Hay cierta unanimidad en los círculos académicos acerca de la «sorpresa» de lo sucedido el 27 de febrero de 1989. Alegan para ello que la sociedad venezolana era un espacio de armonía, que no existían diferencias sociales, que el conflicto era reducido. Ante esta versión, que cobra fuerza con mayor amplitud en la actualidad es […]
Hay cierta unanimidad en los círculos académicos acerca de la «sorpresa» de lo sucedido el 27 de febrero de 1989. Alegan para ello que la sociedad venezolana era un espacio de armonía, que no existían diferencias sociales, que el conflicto era reducido. Ante esta versión, que cobra fuerza con mayor amplitud en la actualidad es que escribo este análisis.
Debo comenzar diciendo, que esa visión se corresponde con lo que se ha dado en llamar «la ilusión de armonía». ¿Cómo entenderla? Hay que asumirla como una enajenación, una alteración del mundo real visto bajo el enfoque cientificista, que intenta justificar la estabilidad y ataca la alteración del «orden», pues en su lógica de sometimiento, el conflicto es una muestra del carácter prepolítico de los colectivos. Subyace en sus afirmaciones que el conflicto social cuando se manifiesta en los colectivos – tradicionalmente excluidos- no es un derecho, sino una manifestación retrógrada de la propia miseria. Es decir, en la lógica de dominación de ciertos científicos sociales, el derecho a la protesta, la exigencia de requerimientos por los colectivos sociales no tiene ninguna justificación sino aquella que lo ve como una concreción de su carácter «atrasado» y barbárico. Nada más alejado de la realidad.
Las manifestaciones de conflicto son el resultado de la conjugación de efectos sociales, psicológicos y económico-políticos. Sociales, pues los mecanismos de control ejercidos por diversos medios (valores, medios de comunicación, Iglesia, Familia, escuela) pueden hacer crisis ante la manifiesta incapacidad, en una coyuntura concreta, de estos factores para controlar la manifestación misma del conflicto. Psicológicos, pues esa crisis social viene acompañada de lo que se denomina crisis de expectativas, que no es más que la percepción de imposibilidad de mejorar la situación social – individual o grupal- en un futuro cercano. Económico-político, pues estos dos campos culturales son planos donde se concreta la interacción Estado- organizaciones sociales- grupos poblacionales.
En el caso de Venezuela, cuando se afirma que el 27 de febrero fue una sorpresa, no se hace sino adherirse a una matriz de interpretación que tergiversa la realidad. Para un acucioso investigador, se veía venir la crisis de expectativas. Desde la 1era expresión de la crisis económica-política el viernes negro (18 de febrero de 1982), se dibujaba la incapacidad del sistema rentístico venezolano de seguir destinando enormes sumas en gasto social a la población, al mismo tiempo que se despilfarraban enormes sumas para corrupción y clientelismo. La selección de las clases políticas tradicionales, los grupos económicos, los sectores corporativos (gremios, fuerza armada, iglesia, entre otros) entre invertir para la gente o invertir para ellos mismos, fue muy fácil: se prefirieron a sí mismos. El resultado, la inversión social como factor de contención del conflicto social, de los problemas no resueltos se hizo inviable y con ello se fue acumulando el resentimiento cultural de los excluidos, la segregación y exclusión económica y educativa, acompañada de un deterioro de las condiciones de vida.
Se creaba así el espacio para la manifestación de la confrontación, como una expresión histórica concreta del carácter antidemocrático del capital y de los intereses socio-político de los grupos hegemónicos. Los colectivos excluidos eran asumidos como sujetos fácilmente controlables mediante los aparatos culturales de alienación (medios, iglesia, familia, sistema educativo). Sin embargo, progresivamente las contradicciones sociales fueron emergiendo en forma de conflictos sociales expresados mediante protestas por mejoras en salud, educación, ciencia, vialidad, vivienda. Entre octubre de 1983 y septiembre de 1988, según datos del Centro de estudios para el Desarrollo (CENDES) UCV, se produjo un total de 1101 protestas de calles, con motivaciones sociales, económicas, culturales, políticas y acompañadas con represiones y ataques por parte de los aparatos de seguridad del estado.
