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A propósito del libro Femmes en armes. Itinéraires de combattantes au Pérou (1980-2010), de Camille Boutron

Crítica de las armas en los Andes

Fuentes: Rebelión

Desde hace algunos años, en algunas corrientes de las ciencias sociales, se ha impuesto la idea que la violencia destruye la subjetividad. Efectivamente, abordar el fenómeno de la violencia implica adentrarse en terrenos minados por la ideología dominante. ¡Cuidado que alguien se atreva a analizar la violencia divina de los movimientos insurgentes, pues corre el […]

Desde hace algunos años, en algunas corrientes de las ciencias sociales, se ha impuesto la idea que la violencia destruye la subjetividad. Efectivamente, abordar el fenómeno de la violencia implica adentrarse en terrenos minados por la ideología dominante. ¡Cuidado que alguien se atreva a analizar la violencia divina de los movimientos insurgentes, pues corre el riesgo de ser calificado de apologista del terrorismo! A través de esta «jugada ideológica» se coloca en el mismo plano a la violencia sistémica con la violencia subjetiva [1].

El filósofo alemán Walter Benjamin distinguió la violencia mítica de la violencia divina. Mientras que la primera cumple un papel ideológico que justifica la dominación de un sistema, la segunda es la expresión de rechazo a dicha opresión. Inspirado en algunas ideas de Sorel, especialmente sobre la importancia de la huelga, Benjamin sostenía que la violencia divina era una ruptura con el continuum de la historia. Motines, insurrecciones, revueltas populares o las revoluciones develan la violencia divina de las víctimas. En ese sentido, nos parece imprescindible analizar la manera cómo a través la violencia divina (o revolucionaria) las víctimas pueden recuperar su subjetividad.

Desde una perspectiva feminista, Camille Boutron nos presenta una obra donde el mito del pacifismo natural de las mujeres se pone en cuestión. A través del análisis de la trayectoria de algunas militantes del Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso (PCP-SL), del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) y de los Comités de Autodefensa, Boutron observa que la guerra no es un asunto solamente masculino (p. 196). Además, la autora subraya el continuum de la violencia política y de la violencia doméstica padecida por las mujeres.

El primer capítulo del libro aborda los vínculos entre el feminismo y la lucha armada. En esta sección, Boutron muestra la manera cómo, a partir de la década de los setenta, el feminismo comienza a institucionalizarse en el Perú. Sin embargo, bajo la influencia de la revolución cubana (1959) y de la revolución nicaragüense (1979), algunas feministas se sumaron a los movimientos populares que, a la postre, formaran parte de los grupos insurgentes. Aunque desde el enfoque de la acción colectiva, Boutron hace hincapié en la relación entre los movimientos de mujeres con el trabajo popular impulsado en las zonas barriales de Lima (por ejemplo, los «comedores populares» o los programas «un vaso de leche») para hacer referencia a la configuración de una nueva figura de la contestación social (p. 37), nos da la impresión que la autora soslaya la relación entre las «Acciones cívicas», impulsadas desde el gobierno y aplicadas por distintas ONGs, y la lucha contrainsurgente. Además de esbozar una breve periodización del conflicto y de subrayar los tres modos de reclutamiento (por vocación, como vía alternativa de vida o por coacción), la autora afirma, apoyada en la noción de «división sexual del trabajo revolucionario», que la lógica disciplinaria partisana difícilmente es compatible con la idea de una emancipación por las armas.

El segundo capítulo se concentra en el estudio de los diferentes espacios de movilización y la manera cómo éstos influyen en la toma de decisión para entrar a la lucha armada. Analizando la trayectoria de algunas militantes, la autora observa el papel de la Universidad y, en algunos casos de la Iglesia popular, en el proceso de ruptura (sentimiento de autonomía) de los sujetos. Cabe hacer mención que, en el caso de las militantes del PCP-SL y del MRTA, el «compromiso político y su ingreso a la lucha armada no es vivido como una rebelión juvenil contra los valores familiares, sino, precisamente, pensado como el medio para llevarlos a la práctica» (p. 67). Por otro lado, la autora señala el papel de las viudas como expresión de una desestabilización de la categoría del género.

Los capítulos tres y cuatro describen tanto el uso del espacio carcelario -dispositivo de poder- como las formas de interacción (conflictos, estrategias de supervivencia, acuerdos) entre las prisioneras. Así, Boutron reconoce una continuidad de la legislación (1981) del gobierno de Fernando Belaúnde Terry hasta las leyes promulgadas por Alberto Fujimori en la lucha contrainsurgente por parte del Estado. Por medio del «delito de terrorismo», la violencia mítica crea los marcos para la criminalización de la protesta social. Además, la autora sostiene que la prisión funge como proceso de (re)domesticación del cuerpo insurgente y, en ese sentido, la dimensión política de su reclusión debe ser tomada en serio. Otro elemento interesante en estos acápites refiere a la solidaridad familiar como estrategias de resistencia al «doble infierno» (p. 113) padecido en chirona. Aquí, la memoria, siempre selectiva (P. Ricœur), permite la construcción de un relato no excepto de conflictos.

