los Estados, de modo que puede uno preguntarse si no estamos ya ante otro tipo de fenómeno, que sólo por no disponser de otro término, seguimos llamando «huelga».
En la última entrada de su excelente blog La revuelta de las neuronas, Jorge Moruno insiste en el carácter político de esta huelga. Se apoya en una reflexión del Roto, que integraba en una de sus últimas viñetas este diálogo: «-Vuestra huelga es política. -Sí, pero vuestra política es negocio.» La huelga es política porque la política representativa de gobiernos y parlamentos de los capitalismos democráticos ha devenido en puro y simple negocio. Esto no es anecdótico, pues supone que la separación liberal fundamental entre política y economía, o política y sociedad civil propia de la dominación liberal se ha desvanecido, haciendo verdad el dictamen de Gramsci según el cual «la verdad efectiva del Estado reside en la sociedad civil». El liberalismo, hoy como en tiempos de Antonio Gramsci, es una política de Estado, una política de hegemonía de clase que instituye una divisoria entre el ámbito político de la decisión soberana y el ámbito «natural» de la economía. Pues bien, esa divisoria, simplemente ha caido. La política es economía y la economía es política. Esto hace que los viejos aparatos soberanos y representativos cambien radicalmente de función. Los aparatos disciplinarios de Estado que antes producían mediante la cárcel, la escuela, el ejército, la fábrica y otros dispositivos de encierro, sujetos normalizados, aptos para entrar en el espacio «natural» del mercado han perdido hoy su lugar central. Hoy, en esta sociedad donde el gesto que fabrica las condiciones del mercado, las mantiene y las reproduce no es un gesto del Estado sino el efecto de un mecanismo de la propia economía que asimila y a la vez genera nuestras formas de vida, el Estado ha perdido su autonomía. El Estado es una entidad privada y su derecho público es puro derecho privado. Este Estado endeudado, gestor de los intereses de sus acredores y de la deuda pública y privada del capital financiero del que es representante y agente, no puede ya ni siquiera darse la apariencia de una entidad pública que gobierna mediante la ley y con vistas al interés general. El Estado en la Europa actual es mero agente del capital financiero, cruel «cobrador de alcabala». De ahí que todo enfrentmiento contra el capital implique directamente al Estado y que sólo haya ya huelgas políticas.
El propio espacio de la empresa como lugar de la organización de la producción y gobierno del trabajo está profundamente trastocado por el hecho de que la producción no tenga hoy tiempos ni lugares precisos. Hoy la fábrica, el taller o la oficina son cada vez menos los centros principales de producción de valor. Incluso la relación jurídica salarial sólo cubre una parte ya minoritaria y menguante de las relaciones de producción efectivas. Gran parte del trabajo es hoy trabajo precario y difuso, trabajo temporal e intermitente, trabajo cognitivo y afectivo, trabajo que ya no relaciona a un trabajador con un patrón sino a toda singularidad humana con una multitud indefinida de otras singularidades que, de múltiples maneras, colaboran con él en la producción social, no sólo de las mercancías, sino de la propia sociedad. El trabajo, como tanto han recordado Antonio Negri y Michael Hardt en los últimos años, rodeados del sarcasmo de los nostálgicos de la vieja clase obrera, ocupa hoy todo el espacio de la vida, es producción biopolítica. Producción de la vida como orden político. El trabajo produce formas de vida en las que se integran producciones materiales y simbólicas o, mejor dicho producciones materiales que son siempre simbólicas y producciones simbólicas que siempre son materiales.
La «huelga» del 14N se ha producido esencialmente en ese plano biopolítico donde la distinción entre política y economía ha dejado de ser pertinente. De ahí que, para medir su éxito, sea insuficiente recurrir al consumo de energía. Este sólo mide la actividad en la industria, pero no nos dice gran cosa sobre la producción de los 6 millones de parados, de las amas y amos de casa, de los ancianos, de los trabajadores intermitentes, de los trabajadores cognitivos, de los estudiants y demás jóvenes sin futuro etc. Para muchos de ellos, la actividad no disminuye, sino que aumenta, en un día de «huelga», pues muchos de ellos se informan, discuten, viven más, construyen socialmente la huelga como acontecimiento mediante multitud de gestos en multitud de espacios. La huelga industrial del 14N fue importante, pero si el 14N fue un éxito no fue solo porque pararan las fábricas o los polígonos industriales, sino porque una ingente multitud orientó su actividad a luchar contra la reproducción del orden existente y a construir la resistencia y la respuesta a la agresión del capital. De ahí, el enorme éxito de las manifestaciones que han tenido lugar hasta en rincones del país poco acostumbrados a grandes movilizaciones como Ponferrada o Don Benito y un sinnúmero de otras localidades que el ciudadano medio de las grandes ciudades apenas sabe situar en el mapa, pero que forman parte -una parte esencial- del tejido metropolitano, de las redes de cooperación biopolíticas que hoy hegemonizan lo que queda de las otras formas de producción. La lucha -y la producción- de los mineros asturianos o la de los campesinos del SAT es hoy plenamente metropolitana gestionada y se organiza a través de redes flexibles y abiertas.
