La jornada laboral de 35 horas por semana está en el centro de la actual disputa social en Francia. El primer ministro Jean Pierre Raffarin ha conseguido que el Congreso apruebe la modificación parcial de una controvertida legislación adoptada en el último gobierno socialista. En junio de 1998 se adoptó la ley para que a […]
La jornada laboral de 35 horas por semana está en el centro de la actual disputa social en Francia. El primer ministro Jean Pierre Raffarin ha conseguido que el Congreso apruebe la modificación parcial de una controvertida legislación adoptada en el último gobierno socialista.
En junio de 1998 se adoptó la ley para que a partir de enero de 2000 se aplicara una jornada de trabajo de 35 horas en las empresas de más de 20 empleados (para las que tenían menos trabajadores se pospuso la medida hasta 2002). Con ello, Martine Aubry, ministra de Trabajo y Solidaridad del gobierno que encabezaba Lionel Jospin, pretendía reducir el desempleo que llegaba en ese entonces a 12.5 por ciento y que había generado muchas fricciones en esa sociedad.
Conforme a las nuevas disposiciones de entonces, los trabajadores podían negociar con los empleadores la manera de distribuir el tiempo de trabajo para llegar a un promedio anual de 35 horas semanales. Con ello podían incluso llegar a acumular dos o tres meses sin trabajo en un año. En el marco de la negociación colectiva se resolvían también las condiciones salariales, aunque la ley protegía a los trabajadores que ganaban el salario mínimo para fijar, así, un piso a su ingreso.
Esta forma de flexibilidad laboral pretendía que las empresas demandaran más trabajo sin que la alteración provocada en el mercado laboral afectara necesariamente el salario. Es más, se sostuvo entonces que esta nueva regulación impuesta al mercado redundaría en mayor eficiencia económica.
Se pensaba que ello resultaría así mediante la reorganización del proceso de trabajo en cada empresa, aprovechando la mayor flexibilidad del tiempo laborable. Habría incluso, de tal forma, un impulso favorable de la productividad al poderse trabajar más horas y reducir con ello el costo del capital, mientras que, por otro lado, sería más ágil la capacidad de los productores para responder a las fluctuaciones de la demanda de los bienes y de los servicios en el mercado.
Los patrones no estuvieron de acuerdo con la nueva ley, pues les obligaba a una gestión distinta de las relaciones laborales, lo que exigía más en términos administrativos, obligaba a ampliar las negociaciones con los sindicatos y elevaba el costo de contratación de mayor número de trabajadores.
Pero no eran los únicos en desacuerdo. El Partido Comunista Francés también criticó fuertemente la medida del gobierno socialista. Alegó que la mayor flexibilidad laboral tendería a debilitar el estatuto legal y el orden institucional en el mercado de trabajo, que habían sido conquistas legítimas del movimiento obrero. Señaló que la ley tendería a aproximar el modo de funcionamiento del trabajo a los estándares estadunidenses, lo que significaría un embate contra los derechos de los trabajadores. Finalmente, sentenciaba que lo que estaba en juego era el esquema de la seguridad social existente en Francia, en detrimento de las condiciones que definen el bienestar.
Pero la reforma laboral de Aubry se constituyó en un rasgo del orden social que cuenta actualmente con un amplio apoyo público. Creó, en efecto, más empleo, aunque sus efectos positivos en cuanto a la productividad de la economía francesa han sido menos visibles. Ahora, el Congreso francés ha votado por relajar las reglas de la semana de trabajo de 35 horas, provocando fuerte reacción contraria de parte de los sindicatos que amenaza con generar una ola de protestas.
La duración de la jornada se mantiene tal como antes, pero los trabajadores podrán negociar con sus empleadores laborar más tiempo e incluso venderles sus vacaciones a cambio de mayor pago. Y lo que argumentan los sindicatos es que quien finalmente decide cuánto se trabaja es el empleador y que el cambio ocurre en una situación de desempleo del orden de 10 por ciento.
El entorno de este debate es el mismo que prevalece en todas las discusiones sobre la gestión gubernamental de la economía en todos los países. De un lado, el gobierno francés trata de reducir el elevado déficit fiscal mediante la recaudación de mayores impuestos a los ingresos más elevados de los trabajadores en activo. De otro lado, intenta remontar las presiones de la competitividad en el mercado mundial, lo que puede hacerse, en este caso, acoplando en lo posible los costos laborales.
Ahí está el meollo del asunto, pues es la sociedad la que debe plegarse a las condiciones de la competencia de las empresas, que tienen cada vez menor referencia nacional. Y no debe olvidarse que en el centro de la economía está el trabajo, es ahí donde debe fijarse la atención.
Además lo que se abre de par en par en Francia con esta iniciativa promovida por Chirac es el cuestionamiento en pleno del sistema de la seguridad social en ese país. Este es tema central en la redefinición de las relaciones sociales del capitalismo actual, luego de las concesiones hechas tras la gran crisis de la década de 1930, que hoy ya se consideran innecesarias.