Jair Bolsonaro, quien se ha contagiado de covid-19, continúa amenazando con violar la Constitución y se niega a cumplir disposiciones del Supremo Tribunal Federal. Muchos aventuran que podría estar pensando en dar cauces no democráticos a la crisis institucional que vive su gobierno. La democracia brasileña nació con concesiones excesivas al poder militar. Ese «pecado original» irresuelto puede explicar algo de lo que ocurre hoy en el país.
Las noticias de Brasil son preocupantes. El presidente Jair Bolsonaro, que acaba de dar positivo en el test de covid-19, continúa amenazando con violar la Constitución mientras sigue en conflicto abierto con el resto de las instituciones de su país. En las pasadas semanas anunció que no cumpliría con las órdenes «absurdas» del Supremo Tribunal Federal (STF). El general Augusto Heleno, jefe de Gabinete de Seguridad Institucional, advirtió sobre los riesgos a la seguridad nacional que conlleva la actuación del máximo tribunal. A su vez, el conflicto entre el presidente y el Congreso mantiene latente la posibilidad de un juicio político para remover a Bolsonaro. Adicionalmente, abundan rumores sobre quiebres democráticos como salida a la crisis política: desde un autogolpe (en el que el presidente cierre el Congreso, al estilo de Alberto Fujimori en Perú en 1992) hasta una «intervención militar constitucional» (similar a lo que ocurrió en Uruguay en 1973), en la que los militares podrían adquirir un rol central en el gobierno ante una situación de emergencia cerrando los demás poderes. Algunos bolsonaristas extremos invocan, equivocadamente, que esta posibilidad está contemplada en la Constitución. Como si esto fuera poco, la respuesta caótica del gobierno a la crisis sanitaria resultó en una pila de cadáveres, lo que aumentó la tensión política.
Estas «tensiones democráticas», por supuesto, han venido agravándose desde la controvertida elección de Bolsonaro (con el principal líder de la oposición encarcelado por un juez con claras inclinaciones políticas). El presidente es un líder negacionista que siempre tuvo como bandera la reivindicación de la larga dictadura brasileña (1964-1985) y que colocó a los militares como actores centrales de su gobierno.
Sostengo aquí que las raíces históricas de estas tensiones en la democracia no son nuevas. Por el contrario, creo que hay que buscar el origen en las cuestiones irresueltas de la transición democrática brasileña. En otras palabras, la democracia brasileña nació con concesiones excesivas al poder militar, y ese «pecado original» irresuelto puede explicar algo (no todo, desde ya) de lo que vemos que ocurre hoy en día.
Transiciones y pactos políticos
El proceso de transición a la democracia en Brasil se dio de manera muy distinta de cómo ocurrió en otros países, como Argentina. En Transiciones desde un gobierno autoritario, un libro ya clásico de la ciencia política, Guillermo O’Donnell y Philippe Schmitter describían la transición brasileña como «controlada». Esto ocurrió porque la transición se inició con el gobierno militar en una situación de poder relativo frente a la oposición (a diferencia de lo que ocurrió, por ejemplo, en Argentina, donde los militares se retiraron del poder en medio del descrédito general por su gestión en la economía y el fracaso de la Guerra de Malvinas). El hecho de que los militares controlaran la transición generó una serie de condiciones favorables para la continuidad de las prerrogativas militares en la joven democracia brasileña, de maneras que serían impensadas en otros países. Y al igual que lo que ocurrió en España o Chile, las dinámicas políticas que se establecieron durante las transiciones tienden a transformarse en rasgos semipermanentes del paisaje político.
En efecto, las transiciones son momentos ideales de diseño institucional. Pero las instituciones no surgen desde cero en un vacío, sino que son creadas por los actores relevantes en esas coyunturas, que diseñan reglas para maximizar su influencia. En otras palabras, el diseño institucional encierra siempre una paradoja: las reglas supuestamente neutrales, el «reglamento» que ordena el juego político, son diseñadas por quienes tienen poder; por lo tanto, nunca son realmente neutrales. Son el resultado de la distribución de poder existente en ese momento preciso. Adicionalmente, una vez pasada la coyuntura crítica, resulta muy difícil volver atrás y rearmar el equilibrio político. De este modo, los arreglos políticos, una vez en juego, condicionan el comportamiento y las posibilidades futuras.
En Brasil la transición se inició en 1974 como una «liberalización controlada», es decir, como un aflojamiento de las restricciones civiles y políticas por parte de los militares. En este sentido, la transición brasileña fue iniciada por las Fuerzas Armadas, que mantuvieron control de ella durante todo el proceso. La razón de la apertura fue una división entre «duros» y «blandos» en el campo militar. Los primeros estaban representados por el entonces ex-presidente Emílio Garrastazu Médici (1969-1974) y las fuerzas de seguridad. El entonces presidente Ernesto Geisel (1974-1979) y el jefe de la Casa Militar, Golbery do Couto e Silva, representaban a los aperturistas, que buscaban contener a la oposición creciente del nuevo sindicalismo, del empresariado paulista que buscaba una mayor liberalización económica, de los movimientos sociales y de la Iglesia católica. Aunque finalmente los militares tuvieron que ir cediendo mayores concesiones de las que aspiraban al inicio, fueron capaces de organizar los términos de su salida del poder.
