Hugo Chávez: Mantener el impulso revolucionario Por Steve Ellner La característica más destacada de los catorce años de gobierno de Hugo Chávez en Venezuela fue su radicalización continua. Primero, con la convocatoria de una Asamblea Constituyente y con la ratificación, en 1999, de una nueva Constitución que privilegiaba la participación popular. Luego, en octubre de […]
Hugo Chávez: Mantener el impulso revolucionario
Por Steve Ellner
La característica más destacada de los catorce años de gobierno
de Hugo Chávez en Venezuela fue su radicalización continua.
Primero, con la convocatoria de una Asamblea Constituyente y con
la ratificación, en 1999, de una nueva Constitución que privilegiaba la
participación popular. Luego, en octubre de 2001, la reforma agraria y la
Ley Orgánica de Hidrocarburos deshicieron la privatización neoliberal
de la industria. Entre 2002 y 2003, después de una fracasada huelga de
dos meses promovida por las empresas (más que huelga, un lockout patronal),
Chávez enarboló la bandera del antimperialismo. En 2005 hizo
suya la del socialismo. Un año más tarde, tras su reelección como presidente,
se nacionalizaron la siderurgia, la electricidad y el Banco de
Venezuela, el más antiguo del país, al tiempo que se creó el Partido Socialista
Unido de Venezuela (PSUV). En 2009 lanzó una importante ofensiva
contra la corrupción, incluso dentro de las filas del movimiento chavista,
y luego impulsó las comunas en todo el país. Apenas hubo un respiro
entre cada avance.
Cada una de aquellas audaces iniciativas de Chávez vino acompañada
de una cadena de triunfos electorales: Asamblea Nacional,
elecciones locales, elección revocatoria, referéndum y elecciones presidenciales,
incluida la de 2006, en la que obtuvo el 63% de los votos, la
cifra más alta en la historia moderna de Venezuela. Todo esto podría
parecer una muestra paradigmática de lo que Trotsky —en circunstancias
históricas completamente diferentes— denominó «revolución
permanente», una revolución sin pausas o sin esas «etapas» en las que
se logra un acomodo temporal entre las fuerzas de clase en pugna y se
establece una relativa estabilidad.
Chávez, que como militar subalterno lideró en 1992 un golpe de
Estado frustrado contra el presidente neoliberal Carlos Andrés Pérez,
abandonó la política abstencionista de su movimiento para presentarse a
las elecciones presidenciales de 1998 y gobernó hasta su muerte, ocurrida
en 2013 a causa del cáncer. Durante ese tiempo, una oposición insurgente
apoyada y espoleada por Estados Unidos intentó derrocarlo en reiteradas
ocasiones por diferentes vías y cuestionó en varias oportunidades la legitimidad
de la democracia nacional.
A Chávez lo que le preocupaba era mantener el impulso del “proceso”. En primer lugar, para mantener el fervor entre las bases de su movimiento,
factor esencial para hacer frente a los adversarios que una y
otra vez pretendieron provocar un cambio de régimen. En segundo lugar,
para controlar a los burócratas de su propio gobierno y movimiento,
es decir, a aquellas personas que no estaban en contacto con las necesidades
y aspiraciones de los sectores populares (algunos, incluso, más
cercanos a las élites económicas).
Así, por ejemplo, en mayo de 2001, Chávez pidió públicamente la creación de un nuevo movimiento político paralelo a su propio partido. Se le dio el nombre de Movimiento Bolivariano Revolucionario-200 (MBR-200), el mismo nombre del grupo que había encabezado el golpe de Estado frustrado de 1992. El nuevo MBR-200 fue diseñado para servir de control al partido chavista, en el que una facción moderada estaba acumulando cada vez más fuerzas. Como afirmó Ernesto Villegas,
los miembros del MBR-200 debían denunciar “dondequiera que haya
corrupción, ineficiencia administrativa o conspiración”. Sin embargo, el
proyecto de un partido paralelo perdió pronto su urgencia. En octubre
de 2001, Chávez introdujo una serie de reformas radicales que significaron
un verdadero sacudón para su partido y provocaron la deserción
de los moderados, liderados por su mentor, Luis Miquilena.