He ahí una manifestación del conflicto, como consecuencia de la exclusión que no quiso ser visto por la elite política, repartida entre los partidos históricos (AD, COPEI y URD) en el período 1982-1989. Por el contrario, luego del Viernes Negro, se insistió en la concertación entre elites, manteniendo la exclusión de los colectivos que exigían – cada vez más- mejoras en sus condiciones de vida. Debe recordarse, que la ceguera de esta élite fue tal, que el lema de campaña de Jaime Lusinchi – candidato de AD para las elecciones de 1983- fue el «pacto social», como una forma de relanzar el agotado Pacto de Nueva York y de Punto Fijo, firmados entre 1958-1959, y que habían sido clave para la estabilidad del sistema político venezolano. Por lo tanto, los grupos políticos, los actores económicos, las corporaciones y sindicatos, se alinearon para tomar la decisión de excluir a los colectivos sociales del sistema de apropiación de los excedentes petroleros. Para que lo veamos mejor, lo pondré en cifras el proceso de exclusión.
El Gasto Público creció muy poco entre 1984 y 1988. En 1984, el gasto público – del cual depende la inversión social del Estado en Educación, salud, entre otros- fue de 74.850 millones de Bs. Para 1988, fue de 76.875 millones. Es decir, en cuatro (4) años el crecimiento – en bolívares- fue apenas de un poco más de 2.000 millones, cifra insignificante si consideramos las exigencias y el crecimiento natural- demográfico de la población. El Gasto Público como porcentaje del Producto Interno Bruto (PIB) fue en 1988 de 21,5% y en 1989 de 21,2%. El Gasto Social real, fue en 1988 de 7,3% y en 1989 6,9%. El gasto en educación, fue de 12.005 millones en 1988 y 10.635 millones en 1989. El gasto en salud, fue de 5599 millones en 1988 y 4311 millones en 1989. En vivienda, otra área prioritaria para la población, el gasto invertido por el Estado fue de 4191 millones en 1988 y al año siguiente, solo 2478 millones. Sí se suma este escenario se entenderá la animosidad existente en la mentalidad del venezolano para el momento de la celebración de elecciones en diciembre de 1988. Habría que señalar además, que el contenido de la comunicación de campaña del candidato de AD, Carlos Andrés Pérez (CAP), habló del regreso a la prosperidad económica del período 1974-1982. Eso nos explica, porque AD y COPEI en conjunto, en las elecciones de 1988 obtienen más del 90% de los votos válidos. La expectativa de la gente, ante la posibilidad del «retorno» de la bonanza fue muy grande.
Sin embargo, la realidad fue otra. CAP había cedido a la presión mediática imperante en el mundo, que impulsaba la reducción -ante la influencia neoliberal- del Estado keynesiano de inversión en gasto público. La ilusión de armonía de la que hemos hablado, se hizo evidente cuando se anuncio – adelantándose a los lineamientos del Consenso de Washington- un ajuste concretado en: aumento de gasolina, eliminación de subsidios, incremento de impuestos, privatización de servicios, aumento de servicios públicos, todo ello como parte del recetario neoliberal. Ante ello, las frustraciones producto de la exclusión se hicieron presentes.
El 27 de febrero, se da inicio a una 1era Fase de la protesta popular. Esta fase es de la explosión popular, mezcla de alegría incontenida, rabia y revancha ante el maltrato y la exclusión. Sí hubo una sorpresa, fue de parte de la elite gobernante, que pensó «tener controlado» a los colectivos. La manifestación de explosión popular rebasó rápidamente al aparato del Estado, que observó atónito como fallaron todos sus mecanismos de control. En esta 1era fase, la toma de los espacios de calle era una muestra del potencial contenido en el imaginario social, ante los efectos de la carestía, la precariedad y la exclusión. Los otros actores, observaron paralizados ese accionar, fueron objeto de miedo. El ilustrativa, la imagen del Ministro del Interior de CAP, Alejandro Izaguirre ese día 27 de febrero mostrando un miedo que lo enmudeció ante las cámaras de TV.