Los pactos políticos que hicieron posible la transición brasileña comprometieron las bases de la joven democracia. Principalmente, permitieron que los militares retuvieran prerrogativas cruciales. Tal vez más sutilmente, pero no por ello menos importante, permitieron que elites civiles asociadas a la dictadura formasen parte del elenco político de la joven democracia. Todo ello tiene efectos en la política brasileña actual.
Los pactos políticos, como acuerdos negociados que remueven de la agenda política factores potencialmente conflictivos o desestabilizantes, son muchas veces considerados como positivos por su capacidad de consolidar arreglos democráticos en contextos a priori poco promisorios. Al proveer garantías a grupos políticos de que sus intereses no serán afectados en un eventual régimen democrático, pueden favorecer acuerdos que de otra manera no se llevarían a cabo.
En el contexto de las transiciones a la democracia latinoamericanas de principios de la década de 1980, los pactos políticos eran particularmente bien considerados, sobre todo a partir del ejemplo español. En ese clima de época se entendía que los pactos podían devolver a los militares a los cuarteles y romper el ciclo de autoritarismo militar que caracterizaba la región. Podían servir para despolitizar a las Fuerzas Armadas, prometiéndoles recursos y asegurándoles que no habría intromisión civil en sus asuntos. A la vez, los acuerdos prometían un manto de piedad sobre los abusos a los derechos individuales. En algunos casos, los pactos podían también incluir garantías de continuidad de un orden económico «racional» y no populista. Ofreciendo ese tipo de concesiones a actores militares (e incluso civiles) no demasiado comprometidos con la democracia, los pactos disminuyen el atractivo de un gobierno militar y granjean apoyo al proyecto democrático. En el citado libro de O’Donnell y Schmitter (publicado en 1986), se puede leer una mirada optimista de los pactos, ya que a la experiencia española se le suma el hecho de que Colombia y Venezuela se apoyaron en este tipo de arreglos en la década de 1950 (el «Frente Nacional» y el «Pacto de Punto Fijo», respectivamente) y terminaron siendo democracias latinoamericanas estables en un contexto en el que sus vecinos regionales estaban atravesados por sangrientas dictaduras.
Pero la política (al igual que el fútbol) se rige por el principio de la «manta corta»: uno se tapa la cabeza o se tapa los pies. Los pactos tienen su precio. Así, se da una situación paradójica: los mismos pactos que permiten la salida democrática son esencialmente antidemocráticos y pueden dar lugar a regímenes democráticos no legitimados. Los pactos subvierten la noción básica de la democracia: la idea de que las decisiones se toman por regla de la mayoría. Establecen un principio esencialmente antidemocrático: de algunos temas (prerrogativas militares, castigos a las violaciones de derechos humanos, entre otros) no se va a hablar se los elimina de la agenda pública. El demos no puede manifestarse sobre algunas cuestiones. Así, a la población no se le permite participar en el delineado del régimen democrático en el que vivirá. Un ejemplo extremo es Chile: la Constitución (hoy en vías de reforma) fue promulgada por el régimen militar. Aún más, los pactos incluso implican una «oligarquización» de la política. En la Colombia del Frente Nacional, por ejemplo, independientemente de los resultados electorales, el Partido Conservador y el Partido Liberal se alternaban en el poder. En definitiva, lo que ocurre con los pactos políticos es una restricción en el acceso al poder (y a los beneficios que eso implica) para un número acotado de actores.
La transición brasileña
La referencia a los pactos es relevante porque la transición brasileña, por la fortaleza relativa del actor militar, fue controlada por las Fuerzas Armadas. Aunque estas no obtuvieron tantas concesiones como en el caso chileno, sí lograron que las elites militares mantuvieran puestos importantes en el Estado. Por ejemplo, Geisel logró que su vicepresidente Aureliano Chaves fuera nombrado ministro del gabinete del primer presidente civil José Sarney (1985-1990), en el que además un cuarto de las carteras quedaron en manos de militares. Adicionalmente, logró que las elites civiles aliadas a los militares fueran un componente clave de la nueva clase política democrática, lo que les aseguraba que el nuevo régimen no fuera demasiado radical y les daba voz a los militares en la toma de decisiones. Esto resultó en que algunas iniciativas empujadas por actores de la sociedad civil (como el juicio por los abusos de la dictadura o la reforma agraria) no prosperaran durante el gobierno de Sarney. Hasta 1988 el gobierno no pudo, por obstrucción militar, sancionar una ley que asegurara el derecho a huelga. A su vez, vastos sectores de la administración pública se mantuvieron como feudos militares. Todo el sector de defensa y la política militar (los ascensos y la modernización de las Fuerzas Armadas, por ejemplo) quedaron en manos de los militares, control que mantienen hasta el día de hoy. Estos conservaron también el manejo de los servicios de inteligencia hasta 1999, 15 años después del final de la dictadura.