Pero la presidencia de Chávez difícilmente haya representado una
revolución permanentemente ascendente, sin zigzags ni concesiones a
quienes se ubicaban a su derecha. No era tan sencillo. Además de
un agitador empedernido, Chávez era un pragmático, convencido de
que para enfrentar al enemigo no se podía prescindir de una política
de alianzas. No se cansaba de decir que, aunque la oposición venezolana
era débil, estaba respaldada por la nación imperialista más poderosa
de la historia.
Pero las alianzas forjadas por Chávez a la hora de emprender cada
batalla tuvieron un precio. Y ese precio a menudo consistía en el abandono
o ablandamiento de las banderas abrazadas por la masa de chavistas
que lo seguía. Un ejemplo fueron los apoyos electorales que él y otros
chavistas recibieron de numerosos clérigos evangélicos. Tras la victoria
en las elecciones presidenciales de 2006, un grupo de organizaciones
evangélicas emitió un documento titulado “Proclamad Libertad a los
oprimidos”, en el que uno de sus portavoces afirmaba que para una
mayoría evangélica, como para el pueblo creyente en general, Chávez
y su gobierno representa “una visita de Dios” para la nación. El objetivo
era claro: contrarrestar la actitud hostil que la jerarquía católica había
mostrado hacia Chávez desde el comienzo de su Gobierno.
Al aceptar el apoyo de los evangélicos, Chávez dejó pasar la oportunidad
de profundizar en algunos avances logrados. Cuando Chávez
murió en 2013, una destacada mujer activista declaró: “Creo que fue
muy valiente por su parte llamarse a sí mismo feminista y, sobre todo,
toda la política social que se centró en la liberación de la mujer”. Pero a
continuación señaló que, a pesar del compromiso abierto de Chávez con
el feminismo y de la presión ejercida desde las filas del movimiento
chavista, el aborto siguió siendo considerado un delito. El fracaso a
la hora de derogar una legislación tan retrógrada se debió no solo a la
adhesión de muchos venezolanos al catolicismo, sino también a esa
alianza informal del movimiento chavista con los evangélicos.
Otra inesperada alianza para los autoproclamados revolucionarios
fue la establecida con aquellos empresarios que se negaban a secundar
los planes desestabilizadores de la principal organización empresarial,
FEDECAMARAS. Pero la alianza informal con miembros del sector
privado tuvo también aspectos inconvenientes que terminaron atentando
contra algunos de los principales objetivos del movimiento chavista. La
corrupción fue uno de ellos.
En febrero de 2023, tras la huelga general de dos meses convocada
por FEDECAMARAS, Chávez declaró que el Estado no destinaría
«ni un dólar más para los golpistas» y anunció, en efecto, que todos los
«dólares preferenciales», que se vendían a precios subsidiados para pagar
las importaciones, irían a parar únicamente a los empresarios que se
habían negado a secundar la huelga. La decisión era lógica desde el punto
de vista político. Después de todo, ¿por qué ayudar a quienes habían
intentado derrocar al Gobierno no una, sino dos veces durante aquel
2002? Pero la política de favoritismo hacia los aliados empresariales condujo
a la corrupción masiva: como denunció el exministro de Finanzas
de Chávez, Jorge Giordani, esta alcanzó el valor de unos 15 000 millones
de dólares.
Otro de aquellos acuerdos era aún más estratégico. Chávez lo
llamó la “alianza cívico-militar”: buscaba la plena integración de los
oficiales en su Gobierno y en el partido gobernante. Antes de Chávez,
la izquierda venezolana había abogado por conceder a los oficiales el
derecho de voto para fomentar su participación en la vida de la nación.
De hecho, los militares venezolanos no eran tradicionalmente una casta
o un reducto de la clase alta —como sí es el caso en los países vecinos— y
en varias ocasiones se habían alzado a favor de banderas progresistas.
Chávez afirmó que los militares, lejos de ser una amenaza para la izquierda
como lo habían sido en el Chile de Allende, eran aliados de su
Gobierno y estaban plenamente integrados tanto allí como al partido.
