Presentación del propio autor: “Soy economista de formación -o más bien, si se me permite la humorada, de “deformación”- y profesor de ciencias sociales. Mi actividad investigadora se ha desarrollado principalmente en los ámbitos de las finanzas y de la crítica de la ortodoxia económica y de la barbarie capitalista. Mi primer libro [Las entrañas de la bestia. La fábrica de dinero en el capitalismo desquiciado, Dado Ediciones, Madrid, Diciembre de 2021] publicado el año pasado, es el principal fruto de ese trabajo”.
Centramos nuestra conversación en su último libro, publicado por la editorial El Viejo Topo.
Salvador López Arnal.- Nos habíamos quedado en este punto. Permíteme que insista: el realismo político bien entendido, el que no pierde de vista las finalidades, ¿no exige en ocasiones este tipo de recorridos indirectos? ¿No representa lo que describes un avance en la buena dirección?
Alfredo Apilánez.- Sin duda podrían serlo como dije antes, y todo sería mucho más fácil si así fuera, de hecho creo, si me permites la broma, que a todos nos gustaría en el fondo ser reformistas y alimentar la ilusión de la posibilidad de lograr cambios graduales y tranquilos, respetando las reglas del juego de la democracia formal. Todo sería mucho más sencillo de ese modo, qué duda cabe. El problema es que toda la historia reciente del último medio siglo de hegemonía neoliberal ha tenido como pilar fundamental la amputación de las posibilidades de que esos avances en la buena dirección a los que te refieres se produzcan. Y huelga decir que el éxito de tal involución ha sido rotundo. Tenía toda la razón el magnate financiero Warren Buffet cuando dijo aquello de que «la lucha de clases existe y nosotros la vamos ganando». Por goleada, habría que añadir.
Salvador López Arnal.- Sí, sí, de acuerdo, por goleada, tal como señalas… sin olvidarnos del esfuerzo, lucha y resistencia de muchos colectivos y organizaciones que sctúan en sentido contrario.
Alfredo Apilánez.- Sí por supuesto, qué duda cabe de que por fortuna existen múltiples colectivos y organizaciones que conjugan la condición de atisbos de lo que podría ser «un mundo nuevo» y, paralelamente, son ejemplos de luchas y resistencias contra la depredación del capital. ¡Qué sería de nosotros si no fuera así, si no hubiera al menos esos gérmenes de resistencia! Pero, como trato de argumentar, esos atisbos de esperanza -el zapatismo es, en mi opinión, un ejemplo excelente- surgen de las luchas desde abajo, que no depositan expectativas estériles en el reformismo político-institucional. De hecho, uno de las constataciones fundamentales del desarrollo emprendido en el libro es que, a medida que avanza su degradación, el sistema es más irreformable y sus políticas antipopulares son cada vez más agresivas, y la prueba es que el Estado burgués de la fase neoliberal es totalmente incapaz de desarrollar políticas que vayan contra los intereses del capital y favorezcan a las mayorías sociales. No existe ni ha existido recientemente ni un solo gobierno de este tipo al menos en el mundo rico. Los pocos que lo intentaron -Mitterrand en 1980 o Syriza en 2015- sabemos perfectamente cómo terminaron. ¿Acaso se han reducido los índices de pobreza, de la lacerante desigualdad social, o ha mejorado la facilidad -ahí está el drama de la imposibilidad de emancipación de las generaciones jóvenes- de acceso a la vivienda, el mantenimiento de servicios públicos de calidad o se han revertido las privatizaciones salvajes de los años 80-90, por no hablar de la reducción de las emisiones de gases invernadero y de la atenuación del resto de procesos de destrucción ambiental, a pesar de la profusión de cumbres del clima y de la masiva extensión de la neolengua del greenwashing por parte de los espadachines a sueldo del capital? Me temo que todas ellas son por desgracia preguntas retóricas. El reformismo actual en la piel de toro, encarnado en el actual gobierno español y sus aliados parlamentarios, es -como todos los demás- una farsa limitada a medidas de emergencia, a cataplasmas en pos de preservar in extremis la maltrecha paz social, y a las llamadas ‘guerras culturales’, que no afectan de forma significativa a las condiciones de vida de las clases populares, pero sin ninguna posibilidad real de introducir reformas de calado en la apisonadora capitalista. Y por desgracia, y este es el motivo principal de que la crítica de tales ilusiones sea tan necesaria, también es un freno a las posibilidades de emergencia de movimientos transformadores desde el tejido social de «los de abajo», por la cooptación y la mala pedagogía que ejercen quienes siguen contra viento y marea alimentando la vana ilusión de la posibilidad de pararle los pies al capital a través de decretos y ministerios. En fin que, si me permites citar de nuevo a nuestro común maestro Manuel Sacristán, te diría que tales intentos de «poner a dieta» al capitalismo son como los «cuentos de la lechera» o el parto de los montes que, tras grandes declaraciones transformadoras, acaban siempre pariendo «ratones» de pequeños cambios sin relevancia estructural, además de desmovilizar y desilusionar a las masas que los apoyaron y de desarmar a los movimientos de base que los nutrieron. Insisto en que lo lamento, pero creo que por el camino de los arreglos de detalle y de las fatigas institucionales, los que se embarcan en este tipo de ilusiones pierden de vista -parafraseando la famosa boutade de Bernstein-, si es que alguna vez lo tuvieron presente, el objetivo final, esa utopía que ahora vemos tan lejana a la que te referías antes.
