Por lo general, en la vida diaria y las ciencias sociales, las metáforas cumplen la función de ayudar a explicar algo a través de la figuración. Sin embargo, en economía, suelen cumplir una función más bien contraria: lejos de explicar sirven para complicar, antes que ayudar a entender algo, son usadas para obscurecerlo cuando no […]
Por lo general, en la vida diaria y las ciencias sociales, las metáforas cumplen la función de ayudar a explicar algo a través de la figuración. Sin embargo, en economía, suelen cumplir una función más bien contraria: lejos de explicar sirven para complicar, antes que ayudar a entender algo, son usadas para obscurecerlo cuando no directamente para encubrirlo.
En los años 80 y 90 la metáfora favorita de los neoliberales fue: «ajustar la economía». Fue la fórmula que encontraron para hacer potable la conflictiva tarea de despedir trabajadores, rebajar sueldos, eliminar beneficios laborales, subir precios, privatizar servicios, etc., explícita en todos las «recetas de medidas» (otra metáfora) del FMI. Y es que no resultaba igual decir que botar trabajadores era bueno para la economía, cuando se podía decir que lo que se estaba era «ajustando».
Es exactamente lo mismo que pasa hoy día en Europa con el término «austeridad». No se trata, por caso, que los gobiernos por designio de la troika estén aumentando la edad de jubilación para que los trabajadores se mueran antes de recibir el beneficio. Dicho así, suena muy feo. Se trata más de ser «austeros» con los recursos públicos (o sea: no malgastarlos en viejos improductivos), así esto suponga negarle a los ciudadanos y las ciudadanas de la tercera edad sus jubilaciones posponiéndolas indefinidamente.
Y esto es justo lo que ha estado pasando en Venezuela al menos desde 2012 con la expresión «sincerar la economía». Y es que, dado el mal recuerdo que en el imaginario venezolano dejaron los ajustes fondomonetaristas, los economistas del mainstream encontraron en el vocablo «sincerar» una expresión políticamente competitiva y mediáticamente potable para vendernos lo mismo que nos vendieron en el 89 y en el 96 con tan desastrosos resultados, pero presentado como novedad y hasta como perentoria necesidad.
¿Cómo fue posible esto? En principio, tras la puesta en marcha una muy bien orquestada campaña dirigida a convencer a propios y extraños de la urgencia impostergable de «sincerar» la economía. Y en paralelo, una serie muy bien diseñada de ataques especulativos que tuvieron -y tienen- como propósito, crear las condiciones objetivo-materiales sobre las cuales la especulación ideológico comunicacional, fue montada y aplicada. La debilidad institucional y ambigüedad de la política económica harían el resto. El resultado: una gigantesca corrida especulativa que ha «ajustado» la economía por la vía de hecho y del desacato hasta llevar las cosas al nivel que tenemos hoy.
Veamos:
En 2012, el tipo de cambio usado para prácticamente la totalidad de las importaciones estaba fijado en 4,30 bolívares por dólar. Hoy día, cuatro años después, si tomamos como referencia el DIPRO (tipo de cambio protegido), destinado a la mayoría de las importaciones sobre todo las esenciales (alimentos y medicinas), su valor está en Bs. 10 por dólar. Es decir, el tipo de cambio se ha devaluado en el principal de sus tramos oficiales un 130%.
Pero si tomamos en cuenta el DICOM (tipo de cambio complementario), cuyo valor actual es de Bs. 660 por dólar, eso nos deja una devaluación mucho más elevada. Y si nos vamos al paralelo (que pese a ser ilegal, resulta el favorito de los comerciantes y los expertos económicos a la hora de determinar el tipo de cambio «real» así como para marcar los precios relativos internos) lo tenemos redondeándolo a Bs. 2.500 por dólar (al momento que se escribe esta nota, pues sube diariamente), eso quiere decir que los comerciantes especuladores han operado una devaluación por la vía de facto de más de 46 mil por ciento.