Quizá el legado más perdurable de la transición, sin embargo, fue la influencia autoritaria sobre los partidos políticos y las elites políticas. A su llegada al poder en 1964, a dictadura militar brasileña eliminó los partidos políticos preexistentes y creó dos nuevos, que competían en las elecciones al Parlamento (durante el régimen militar brasileño el Congreso seguía abierto). Estos fueron la Alianza Renovadora Nacional (Arena, el partido promilitar) y el Movimiento Democrático Brasileño(MDB, el partido «opositor» permitido). Estos dos partidos fueron los únicos autorizados a presentarse en las elecciones semidemocráticas de 1985 (estas, en las cuales los analfabetos no podían votar, se rigieron por la Constitución militar de 1967 y fueron indirectas, mediante un Colegio Electoral dominado por los militares). Esto resultó en que las fuerzas democráticas tuvieran que competir a través de un partido creado por la dictadura militar. Aún más, la elección indirecta generaba dudas sobre la capacidad de ganar una mayoría en el Colegio Electoral. Así, la única manera de conseguir los votos era aliándose con sectores autoritarios. Esto generó la Alianza Democrática, el acuerdo entre civiles nucleados en el MDB y sectores que habían sido parte de la coalición autoritaria que formaron un nuevo partido, el Partido da Frente Liberal (PFL). En otras palabras, la coalición «democrática» no solamente compitió con un partido creado por los militares sino que además tuvo que aliarse con sectores que habían sido parte de la coalición autoritaria hasta hacía muy poco agrupados en el PFL y prometerles acceso a la decisión y a los recursos del Estado. Para colmo de males, el candidato a presidente Tancredo Neves (del MDB) murió antes de asumir, por lo que el vicepresidente José Sarney, del PFL (quien fue gobernador y senador del estado de Marañón durante la dictadura), fue el primer presidente de la nueva democracia. Así, la transición fue comandada por el PFL, un partido formado por viejos apoyos de la dictadura militar, que recibió suculentos ministerios en el nuevo gobierno civil. Los militares lograron su objetivo de un gobierno «democrático» moderado y atento a sus deseos.
Este resultado político también tuvo efectos de largo plazo. Generó un sistema de partidos con escasas raíces en la sociedad (el politólogo César Zucco los llamó «partidos hidropónicos»). Los partidos brasileños, creados «desde arriba» por los militares, nunca se convirtieron en genuinas correas de transmisión de intereses sociales. Y sus efectos continúan hasta hoy: luego de varios cambios de nombre, los partidos «promilitares» Arena y PFL se llaman hoy Progresistas y Demócratas,respectivamente. A su vez, el MDB, que fuera partido opositor «oficial», continúa siendo un actor clave de la política brasileña (Michel Temer, vicepresidente de Dilma Rousseff y luego su sucesor en la Presidencia, proviene de ese partido). Vale la pena destacar que los tres partidos mencionados son o fueron parte de la coalición que apoya a Bolsonaro en el Congreso.
Por supuesto, en los años 80 y 90 se crearon partidos nuevos por fuera del sistema bipartidista militar (entre ellos, el Partido de los Trabajadores de Luiz Inácio Lula da Silva, el Partido de la Social Democracia Brasileña de Fernando Henrique Cardoso y el Partido Democrático Laborista, que se considera heredero del varguismo). Pero aun así buena parte de la clase política brasileña circula hoy por partidos de origen autoritario. Y esto tiene hasta el presente efectos sobre la representatividad de los partidos y su relación con la sociedad. La política brasileña exhibe elevados niveles de particularismo, clientelismo, baja identificación partidaria y descreimiento de la política, que explican en parte el apoyo a un outsider como Bolsonaro.
Conclusiones
Al igual que en Chile, la transición «controlada» brasileña hizo factible la salida de los militares del poder y la construcción de una democracia. Pero, a la vez, las concesiones autoritarias dejaron una marca de nacimiento, que reverbera hasta el día de hoy. La presencia e influencia del actor militar en la política, su captura de áreas estratégicas del Estado, el escaso avance en valores democráticos de los uniformados, la amenaza al desempeño de las instituciones (como cuando el general Eduardo Villas-Bôas amenazó con sacar tanques a la calle si el STF fallaba en contra de la detención de Lula) o su ascendente sobre la política exterior brasileña son herencias del poder que detentaron las Fuerzas Armadas en la democratización.
Esto no es una impugnación moral a la política brasileña. De hecho, tal vez era el único camino para remover a los militares del poder. Pero la experiencia chilena también muestra que las transiciones controladas generan déficits democráticos que en algún momento el sistema político debe saldar. Las tensiones actuales de la democracia brasileña se deben mucho a estas facturas impagas. En algún momento habrá que pagarlas.
Fuente: https://www.nuso.org/articulo/brasil-las-facturas-impagas-de-la-transicion/