Salvador López Arnal.- De la advertencia con la que abres el prólogo: «Antes que nada, es menester hacer una advertencia al lector: este libro está escrito por un outsider«. ¿Qué tipo de outsider eres tú?
Alfredo Apilánez.- Sé que puede parecer un poco extemporáneo, pero creo que, en aras de la honestidad intelectual, era menester poner las cartas boca arriba. Es decir, al advertir desde el principio al lector de que no tengo ninguna cualificación académica ni profesional relacionada con las ciencias biológicas o ambientales, y tampoco ninguna vinculación de militante con el movimiento ecologista, sé que corro el riesgo de ser tildado de advenedizo y acusado de carecer del perfil adecuado para desarrollar la tarea que me propongo. Ni que decir tiene que me parece una opinión legítima, así que sólo me cabe confiar en que el trabajo hable por sí mismo. Por otro lado, y como digo en el prólogo, tal «desvalimiento curricular» tiene una ventaja y un inconveniente. La ventaja es sin duda la libertad e independencia que proporciona la condición de outsider a la hora de tratar temas polémicos sin servidumbres de ninguna clase, y el principal inconveniente es la ausencia de trabajo en equipo, de eso que ahora se llama revisión por pares, en el proceso de gestación del trabajo.
Sí que considero pertinente señalar que, tras un exhaustivo trabajo de investigación, he llegado a la conclusión de que dentro del ecologismo, digamos con mando en plaza académico-mediática, las adscripciones grupales y las servidumbres ideológico-políticas son notorias, aunque en la mayoría de los casos sean también inconfesables. Así pues, si tuviera que añadir un «vicio» más del movimiento ecologista -si bien se trataría de un «vicio» ciertamente menor- este sería muy probablemente su acusada endogamia. Así que quizás la condición de outsider no sea una desventaja del todo.
Obviamente, el juicio final acerca de si la «osadía» que he cometido ha merecido la pena no me corresponde a mí en ningún caso.
Salvador López Arnal.- ¿Podrías darnos un ejemplo de estas servidumbres ideológico-políticas, notorias según dices?
Alfredo Apilánez.- Claro, podría darte varios, pero por elegir el que quizás es para mí más notorio, decirte que realmente me ha sorprendido sobremanera en el trabajo de preparación del libro la ausencia casi absoluta de una crítica por parte de los ámbitos más radicales del movimiento ecologista de algunos de los postulados, en mi opinión, no sólo erróneos sino completamente alejados de la tradición de la economía política clásica y de la izquierda transformadora, de los máximos representantes de la economía ecológica. Lo cual es doblemente sorprendente ya que, aparte de su áspera crítica y del distanciamiento consiguiente del marxismo y de toda la tradición de la economía política clásica, bajo la omnipresente acusación de productivismo prometeico y de ignorar el componente biofísico de la actividad económica, lo cierto es que la mayoría de los postulados teóricos y, sobre todo, de las prescripciones y propuestas sociales y políticas de los más insignes representantes de la economía ecológica están a años luz de lo que sería un planteamiento realmente anticapitalista. Pues bien, partiendo de esta doble premisa crítica que desarrollo en el libro -evacuación del componente social e histórico del análisis económico y propuestas políticas de cariz marcadamente reformista-, resulta sumamente sorprendente que desde los ámbitos académicos, los entornos asociativos y desde el activismo político del movimiento ecologista de los que se consideran a sí mismos anticapitalistas o poscapitalistas como el ecosocialismo, el decrecentismo o el colapsismo, sea casi imposible encontrar una crítica a esos postulados científicos harto discutibles y a esas posiciones políticosociales típicamente reformistas -y, en algún caso concreto, incluso reaccionarias- de los más insignes economistas ecológicos como Georgescu-Roegen, Daly, Naredo, Martínez Alier, etc.