Tras el frustrado golpe de Estado en su contra en abril de 2002, declaró:
“Esta es una revolución pacífica, pero no desarmada (…) Y está armada
no solo de ideas, sino también de espadas, sables y fusiles”, añadiendo
que la alianza cívico-militar se había puesto de manifiesto en abril,
cuando los militares se unieron a los civiles para presionar con éxito por
su retorno al poder. Pero el intento de Chávez de integrar a los oficiales
en su Gobierno a todos los niveles tenía su lado negativo: dada su naturaleza
jerárquica, la corrupción en el Ejército es mucho más difícil de denunciar.
Bajo el gobierno de Chávez, el Poder Ejecutivo aplicó importantes
medidas represivas contra la corrupción, en las que grandes figuras cercanas
al presidente acabaron en la cárcel, un hecho único en la historia de Venezuela. Pero los oficiales militares en su mayor parte quedaron fuera de ellas, y por razones obvias.
La oposición, junto con Washington, recurrió al palo y la zanahoria para
tratar de convencer a las Fuerzas Armadas venezolanas de derrocar al
Gobierno. Para estrategas como Chávez, los riesgos de una reorganización
militar superaban a los beneficios.
El gobierno de Chávez navegó así entre las limitaciones impuestas
por estas alianzas, por un lado, y el proceso de radicalización, por otro.
En medio de la dialéctica entre estos dos polos, Chávez mantuvo el estatus
de icono de la izquierda, tanto en Venezuela como en el resto del mundo.
Sin embargo, la estrategia de radicalismo con una fuerte dosis de
pragmatismo suscitó duras críticas y deserciones de ambos flancos, tanto
desde la derecha como desde la izquierda. El moderado Movimiento al
Socialismo (MAS) abandonó la coalición de Gobierno casi desde el principio,
alegando que Chávez estaba incumpliendo las normas democráticas,
entre otras cosas, al nombrar a demasiados militares en puestos
de gobierno. Después, en 2002, Miquilena, que también se oponía a una
supuesta presencia excesiva de militares en el gobierno, se retiró del chavismo
y se pasó a la oposición. Ya en 2000, Miquilena había confrontado con tres altos “comandantes militares” que insistían en que ellos y los demás participantes en el intento de golpe de Estado de Chávez en 1992 merecían desempeñar funciones de
liderazgo en el Gobierno.
A la izquierda de Chávez, otros criticaron su política de alianzas por
frenar el «proceso de cambio». Así, por ejemplo, un sector del movimiento
obrero chavista encabezado por Orlando Chirino se opuso
a la presencia en el movimiento de antiguos dirigentes sindicales del
partido centrista democristiano COPEI que habían intentado frenar las
tomas de empresas por parte de los trabajadores tras la huelga general
de 2002-2003. En los años siguientes, Chirino y sus aliados se alejaron
cada vez más del bando chavista y en 2009 se negaron a participar en
la marcha del Primero de Mayo convocada desde el Gobierno.
¿La culpa es (solo) del imperialismo?
Washington no ha sido precisamente un amigo de los gobiernos progresistas
de la llamada Marea Rosa en América Latina, y ha utilizado diversos medios para socavarlos. Pero lo de Venezuela es un caso completamente aparte.
Ya antes de las elecciones presidenciales de 1998, Washington se
había mostrado implacable en su hostilidad hacia Chávez. El antagonismo
se manifestó incluso en los momentos en que Chávez acababa
de salir triunfante. Así, por ejemplo, tras la elección de Chávez en
1998, Venezuela se convirtió en el mayor receptor de América Latina
de fondos de la National Endowment of Democracy (NED) destinados
a apuntalar a la oposición.
Después, cuando Chávez derrotó el intento de golpe de Estado de
abril de 2002, Estados Unidos creó una «Oficina de Iniciativas para la
Transición» (un eufemismo para el cambio de régimen) en su embajada
en Caracas. En 2004, tras el arrollador triunfo de Chávez en
unas elecciones revocatorias certificadas por el Carter Center, el
gobierno estadounidense anunció que no aceptaría los resultados oficiales.