Otro elemento que trastoca el marco habitual de la huelga es que esta adquiera una dimensión europea. El 14N fue un acontecimiento centrado en la Europa del Sur, la más afectada por el pillaje de la deuda, pero ese Sur está desbordando hacia el norte. En Bélgica, donde vivo, se paralizaron los trenes y los autobuses de Valonia, hubo manifestaciones importantes en Bruselas y otras ciudades y se multiplicaron los gestos y actos de solidaridad hacia la lucha de los pueblos del Sur del continente. No se puede negar ya que, igual que la producción metropolitana desborda las actuales metrópolis implicando los espacios de lo que denomina Jónatham Moriche la «ruralidad», también supera las fronteras de los Estados, pues los mercados y la cooperación ignoran las fronteras y los trabajadores de todos los tipos colaboran en el espacio europeo ignorando sus divisiones territoriales. Por ello mismo luchan juntos contra una misma dominación de clase y unas políticas de explotación que no se limitan a ningún Estado concreto.
La lucha contra la austeridad sólo tiene sentido si es una lucha contra la deuda ilegítima, la deuda contraida por nuestros gobiernos para defender no ya el interés común sino intereses privados como los de la banca y el capital financiero. En varias ciudades los piquetes de huelga, compuestos por sindicalistas, pero en muchos casos también por jóvenes y estudiantes y otras personas integradas en el movimiento 15M, se reconvirtieron en piquetes antidesahucios y piquetes de propaganda contra los bancos y el poder de la finanza. De este modo, la huelga supera con mucho una mera suspensión de la actividad laboral y se convierte en pacífica insurrección ciudadana contra el capital financiero y sus agentes políticos. (Cuando esto no ocurre y la huelga permanece en un ámbito económico que ya no existe como tal está condenada al fracaso. Como dijo Sarkozy a los sindicatos franceses: «a mí no me importa que hagáis huelgas, porque nadie las nota».) La huelga es huelga política porque es inseparablemente huelga económica, porque se sitúa, más allá de las ilusiones de la legitimidad y la representación, en el plano real de la dominación y de la lucha de clases. La multitud hace así de la clase obrera y de todos los demás trabajadores un proletariado en lucha contra los expropiadores y reivindica el libre acceso a los comunes que ella misma produce: salud, enseñanza, vivienda, alimentación, cultura, ocio, etc. La multitud y no la clase obrera es el sujeto proletario inasimilable por el sistema, aquél cuya hegemonía determina el éxito de las movilizaciones.
La respuesta del Estado ante la huelga ha sido la habitual. Primero intentar ignorarla en las declaraciones públicas, luego intentar machacarla mediante la intervención paramilitar de una mal llamada «fuerza pública». La policía actuó con la habitual arbitrariedad y brutalidad deteniendo e hiriendo a centenares de personas. No sirvió de nada las últimas veces, tampoco el 14N les sirvió de nada. A pesar de las intimidaciones, la huelga fue un éxito de grandes dimensiones. La violencia del poder en este caso es la violencia desesperada de un Estado que intenta mostrar que es soberano, que quiere hacernos creer que aún puede imponer el orden amenanzando incluso de muerte a los súbditos a través de ese «grupo de hombres armados» en que, según Lenin, se resume el núcleo duro del Estado a la hora de la verdad. Sin embargo, estos son meros aspavientos, mera escenificación melancólica de un poder que no existe y que, en realidad, tal vez no haya existido nunca. La violencia policial se ha vuelto ridícula y objeto más de desprecio que de miedo para la gente. Las cargas son hoy como el túnel de la bruja de las ferias, igual de patéticas. La diferencia es que la bruja del túnel es particularmente bestia y se toma demasiado en serio su papel. Hasta que se harte de ese trabajo de mierda o alguien le quite la puñetera escoba.