Salvador López Arnal.- Permíteme interrumpirte. ¿Y cómo se explica esa paradoja?
Alfredo Apilánez.- La única explicación que encuentro a esta llamativa paradoja es que -más aún teniendo en cuenta que tales economistas ecológicos son considerados maestros por los más prominentes representantes actuales del movimiento ecologista- se trata ni más ni menos que de un tabú -digámoslo de este modo- corporativo. De hecho, en las publicaciones más granadas, en los cursos y grados académicos y en los distintas asociaciones, colectivos ciudadanos o think tank del movimiento ecologista es casi imposible encontrar críticas sobre esta espinosa -aunque en mi opinión muy relevante- cuestión. Más bien al contrario, el tono siempre es incondicionalmente elogioso. En un volumen publicado este año en homenaje al cincuentenario del opus magnum de Georgescu-Roegen, en el que participan ecosocialistas, decrecentistas y demás miembros de la élite intelectual del movimiento ecologista, sólo he podido encontrar una leve crítica a las notables confusiones de Georgescu-Roegen en su áspera y desenfocada crítica a Marx. Tal silencio, viniendo de intelectuales que se incluyen dentro de la tradición marxista y anticapitalista de la izquierda antagonista, no deja de resultar llamativo. Y huelga decir que me parecen muy valiosas muchas de las aportaciones de la economía ecológica y que considero medular su contribución a la comprensión del metabolismo depredador inserto en el adn de la acumulación de capital. Quiero, si me permites, que conste este importante matiz para evitar malinterpretaciones.
Hay más ejemplos -el caso de la denominada «hipótesis Gaia», sin ir más lejos- de estas notorias servidumbres que muestran cierta endogamia y esprit de corps dentro del movimiento ecologista, pero creo que queda claro el sentido de lo que quiero decir.
Salvador López Arnal.- Pero esa ausencia de crítica a Georgescu-Roegen a la que aludes tal vez esté motivada porque el objetivo del libro conmemorativo sea otro y porque, perdona el atrevimiento, lo que a tí te parece una áspera y desenfocada crítica de Marx no lo es tanto en opinión de los editores y colaboradores del libro.
Alfredo Apilánez.- Sí, sin duda se trata de un homenaje -además muy necesario, qué duda cabe- y como tal tiene que primar el encomio y el reconocimiento de las enormemente valiosas contribuciones de Georgescu-Roegen a la comprensión de las bases materiales de la actividad económica. Pero aun así, insisto en que resulta muy sorprendente el silencio casi sepulcral acerca de la notables falencias de sus concepciones teóricas y de su ignorancia casi absoluta del consustancial aspecto sociohistórico de la economía política, sin el cual se convierte únicamente en una técnica de gestión de lo existente, es decir de la acumulación de capital.
Pero como digo el libro mencionado es sólo un botón de muestra entre muchos otros. En un sinnúmero de publicaciones acerca de la obra de Georgescu-Roegen por parte de destacados activistas del ecologismo más radical y de representantes de la economía ecológica tales aristas críticas brillan por su ausencia.
Incluso diría que resulta verdaderamente sorprendente que en el volumen citado se viertan encendidos elogios hacia lo que en mi opinión es, cuando menos, un aspecto sumamente cuestionable de los planteamientos filosófico-económicos de Georgescu-Roegen: el culmen del irracionalismo idealista se sitúa en la extravagante «ecuación general del valor» con la que se descuelga el fundador de la bioeconomía en su opus magnum y que reza del siguiente tenor: «La aparente paradoja se esfuma si reconocemos el hecho de que el verdadero ‘producto’ del proceso económico no es un flujo material sino un flujo psíquico, el placer de vivir de cada uno de los miembros de la población».
Ni que decir tiene que planteamientos de este cariz están en las antípodas de la tradición materialista de la economía política marxista que, sin ir más lejos, pretenden profesar por otro lado algunos de los más prominentes decrecentistas y ecosocialistas.