Esta paralización del Estado y sus órganos represivos, no hizo sino incentivar aún más la frustración y la explosión popular de la protesta. Se entró en una II Fase, marcada por el saqueo sin orden aparente, pero que fue sistematizado por la rabia contra los sectores medios que mostraban patrones de consumo y peor aún, daban señales de elementos que estaban ausentes de los estantes en los abastos y mercados populares. Esta fase II, estuvo signada por el éxtasis de la revancha ante años y años de exclusión y sometimiento. Desde el punto de vista psicológico, los colectivos movilizados mostraron emotividad y dispersión simultánea. Por su parte, los actores políticos, económicos y el aparato represivo fueron presa del pánico ante el impacto social de la protesta y lo que ella representó para sus propios intereses de clase. La posibilidad que la revuelta social popular desbordara los instrumentos de control del Estado era cierts, y con ello se amenazaba el status quo existente desde 1958.
En este momento es que interviene el aparato represor en su máxima expresión: el Ejército. Cuando falló los mecanismos sociales de control, el Ejército asumió el papel que la lógica del capital le ha dado históricamente: custodio del poder coactivo, del poder de fuego. El Ministro de la defensa, Italo del Valle Alliegro, surge como el «paladín» que aplicará todo el peso específico, el poder de fuego para «contener» el «desorden». La restitución «del orden» era su prioridad y actuó con toda la animosidad y sin límites. Eso da inició a la fase III, Suspensión de Garantías y represión sin control. En esta fase, los que antes sintieron miedo – actores políticos, factores represivos, grupos económicos- exigieron revancha. Las formas empleadas son las típicas de los actores hegemónicos: la fuerza indiscriminada. Nos hace recordar la reacción del ejército francés en el siglo XIX ante los actos de la Comuna de París, o el accionar de los gobiernos militares en el Cono Sur en Chile, Argentina, Uruguay, Brasil. Los colectivos, el pueblo-pobreza se replegó. Se refugió en la «seguridad» de sus hogares, pero no contaba con la implacabilidad de la represión que llegó hasta esos espacios con todo el poder de la revancha. El saldo: desaparecidos, ajusticiados, persecución de grupos de izquierda o activadores sociales que estaban «fichados» por los cuerpos de seguridad. La acción de exceso, fue la muestra contundente que el status quo no iba a permitir esas formas de expresión de organización popular.
Esta represión sin cuartel tuvo efectos contrarios en la estructura de poder. Sectores de las Fuerzas Armadas, grupos económicos, actores políticos, organizaciones sociales manifestaron su rechazo a las formas de «control político». Comenzó una crítica al modelo democrático que hizo posible esos excesos. Se planteó una reforma constitucional que no llego a más, pero que sugirió apertura de canales de participación, pero de nuevo el status quo actuó, limitando la propuesta y abriendo el cauce para la alborada revolucionaria cívico-militar del 4 de febrero de 1992.
De ahí, se inicia una IV fase, de desequilibrio y ruptura de la elite hegemónica, que culmina con la quiebra del bipartidismo de AD-COPEI en el proceso comicial de 1993. La transición política estuvo marcada por nuevas crisis y protestas, haciendo factible la concreción de la propuesta bolivariana de Hugo Chávez y el comienzo de una dinámica, que con sus conflictividades ha significado una alborada política, marcada por la movilización. Es interesante el contraste comparativo. El gobierno de Chávez en el período 1999-2004, tuvo un total de 8253 protestas de diversos tipos (políticos, económicos, sociales) y el saldo de ello fue mínimo, desde el punto de vista de represiones violentas y desaparecidas. En el período 1983-1998, con menos protestas producidas (3086) el saldo de muertos y desaparecidos es de más de 5000 personas. Hoy 22 años después del 27 de febrero, el colectivo-pueblo exige justicia y castigo. No al olvido, no a la impunidad.
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