En cuanto al tema de los precios la cuenta es aún más escalofriante. Según el seguimiento de precios que realizamos desde el Centro de Estudios de Economía Política de la Universidad Bolivariana de Venezuela, dentro de los 12 productos regulados (cuyo precio es fijado por el Estado) en la Canasta Básica Alimentaria (CBA), el promedio de ajuste autorizado por la SUNDDE (Superintendencia Nacional para la Defensa de los Derechos Socioeconómicos) ha sido de 1.504%, entre 2012 y lo que va de 2016. Sin embargo, cuando se toman en cuenta los precios observados en anaqueles (precios no oficiales ajustados ilegalmente por los productores y comerciantes vía desacato), la variación asciende a 17 mil % en el mismo lapso.
El ajuste especulativo para los restantes 8 productos que forman la CBA y que no están regulados por el gobierno (es decir, se rigen por la «ley» de oferta y demanda), gira en torno al 11 mil %, lo que hace un promedio aproximado de ajuste de la CBA de 14 mil % entre 2012 y 2016. Destaca el caso de la mortadela, un producto cuyo precio no está regulado: antes, una cenicienta de la mesa y ahora toda una princesa gracias a la magia de los especuladores, el kilo hoy vale 27 mil % más que en 2012.
El venezolano reciente quedará para la historia como el caso -tal vez único- donde los sectores económicos dominantes de la economía aplicaron un ajuste encubierto como «sinceramiento» sin el consentimiento del Estado sino por la vía del hecho. Lo interesante, sin embargo, no es tan solo esto, sino que se hizo atentando contra una economía que a fines de 2012 y principios de 2013 -es decir, entre el momento del último triunfo electoral de Hugo Chávez contra la propuesta neoliberal de Capriles Radonski, el de su posterior muerte y ascenso a la presidencia de Nicolás Maduro (derrotando por la misma vía electoral al mismo candidato de la derecha neoliberal)- mostraba uno de los mejores desempeños del mundo.
Veamos:
A finales de 2012, la tasa de crecimiento de la economía mundial fue de 2,4%.
Aproximadamente, un punto menos que en 2011 y casi el doble menos que en el 2010, cifra que sin embargo resulta mentirosa, pues estaba jaloneada por el 7,7% de China. Alemania, la llamada locomotora europea, solo «creció» 0,4% durante 2012, mientras que los EE.UU. ascendieron 2,2%. En promedio, los países llamados «desarrollados» no crecieron, o lo hicieron en torno al 1%.
En medio de este contexto, Venezuela alcanzó una tasa de crecimiento del PIB de 5,6%. Como se puede ver, más del doble del promedio mundial. Y varias veces más que el de los países «desarrollados» con modelos «exitosos». Pero además, al contrario también de la tendencia de estos países, se trató de su segundo año consecutivo de crecimiento, siendo que en 2011 alcanzó una tasa de 4,1. Luego de la caída generalizada de toda la economía mundial, entre 2008 y 2009, el nuestro era uno de los poquísimos países que podía presumir de eso. El PIB per cápita resultó para este año 2012, 3,2 veces más grande que el de una década atrás.
Al mismo tiempo, el desempleo, la informalidad y la pobreza, exhibían niveles mínimos históricos. E inclusive, en materia de precios, la política económica podía alardear de sus logros. La variación interanual del índice nacional de precios al consumidor (INPC), se ubicó en 20,1% al cierre de 2012: una disminución de 7,5 puntos porcentuales con respecto al año anterior.
A este respecto, comparado con la de los gobiernos anteriores, de la política antiinflacionaria del chavismo podía decirse que resultaba todo un éxito. Pues si bien era verdad que la inflación promediaba los dos dígitos (22% interanual), resultaba 37 puntos menos que la alcanzada por el gobierno inmediato anterior (59%). Y 30 menos que el promedio interanual de los dos gobiernos anteriores juntos. Y valga decir que se hizo con controles de precios y cambio.
De hecho, en menos de una década, la política económica de Venezuela ya contaba con varias marcas mundiales. Una de las cuales -la de la lucha contra el hambre- le valió que la ONU diera a su programa para la erradicación de este flagelo el nombre -que aún lleva-del Presidente Hugo Chávez
¿Cómo se hizo esto? A través de una combinación heterodoxa de medidas con la virtud de ir a contramano de la tendencia mundial, particularmente en un aspecto: mientras todos recomendaban que había que crecer económicamente y generar riqueza para luego repartirla -la célebre » teoría del derrame» – Chávez se planteó lo inverso: primero había que repartir mejor la riqueza para solo así garantizar crecer.