En cuanto al acusado antimarxismo del ilustre matemático rumano, y para no extenderme más de la cuenta, valga, como botón de muestra, su peculiar refutación, en tono indisimulablemente paródico, del que califica de «dogma marxista» de la aspiración racional a una sociedad comunista, con el nada original argumento de tildarlo nada menos que de creencia religiosa anticientífica: «El dogma marxista en su forma amplia ha sido frecuentemente aclamado como una nueva religión. En un aspecto, la idea es correcta: al igual que todas las religiones, el dogma proclama que hay un estado eterno de felicidad en el futuro del hombre. La única diferencia es que el marxismo promete tal estado aquí, en la tierra: una vez que los medios de producción estén socializados por el advenimiento del comunismo, eso será el fin de todo cambio social. Como en el cielo, el hombre vivirá después eternamente sin el pecado del odio y de las luchas sociales. Esta tesis me parece tan poco científica como cualquier religión conocida por el hombre».
Reducir el marxismo a una religión, cuyo dogma fundamental es la socialización de los medios de producción como «estado eterno de felicidad en la tierra», me parece una caricatura totalmente desenfocada y en las antípodas de la enorme riqueza del análisis crítico desarrollado por Marx de la explotación y la dinámica explosiva del capitalismo que, huelga decirlo, Georgescu-Roegen aparentemente no comprende en absoluto.
Salvador López Arnal.- También hablabas antes de posiciones políticosociales típicamente reformistas -e incluso incluso reaccionarias en algún caso- de economistas ecológicos como Georgescu-Roegen, Daly, Naredo, Martínez Alier, etc. Sin embargo, varias de las personas que citas han estado en la vanguardia, por decirlo de algún modo, de luchas sociales importantes, no solo en España, y no parecen que se les pueda tildar de reaccionarias.
Alfredo Apilánez.- En primer lugar, permíteme que matice que no he calificado de reaccionarias a tales relevantes figuras de la economía ecológica.
Salvador López Arnal.- De acuerdo, disculpas.
Alfredo Apilánez.- En mi opinión, todos ellos podrían encuadrarse dentro de lo que comúnmente se conoce como progresismo, es decir, una posición sociopolítica de izquierda moderada de cariz reformista, y sin duda también es de absoluta justicia reconocer que han participado y siguen haciéndolo como dices en luchas sociales y ambientales importantes y muy necesarias. Ninguna duda como digo al respecto. Sin embargo, resulta ciertamente un poco desilusionante comprobar cómo algunas de sus posiciones y propuestas de política económica y financiera están en las antípodas de ese marco ideológico progresista.
Pondré un ejemplo que me parece muy significativo de lo que denomino «curanderismo financiero» por parte de los autores que mencionas -y también de muchos otros economistas ecológicos y de otros ámbitos sedicentemente izquierdistas-. Me refiero a la entelequia de pretender «arreglar», como si se tratara de una pieza defectuosa de un engranaje, el carácter explosivo del sistema financiero actual quitándole, lisa y llanamente, a la banca privada su poder de generación infinita de dinero-deuda sin respaldo real, con el objetivo de extirpar el «tumor» de la especulación financiera que alimenta la vorágine de las burbujas y de las explosivas crisis capitalistas.
Pues bien, para apoyar tales quimeras -que parten además de una concepción completamente errónea de la banca como intermediaria financiera entre ahorradores e inversores, falacia extendida por todos los espadachines a sueldo del capital y sobradamente refutada incluso por los propios bancos centrales occidentales-, José Manuel Naredo, por ejemplo, se inspira en la «propuesta de reserva 100%», original de Irving Fisher y estandarte asimismo del monetarismo de Friedman y Hayek y de los popes de la escuela austriaca, que francamente un poco reaccionarios sí que me parecen. Pero no se queda ahí: para completar el pack del más rancio monetarismo al que Naredo se suma en este caso con entusiasmo, el eminente economista ecológico suscribe sin embozo el vetusto y falaz planteamiento de la escolástica teoría cuantitativa del dinero -origen de todas las concepciones erróneas acerca, sin ir más lejos, de la obsesión por la inflación de la ideología dominante- e incluso defiende el regreso del arcaico «patrón oro», como medio ilusorio de detener el crecimiento desorbitado del «milagro del interés compuesto». En fin, creo que con tales antecedentes, de más que dudosa genealogía ideológico-política, resulta harto difícil -por decirlo suavemente- elaborar propuestas de reformas económicas mínimamente progresistas.
Salvador López Arnal.- Un nuevo respiro.
Alfredo Apilánez.- Respiremos.
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