Apenas unos meses después de la reelección de Chávez en 2006,
una nueva generación de jóvenes antichavistas con gran presencia
en las universidades de élite —y generosamente financiada por ONG estadounidenses— debutó en las calles de Caracas en forma de protestas disruptivas.
La aprehensión de Washington hacia Chávez obedece a un patrón
histórico que se ha manifestado en contextos muy diversos. Durante el
período de lucha por los derechos civiles de la década de 1960, el FBI
persiguió a figuras que consideraba “mesías”, líderes carismáticos con
capacidad para atraer y unificar a sectores muy diferentes de la población.
Chávez era un líder de ese tipo. Así lo demostró su éxito en la convocatoria
de la segunda cumbre de la OPEP, celebrada en Caracas en septiembre
de 2000, que aprobó el plan de Venezuela para la estabilización
de los precios del petróleo en niveles superiores. Antes de la reunión —y
pese a la enérgica objeción de los líderes de la oposición— Chávez viajó
a las otras diez naciones de la OPEP para invitar personalmente a los jefes
de Estado a la cumbre, muchos de los cuales acudieron. El viaje de Chávez
fue particularmente audaz dada la diversidad entre los miembros de la
OPEP y la hostilidad entre algunos de ellos (Irán e Irak, por ejemplo). Esta
capacidad, sin parangón en ningún otro líder de la Marea Rosa, explica
el trato singularmente beligerante que Venezuela ha recibido de Washington,
tanto antes como después de la muerte de Chávez.
Desde la izquierda se han formulado diversas críticas a Chávez, y
sin duda algunas de ellas son válidas o contienen elementos de verdad.
Pero los defectos de Chávez deben entenderse en el contexto de la incesante
guerra contra Venezuela. Así, por ejemplo, Chávez reaccionó
a la huelga general de dos meses de 2002-2003, secundada por el 70% de
los empleados de cuello blanco de la industria petrolera, despidiéndolos
a todos y subrayando después la importancia de la lealtad por encima de
la competencia.
El énfasis en la lealtad era lógico dada la agresividad de la oposición
y los recursos de los que disponía. Pero hacer hincapié en la lealtad
por encima de la competencia puede que haya ido demasiado lejos.
Los críticos de Chávez de todo el espectro político atribuyen los acuciantes
problemas que han asolado la industria petrolera venezolana a
la incapacidad de priorizar la competencia, lo cual se vio agravado por
la pérdida de esos 17.000 empleados de la industria petrolera en 2003.
Puede que aquello haya sido un error. Pero, en todo caso, debe ser
visto como una reacción exagerada al intento de FEDECAMARAS y
sus empresarios aliados de poner a la nación de rodillas.
El llamamiento de Chávez a la unidad por encima de todo es otro
ejemplo de su sobrerreacción ante las acciones de la oposición
apoyada por Washington, que utilizó todos los medios posibles para
lograr el cambio de régimen. Uno de los eslóganes favoritos de Chávez,
“unidad, unidad y más unidad”, se tradujo a veces en la incapacidad de
reconocer las diferencias legítimas dentro de la izquierda.
Chávez lanzó el PSUV en 2007 como “Partido Único de la Izquierda”
y pidió a los demás partidos de izquierda que se disolvieran. El
Partido Comunista (PCV), el más antiguo del país, y varios otros, se
negaron a aceptar la propuesta de Chávez, aunque muchos de sus dirigentes
renunciaron para unirse al PSUV. Chávez reaccionó llamando
«contrarrevolucionarios» y “traidores” a sus dirigentes, pero luego
abandonó la idea de un partido único de izquierdas y creó la alianza «Polo
Patriótico», que englobaba a todos los partidos chavistas, incluido el
PCV. Calificó a la nueva agrupación de «bloque histórico», un término
tomado de Antonio Gramsci.
Pero la negativa a aceptar la diversidad, aunque comprensible
teniendo en cuenta a lo que se enfrentaba, tuvo graves consecuencias.
Chávez llenó casi todos los puestos de dirección del partido con ministros
de su Gobierno, gobernadores chavistas y otros funcionarios gubernamentales,
reduciendo así la probabilidad de que surgieran críticas
constructivas.