De tal suerte, el proceso de inclusión masiva de la población al ejercicio efectivo de sus derechos socio-económicos (traducido en el acceso a la educación, la salud y la seguridad social, y por esa vía, a la tenencia de empleos y, por tanto, de adquisición y/o mejora del poder adquisitivo), de ser una práctica o meta de justicia social, terminó transformando estructuralmente a esta economía en al menos uno de sus aspectos: el de la superación parcial de la restricción interna causada por la existencia de mercados «pequeños», condición que no derivaba de un hecho demográfico (tener una población pequeña) sino de economía política: la exclusión social, la existencia de altas tasas de empleo precario y de desigual distribución del ingreso.
Y conste que contrario a lo que dice el mito esto no fue posible solo porque Chávez tuvo el petróleo a 100 dólares el barril. Pues, si bien es verdad que la tendencia del precio del barril petrolero en tiempos de Hugo Chávez fue al alza (exceptuando el intervalo de 2008-2009, como consecuencia del crack financiero internacional en dichos años), no lo es, sin embargo, que durante dicho período el barril haya estado siempre -ni siquiera mayormente- por encima de los 100 dólares. De hecho, el barril por encima de los 100 dólares en promedio anual es un fenómeno más bien excepcional, que ocupó la última etapa del último gobierno del Presidente Chávez, esto es, entre 2010 y 2012, siendo que el promedio del período completo (1999-2012) es la mitad: 55 dólares.
Según las cifras oficiales, las políticas de redistribución del ingreso, inclusión social, ampliación de la seguridad social y defensa del derecho al trabajo, el salario digno y los precios justos, supuso que la razón entre el porcentaje de ingresos del 20% más rico y el 20% más pobre que era de 13 veces en 1998, se ubicará en 7,3 veces al cierre de 2014, siendo por tanto que la brecha de ingresos se redujo 5,7 veces en dicho lapso de tiempo. El desempleo pasó de 10,6% a 5,5% en el mismo período. Los ocupados en el sector formal pasaron a representar el 60% de la masa trabajadora, cuando antes representaban menos del 50%. Los beneficiarios de la seguridad social prácticamente se quintuplicaron, sin contar madres en condiciones especiales, discapacitados y otras categorías vulnerables que también pasaron a ser objeto de protección social por parte del Estado. Por esta vía, la pobreza se redujo del 44% -según línea de ingresos- a 19% en 2014, mientras la extrema pasó de 17% a 6%. Esto trajo como consecuencia que el consumo por hogar se duplicara. Entre 1999 y el 2013, la demanda global creció 118%.
Informes no oficiales de carácter privado también reconocen esta transformación. Destaca el caso de los generados por CANIA, una fundación perteneciente al grupo POLAR para la atención en materia de desnutrición.
Todo esto contrasta con la información estadística que sobre la IV República se dispone. Y es que durante la última mitad del siglo XX venezolano -que es el «mejor» período de la «Cuarta»- en promedio, menos de la tercera parte de la población era perceptora de ingresos fijos: en rigor, sólo la cuarta parte aparece percibiendo ingresos, lo que significa que el 75% restante de los venezolanos dependía de aquel 25%. Sin embargo, incluso dentro de esta reducida proporción de perceptores de ingresos, resaltaban notables disparidades. Así, el 45% de los perceptores recibían el 9% del ingreso, mientras que el 49% se concentraba en el 12% de los receptores. Y el 88% del total de perceptores recibían la mitad del ingreso total, mientras que sólo 250.000 perceptores, el 12%, concentraban la otra mitad.
Esto es lo que explica las cifras de desnutrición, desempleo, informalidad y pobreza de finales de las dos últimas décadas del siglo XX, cuando a las distorsiones propias de nuestra estructura socioeconómica se sumó el impacto de las medidas neoliberales más los de la decadencia política bajo la cual colapso la República fundada en 1830.
En en una entrevista reciente, el embajador venezolano Roy Chaderton comentaba que la nostalgia actual de la gente no es por la «Cuarta», que la normalidad que añora no es la de esa República bananera. La normalidad que la mayoría de la gente desea y reclama, la nostalgia que siente hoy día, es por el bienestar alcanzado en los mejores momentos la década ganada que comenzó en 1999.