En el capítulo cinco, Boutron examina las representaciones que, a través de los medios de comunicación, son construidas en torno a las combatientes. Esta sección nos parece la más interesante pues, por medio de un enfoque interseccional, la autora devela la asimetría del trato mediático de las combatientes (por ejemplo, Carlota Tello o Maritza Garrido Lecca). Mientras las militantes del PCP-SL y del MRTA son presentadas, sea como monstruos asexuados privados de todo rasgo humano, sea como objetos sexuales al servicio del poder (sexual) masculino de los dirigentes; las ronderas desaparecen de las manifestaciones conmemorativas en el espacio público. Apoyada en la perspectiva de la whore narrative, propuesta por Laura Sjoberg y Caron Gentry, la autora explora los mecanismos bio-políticos que son empleados no solo para justificar la represión sobre los cuerpos insurgentes, sino además para trivializar la lucha armada.

Finalmente, el último capítulo explora las trayectorias sociales marcadas por un continuum de violencia. La autora sostiene que la mayoría de las militantes provienen de zonas rurales [2] donde la violencia doméstica y sexual es moneda corriente y, por consiguiente, el ingreso a la lucha armada se presenta como una alternativa de vida o como una «opción racional ante la vulnerabilidad económica y psíquica» (p. 168). Sin embargo, Boutron hace hincapié en que dicho compromiso no debe ser concebido solo como una «especie de escape», sino también un rechazo al orden patriarcal. Precisamente, aquí la violencia mítica (régimen carcelario, represión, torturas, entre otros) responde a una lógica patriarcal que intenta restaurar el control social amenazado por los movimientos insurgentes. De hecho, la autora plantea que la violencia doméstica, sobre todo la padecida por las ronderas, responde a una reacción de la desposesión de la identidad masculina, es decir, es expresión de una afirmación de la potencia viril.

El trabajo de Camille Boutron, actualmente miembro del Institut de Recherche Stratégique de l’Ecole Militaire, es una excelente contribución al estudio de los conflictos armados desde la perspectiva de género. Por otra parte, el trabajo etnográfico realizado en las prisiones Miguel Castro Castro y Chorrillos II nos parece muy sugerente, pues al privilegiar la voz y trayectoria de los actores, muestra la complejidad del fenómeno socio-político. Sin embargo, pensamos que, en ocasiones, el ángulo de la mirada (l’angle d’attaque) de la investigadora acepta ingenuamente el discurso del poder y, en ese sentido, reifica el «sentido común» (Bourdieu). Por ejemplo, al abordar la ejecución de María Elena Moyano, la «Madre Coraje», el 15 de febrero de 1984, por el PCP-SL (p. 51), Boutron no menciona el hecho que Moyano formaba parte de las rondas contrainsurgentes -estimuladas tanto por el gobierno como por la izquierda legal- para combatir a la guerrilla maoísta en las zonas urbanas, en otras palabras, la «Madre Coraje» (llamada así por la revista Caretas) era pieza clave en los planes de represión estatal. Huelga decir que la «Madre Coraje» fue sentenciada y ejecutada por oponerse al «paro armado» promovido por el PCP-SL.

La mirada aséptica de la investigadora, la lleva incluso a no percibir las matanzas de los prisioneros (en 1986 y en 1992) como momentos tanatopolíticos de una Estado autoritario que sigue imponiendo la violencia mítica. En ese sentido, la obra de Camille Boutron contribuye al relato hegemónico de los vencedores de la historia.

Por su parte, analizando el mismo periodo histórico (1980-2000), pero desde una mirada materialista, Luis Arce Borja realiza una excelente investigación sobre el conflicto armado que sacudió al Perú [3]. Arce Borja no solo destruye las entelequias que se han construido en torno a la violencia revolucionaria, sino que también, denuncia la colaboración de la izquierda legal (Izquierda Unida), de miembros de la Iglesia (Joseph Theodore Gagnon conocido como el «padre Mariano», el cardenal Juan Landázuri Rickets, el obispo Ricardo Duran, Luis Cipriani, el sacerdote belga Hubert Lanssiers, entre otros), de las ONGs (CEDEP, Perú Paz, CEAPAZ, etc.), de «las rondas de la muerte» y, por supuesto, la ambivalencia del MRTA en la estrategia contrainsurgente implementada por el Estado para destruir a la guerrilla maoísta.

Arce Borja elabora un análisis, tanto de la memoria larga como de la memoria corta de los movimientos de resistencia, para mostrar el vínculo entre la crítica de las armas y el proceso de subjetividad. La lógica moderna capitalista tiene como objetivo no solo la de expoliar el trabajo de los productores, sino también de despojarlos de su subjetividad. Al ser violento el lenguaje de la modernidad capitalista, quizá -como muy bien lo percibieron Walter Benjamin y Frantz Fanon- la respuesta de los oprimidos deberá ser también violenta, pero no será una violencia mítica, sino una violencia divina.