El momento justo
En resumen, la agresividad del enemigo limitó las opciones de Chávez y
le obligó a forjar alianzas que frenaron la consecución de los objetivos
de su movimiento. Al mismo tiempo, las situaciones en las que tenía
ventaja, inmediatamente después de los triunfos, eran momentos ideales
para que avanzara en la consecución de los compromisos de largo alcance
de su movimiento. Chávez demostró ser un maestro a la hora de aprovechar
la oportunidad que brindaban ese tipo de ocasiones.
Esta habilidad quedó demostrada al principio de su primera presidencia,
el 2 de febrero de 1999, cuando presentó su propuesta electoral
de una Asamblea Constituyente. Ese día recibió la banda presidencial de
manos del presidente saliente, Rafael Caldera. Frente al anciano Caldera,
de 83 años, Chávez dijo: «Juro delante de Dios, juro delante de la
Patria, juro delante de mi pueblo que sobre esta moribunda Constitución
impulsaré las transformaciones democráticas necesarias para
que la República nueva tenga una Carta Magna adecuada a los nuevos
tiempos».
Tras su triunfo electoral de 2006, pasó una vez más a la ofensiva
con las expropiaciones de sectores estratégicos de la economía.
Inmediatamente después de que se anunciaran los primeros resultados
electorales el 3 de diciembre, Chávez se dirigió a una multitud eufórica
frente al palacio presidencial, diciendo: “Hoy es un momento de
despegue. Nuestra estrategia es la profundización de la revolución, de
la democracia revolucionaria hacia el socialismo… que nadie le tenga
miedo al socialismo. El socialismo que estamos construyendo es amor,
es solidaridad, es original”.
Pero cabe preguntarse si tras la impresionante victoria electoral de
Chávez en 2006, que desmoralizó a la oposición, se podría haber llegado
más lejos. Los resultados electorales brindaron a los chavistas una
oportunidad para crear un sistema de rendición de cuentas de la administración
pública con cierto grado de autonomía, aun a riesgo de proporcionar
a la oposición munición adicional para atacar al Gobierno.
Chávez combatió la peste de la corrupción cuando en 2009 expropió
varios bancos en quiebra y su Gobierno ordenó encarcelar a
destacados empresarios cercanos al movimiento chavista. Así evitó
una crisis financiera en toda regla y el consiguiente colapso económico.
Pero no institucionalizó mecanismos de control de la burocracia
que hubieran tenido un efecto más duradero.
Es esencial que la izquierda en el poder identifique el momento
adecuado para avanzar. En los momentos de mayor fortaleza, resulta
imperativo que la izquierda en el poder aproveche al máximo la relativa
debilidad del enemigo profundizando con audacia el proceso de
cambio. Esta es una conclusión muy diferente a la que sostienen algunos
en la izquierda que, en nombre de la “revolución permanente”, afirman
que todos los momentos son correctos. Según ellos, todo está perdido
cuando un proceso de cambio revolucionario se queda quieto, sin
avanzar. Esta noción, que básicamente descarta la importancia del
momento, ignora la estrategia leninista de retroceder o replegarse
temporalmente para avanzar en circunstancias más propicias. En
el caso de Venezuela, el mismo posicionamiento teórico asume que
Estados Unidos es una especie de “tigre de papel” y no la formidable
potencia que es.
Otro asunto espinoso surgió tras la aplastante victoria electoral de
Chávez en 2006 con la fundación del PSUV como partido de masas
en lugar de uno más pequeño y disciplinado. A principios de 2007 se
instalaron mesas en las plazas céntricas de pueblos y ciudades de todo el
país para inscribir a los venezolanos en el nuevo partido, sin hacer preguntas.
Chávez incluso dio la bienvenida a quienes habían firmado la
petición de revocatoria presidencial.
Algunos izquierdistas se preguntaron cómo se podía fundar un
partido sin programa ni objetivos. Los dirigentes chavistas respondieron
a esta objeción señalando que eran las bases del partido organizadas
en células (llamadas “batallones”), de unos 200 miembros cada
una, las que harían propuestas para un programa que luego se ratificaría
en el congreso fundacional y que plantear lo contrario era hacerle el
juego a las élites políticas.