Por esta normalidad – anormal dentro de un mundo precarizado – fue que la gran mayoría de los venezolanos y las venezolanas votamos por Chávez en 2012 y no por la propuesta neoliberal y restauradora del candidato de la derecha. Lo que evidencia que era esa la apuesta colectiva mayoritaria, en el sentido de querer que el futuro profundizara en esa dirección. Solo que los neoliberales y restauradores tenían otros planes. Y decidieron que lo que no pudieron impulsar por la vía del derecho (electoralmente), podían imponerlo por la vía del hecho o de facto. Había que «sincerar» las cosas: volverlas a la «normalidad» de la exclusión y la precariedad. Esto último es exactamente la guerra económica: la agenda neoliberal por otros medios, por la vía de torcerle el brazo a la mayoría, de castigarla por no someterse a la pauta de los poderes hegemónicos.
Claro que nada de esto se logró sin dejar de suponer tensiones o efectos secundarios. Y uno fue el de las tensiones generadas en el frente externo, tanto al utilizar el tipo de cambio como ancla para evitar el contagio de la crisis global de 2008, como por efecto de la caída de las reservas internacionales en divisas. Caída generada en primer lugar por la virtual paralización del comercio mundial, pero también por la aplicación salvaje de precios de transferencia por parte de las multinacionales importadoras. Solo más tarde vendría la violenta caída de los precios petroleros. La fuga de capitales privados más la corrupción en las instancias de «control», harían el resto.
Es toda una discusión, años después, si tales tensiones o efectos secundarios se podían haber evitado. Es un largo debate, pero en el fondo lo que parece cierto es que, como pasa en la medicina, los riesgos de esta «terapia» alternativa resultaban preferibles a los males evidentes de las recetas convencionales. Quizás se pudieron haber suavizado con medidas complementarias o alternativas, y de hecho, hubiera sido mejor que así se hiciera, dado que la persistencia de esos efectos secundarios podía terminar minando el objetivo principal de mantener el nivel de actividad, empleo y bienestar, o como vemos hoy, ser manipulados para desandar lo andado. Una medida complementaria que se pudo haber tomado, por ejemplo, era promover el ahorro en moneda nacional y no en divisas -como optaron hacerlo PDVSA y el BCV- lo cual puso más tensión en el frente externo. Y alguna vez quedará claro para las mayorías nacionales que el problema real del control cambiario, paradójicamente, no fue su rigidez sino su laxitud y no adaptación a los métodos de desfalco siempre innovadores del capital especulativo parasitario.
Como quiera que sea, lo cierto es que hoy a fines de 2016 y en vísperas de 2017, cuando la Revolución Bolivariana no atraviesa su mejor momento y acusa severamente los golpes de la guerra económica y del «sinceramiento» de los sectores económicos dominantes, la doble pregunta que todo el mundo se hace es hasta dónde resistirá, y aún más, si logrará salir del torbellino actual. Es difícil saberlo. El optimismo de la militancia espera que sí. Pero la objetividad de la teoría nos hace ser más cautelosos, en especial si se considera que las tendencias retrógradas parecen proliferar por todo el continente. Ahora bien, incluso esto último no es definitivo, pues también es cierto que en 1999, cuando Chávez llegó, y durante muchos años, tuvo que nadar solo a contracorriente cuando el neoliberalismo era arrogantemente más dominante. Marx dijo en alguna parte que los hombres, y por tanto los pueblos, no eligen las condiciones en las cuales les toca hacer la historia. Pero tal vez se le olvidó decir que sí pueden en cambio elegir qué hacer con ellas: si aceptarlas como una fatalidad o intentar cambiarlas. El pueblo venezolano y el chavismo ya han demostrado estar hechos para esto. Derrotaron un golpe de Estado consumado cuando nadie daba nada por ellos, un sabotaje petrolero que hundió la economía en -27 puntos durante el primer trimestre de 2003 y cuatro años de una extenuante guerra económica. El 2017 será definitivo, y por más bemoles que haya en el camino, tiene muchas herramientas y opciones a su favor. 2017 debe ser el año de vencer la guerra económica o no será. Amanecerá y veremos.
* Luis Salas Rodríguez es sociólogo y Director del Centro de Estudios de Economía Política de la Universidad Bolivariana de Venezuela.
*Artículo publicado en Correo del Alba No. 59, noviembre-diciembre de 2016. www.correodelalba.com
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