«La mayoría de los estudios y artículos que han abordado el problema subversivo en Perú, han mostrado una trama común, cuyo eje fue minimizar la envergadura del proceso armado (…) No fue el número de militantes y de combatientes lo que determinó la dimensión de la guerrilla y del proceso subversivo. Sin dudas las fuerzas armadas, fuerzas policiales y diferentes grupos paramilitares que constituyeron el aparato contrainsurgente del Estado, fueron numéricamente hablando, superior a las fuerzas subversivas. En su mejor momento la fuerza militar del Estado concentró 627 mil efectivos considerando soldados, policías, y grupos paramilitares (rondas, grupos de defensa civil, etc.). La consistencia de la subversión radicó en un conjunto de factores sociales, políticos y militares, que condicionaron un proceso armado al sentimiento general de liberación de un pueblo. La lucha armada, como expresión objetiva de este proceso logró acelerar el ritmo de la lucha de clases y desencadenó en el pueblo una fuerza incontenible en busca de justicia y de sanción contra los responsables del hambre y la miseria del pueblo. Su fuerza fundamental se relacionó a la expectativa que este proceso generó entre los pobres y, sobre todo, porque constituyó una esperanza para resolver definitivamente el hambre y miseria del pueblo. Cuando la guerrilla entraba a un pueblo andino, y después de doblegar a las autoridades sancionaba con rigor al juez o alcalde corrupto, era una forma práctica y sin equívocos de ganarse a su favor a la población. Mientras mantuvo esta línea de acción sostenida en conseguir reivindicaciones históricamente negadas por el Estado, la guerrilla creció hasta alcanzar niveles que aterrorizaron a los representantes del Estado» [4].

Huelga decir que el texto de Arce Borja no es una apología del PCP-SL, sino precisamente una investigación socio-histórica y a contracorriente sobre el conflicto armado que se vivió en el Perú. Frente a los historiadores historicistas que se comprometen con el poder, afortunadamente surgen voces y miradas que se apoderan «de un recuerdo tal como éste relumbra en un instante de peligro» [5], pues saben que ni los muertos están a salvo si el enemigo vence. Y, este enemigo, desde el siglo XVI, no ha cesado de vencer.

Notas:

* Femmes en armes. Itinéraires de combattantes au Pérou (1980-2010), de Camille Boutron, Paris, Presses Universitaires de Rennes, 2019, 221 p.

[1] Slavoj Žižek, Sobre la violencia, Seis reflexiones marginales, Buenos Aires, Paidós, 2009.

[2] Por su parte, desde otro terreno del conocimiento y con otro horizonte político, Ramón Amaya Amador (1916-1966) narra en su novela Jacinta Peralta la historia de una inmigrante del campo que tiene que trabajar como sirvienta en casa de una de las familias más importantes de la sociedad hondureña. Después de ser engañada y embarazada por Jorge Pacheco, Jacinta Peralta es acusada de robo por la familia y, en consecuencia, es despedida. Trabajando como mesera en un bar de un barrio popular es seducida por Plinio Rey, un proxeneta que, al amparo de la policía y de algunos políticos, se dedica a reclutar jóvenes pobres para enrolarlas en las filas de la prostitución. Un día en El Palomar, la casa de citas preferido por las élites hondureñas, Jacinta se encuentra con el Lic. Pacheco. El encuentro es tenso. El Lic. Pacheco no solo abusa de ella sexualmente, sino que además le propina una tremenda golpiza. Posteriormente, en otra ocasión, Jacinta toma la delantera y hiere con una punta al joven abogado. Jacinta es detenida y enviada a prisión. En chirona le llama la atención los detenidos de la célula 17, conocidos como «Los rojos». A través de las conversaciones con los prisioneros Pedro Bravo y Tovico Loreto, Peralta empieza a comprender sus infortunios bajo la perspectiva de la lucha de clases. Al ser puesta en libertad, la joven regresa al barrio donde había dejado a su hija encargada con una anciana. Esta le cuenta que, durante su ausencia, el vecino Hipólito Riego, un joven obrero de izquierda, también cuidó de la niña. El destino hace su parte y ambos deciden vivir juntos. Durante ese tiempo, Peralta empieza su formación política e, incluso, crea un comité de vecinos para exigir mejoras en sus viviendas. Tiempo después, Peralta entra a trabajar en la misma fábrica que su compañero. Allí se suma al sindicato y participa en una huelga muy importante en defensa de los derechos labores. Sin caer en las trampas del esencialismo político, pues Amaya Amador también plasma las contradicciones y degeneración de clase (Pancho Ocaña, el engrasador de máquinas que denunciaba a sus compañeros militantes), nos parece que esta novela muestra la importancia de la literatura no solo como medio para descolonizar el saber, sino también, como herramienta de transformación social. Ramón Amaya Amador, Jacinta Peralta, Tegucigalpa, Guaymuras, 2006.

[3] Luis Arce Borja, Memoria de una guerra. Perú (1980-2000), Centre d’Etudes Sociales sur Amérique latine, Bruselas, 2009.

[4] Luis Arce Borja, Memoria de una guerra. Perú (1980-2000), Centre d’Etudes Sociales sur Amérique latine, Bruselas, 2009, pp. 181-182.

[5] Walter Benjamin, Tesis sobre la Historia y otros fragmentos, Bogotá, Ediciones desde abajo, 2013, p. 22.

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