Maripili Hernández, que se convertiría en ministra de la Juventud
de Chávez, respondió a los críticos de la izquierda acusándolos de “no
confiar en la sabiduría del pueblo”. Continuó diciendo: “Por primera
vez en Venezuela, y me atrevo a decir que en el mundo, de que un partido
no sea fundado por una élite, sino que sea el pueblo el que le dé forma, pero algunos dicen que hay que esperar. ¿Esperar a qué?”.
Lo que estaba en juego era la cuestión de un partido de masas
frente a un partido disciplinado más pequeño, un debate que se remontaba
a las polémicas de Rosa Luxemburg y Lenin sobre el papel
de la vanguardia. Lenin, tanto en la teoría como en la práctica, daba más
importancia a la dirección centralizada en el proceso revolucionario,
mientras que Luxemburg destacaba el aspecto más espontáneo de
las protestas de masas (aunque estaba muy lejos de ser una anarquista
opuesta a los partidos políticos). Pero un partido y un movimiento
de masas no se traducen necesariamente en una mayor democracia y
en la ausencia de un liderazgo excesivamente centralizado, como había
previsto Luxemburg.
Los izquierdistas, incluidos algunos del PSUV, cuestionaron la
forma en que se estaba estructurado el partido. El portavoz de la izquierda
española y asesor del gobierno de Chávez, Juan Carlos Monedero, advirtió
a Chávez del peligro de lo que denominó “hiperliderazgo”. Según
Monedero, el hiperliderazgo “tiene la ventaja de articular lo desestructurado
y unir los fragmentos
[de los sectores populares]
”. Pero, añadió,
“en última instancia, desactiva una participación popular que confía
demasiado en las capacidades heroicas del líder”.
Sin embargo, la historia tiene otra cara. La profundización de la
democracia y la guerra son dos elementos incompatibles. La guerra patrocinada
por Estados Unidos contra Venezuela, al igual que la guerra contra
Cuba, ha impedido el progreso no solo en el frente económico sino
también en el político. Creo que las críticas presentadas por Monedero y
otros que apoyaban al gobierno chavista pero alertaban sobre la falta de
democracia interna eran válidas. Pero no estoy tan seguro de hasta qué
punto son válidas dado el contexto del imperialismo estadounidense.
El legado de Chávez
En noviembre de 2008, el programa estadounidense “Front Line”, de la
cadena PBS, emitió el documental “The Hugo Chávez Show”. Como
su nombre indica, el programa reducía a Chávez y sus innovadores
programas y propuestas a nada más que bombo y platillo (yo mismo fui
entrevistado para el programa durante más de una hora en Caracas,
pero luego solo citaron un par de palabras carentes de contenido real).
El documental refleja gran parte de la literatura académica sobre el
populismo de izquierdas, que postula al carisma como su característica
más destacada al tiempo que resta importancia a las políticas concretas.
La teoría se cae por su propio peso cuando uno se pregunta por
qué Washington llegó a tales extremos para derrocar al “populista” de
izquierdas Hugo Chávez. ¿Acaso le aterrorizaban las cualidades personales
de Chávez y sus habilidades retóricas, o lo que contaba eran sus acciones?
Es evidente que lo segundo.
El modelo que Chávez estaba desarrollando en Venezuela chocaba
de manera fundamental con el capitalismo al estilo estadounidense.
Estados Unidos llevó a cabo una enorme campaña con el objetivo de
dar una lección a los venezolanos y al mundo sobre lo que ocurre cuando
intentas desarrollar alternativas al sistema capitalista y al mismo tiempo
desafías a Washington.
Para las élites gobernantes, algunas expropiaciones son aceptables.
Pero no las llevadas a cabo por Chávez. Las expropiaciones de 2007
y posteriores no fueron acciones caprichosas impulsadas por una visión
utópica, sino una respuesta a lo que el venezolano llamó «prácticas inescrupulosas
». Durante las expropiaciones de 2007, el presidente advirtió
a las empresas cementeras que les ocurriría lo mismo si no invertían lo
suficiente y no abastecían al mercado nacional a precios regulados
por el Gobierno en lugar de exportar sus productos al extranjero, donde
los beneficios eran mayores. «Si no quieren [invertir], las ocuparemos,
inyectaremos recursos y haremos que las plantas funcionen mejor, reduciremos
costos y produciremos lo suficiente para nosotros, porque esto
ya es demasiado». Al año siguiente Chávez decretó la expropiación
de la industria.
El modelo tenía también otros componentes. La Constitución venezolana
de 1999, que fue la primera iniciativa de Chávez como presidente,
consagró el concepto de democracia participativa. Este se aplicó
de diversas formas. En menos de una década se celebraron elecciones
revocatorias y dos referendos nacionales. Los programas sociales
se administraron a través de organizaciones comunitarias.
Hacia el final del gobierno de Chávez surgieron comunas por todo
el país que producían diversos productos. Chris Gilbert, un escritor
que estudió el fenómeno, señaló que, a diferencia del zapatismo en
México, las comunas venezolanas “demostraron la relación esencialmente
positiva que puede establecerse entre el poder popular (…) y
un aparato estatal receptivo”. En general, los analistas reconocen que
las asignaciones para programas sociales aumentaron sustancialmente
bajo Chávez, pero la participación de la comunidad organizada en su
gestión no suele abordarse y, cuando se hace, se subrayan únicamente los
aspectos negativos.
El temor al efecto dominó que podría desencadenar un modelo alternativo
que funcione es la principal razón por la que Estados Unidos
le declaró la guerra total a Venezuela. Las consideraciones geopolíticas
—no querer un gobierno antipático en el vecindario— también tienen
mucho que ver. Y evitar que Venezuela pase de ser un proveedor
seguro de petróleo para el mercado estadounidense a un proveedor
importante para China (las exportaciones de petróleo al país asiático
se dispararon bajo Chávez) fue otro factor importante.
Durante los 14 años de presidencia de Chávez, el nuevo «modelo»
venezolano estaba en construcción. Distaba de ser un proyecto acabado.
Una de las fuentes de inspiración de Chávez fue Simón Rodríguez, mentor
de Simón Bolívar, que afirmó célebremente: “Inventamos o erramos”.
El componente clave del modelo que surgió fue la expropiación
por parte del Estado de aquellas empresas que no cumplieran sus obligaciones
sociales con los trabajadores, el medio ambiente y el desarrollo
nacional. No se trataba tanto de un modelo socialista sino más bien de
uno anticapitalista.
Los expertos de Washington que justifican la política exterior
estadounidense abrazan la noción de que el socialismo no funciona.
Pero si los políticos de Washington están tan seguros de que esto es así,
¿por qué no dejan que los experimentos anticapitalistas, como el de
Venezuela, y socialistas, como el de Cuba, se consuman por sí mismos en
lugar de atacarlos desde fuera? Tal escenario representaría un «efecto
demostración» mucho más eficaz que lo que efectivamente sucede en
Venezuela y Cuba, en donde el “fracaso” puede atribuirse fácilmente
a la agresión imperialista. Si Washington aceptara esta línea de razonamiento,
Cuba no habría estado sujeta a un embargo durante más de
medio siglo. Y Estados Unidos no se habría entrometido en los asuntos
internos de Venezuela, como ha hecho desde el principio del gobierno
de Chávez.
Steve Ellner es profesor retirado de historia económica políticas en la Universidad de Oriente (Venezuela), y actualmente Editor Asociado de Latin American Perspectives. Es autor de numerosos libros, entre ellos El fenómeno Chávez: sus orígenes y su impacto hasta 2013 (2014) y La izquierda latinoamericana en el poder: Cambios y enfrentamientos en el siglo XXI (editor, publicado por CELARG y el Centro Nacional de Historia, Caracas, 2014). https://www.dropbox.com/s/yxxsdyf0puqxdhg/La%20izquierda%20latinoamericana%20book.pdf?dl=0
Publicado en Jacobin, segundo semestre de 2024.