Maracaibo, la capital petrolera de Venezuela, escenifica la decadencia de un modelo. A la vieja contaminación de las aguas de su lago por la industria extractiva se suman hoy las brutales consecuencias del colapso económico. Entre los apagones y el racionamiento de combustible, sus habitantes viven del recuerdo de un pasado desaparecido. Háblame de […]
Maracaibo, la capital petrolera de Venezuela, escenifica la decadencia de un modelo. A la vieja contaminación de las aguas de su lago por la industria extractiva se suman hoy las brutales consecuencias del colapso económico. Entre los apagones y el racionamiento de combustible, sus habitantes viven del recuerdo de un pasado desaparecido.
Háblame de Maracaibo
tierra bendita, tierra del viejo golpe pasmero
mi patria chica, tierra del sol cuna de gaiteros
por ella canto, por ella vivo, por ella muero.
(Junior Veladiago)
I.
28 de septiembre. Es mediodía en Maracaibo, la ciudad caída.
Doña Dioselina Ospina me trata como a un hijo. Me abrió las puertas de su casa para alimentarme. Vive en el sector La Lago, un barrio acomodado de Maracaibo, con su esposo y su ex nuera. Sus manos blancas son un embeleso, un extraordinario embrujo de comida venezolana: arroz con pollo, mandioca frita, pabellón criollo, muchacho guisado, bollos pelones, pasteles, quesos madurados, arepas rellenas y empanadas de carne y papa hacen parte de su exquisito y casero repertorio gastronómico.
Para ella, cada plato, indefectiblemente, contiene una historia. Por ejemplo, el arroz con pollo supuso la reconstrucción de la vida de su madre colombiana, que había migrado a Barinas a principios del siglo XX. El pabellón criollo la llevó a hablar de sus épocas juveniles en Barquisimeto, Caracas y Valencia, mientras que los quesos madurados la sumergieron en la memoria de la tierra que le secuestró su identidad, según ella, para siempre: Maracaibo.
Los sabores y los olores son la razón de su vida. Doña Dioselina lo remarca una y otra vez. Su corpulencia expone una gran debilidad por la comida. Sus maneras, aunque muy propias de los 67 años que arrastra con inusitada dignidad, denotan un desgarbo muy propio de una aristocracia que, aunque disminuida, se niega a la evaporación rotunda.
Rubor para todo el rostro, cejas perfectamente delineadas, aroma a Jean Paul Gaultier y cabello intacto, prolijo, mantas de seda largas multicolores y collares y pendientes de diseño. Su postura, invariablemente recta, parece proporcionada por la precisión de una ecuación matemática. En todos nuestros encuentros nunca se le escurrió una sola gota de sudor, ni siquiera cuando la temperatura amenazaba con calcinarlo todo.
Lo primero que dijo cuando la conocí fue que, si bien podría parecer increíble o incluso mentira, Maracaibo había sido, alguna vez, la Miami de Suramérica y que por eso ella y su esposo habían decidido instalar su matrimonio, a finales de la década del 70, en la futurista capital del estado Zulia, el estado más rico y próspero de la Venezuela de entonces. Doña Dioselina relata, con macilenta voz, que hasta los primeros años de este acelerado siglo la ciudad de Maracaibo contaba con vuelos directos a muchas ciudades de Estados Unidos y Europa. Que el desfile de turistas e inversores era incesante y que toda la ciudad permanecía coloreada por un cosmopolitismo indefinible. Sus anchas avenidas ostentaban los mejores y más costosos autos, hoteles y restaurantes prestigiosos, el comercio era una fiesta que no tenía nada que envidiar al primer mundo y su arquitectura exhibía el eclecticismo de una migración que aparentemente había llegado para quedarse.
Ahora, todo esto parece un cuento triste, un relato melancólico cuya inverosimilitud lo situaría en el género de la ciencia ficción. Hoy Maracaibo es todo lo opuesto a esa urbe que recuerda Doña Dioselina: una ciudad que respira herida a la vera de una ruta infecunda, una ciudad que se extravió en su patrimonio hasta la resequedad y la ofuscación.
Basta con dar un paseo para evidenciar que es el escenario perfecto donde se compendia la declinación social y económica de Venezuela. Al caminar por el centro se puede verificar aquel imaginario que han venido construyendo por todo el planeta los varios millones de personas que decidieron abandonar el país. Una ciudad insociable, descuidada, sin sistema formal de transporte, con edificios abandonados y enormes complejos industriales al punto del colapso, ya no económico, sino directamente material. Una ciudad fantasma que se recluye temprano, en total silencio, a ejercer el derecho de soñar imposibles.
En cada almuerzo, en cada cena, hasta consejos de vida y clases informales e inconscientes de sociología se animó a darme Doña Dioselina: los hijos son lo más importante, sólo el estudio libera al ser humano de la pobreza, lo único que mantiene en pie a las sociedades actuales es el consumo, los militares son buenos si están del lado de los valores morales y no de ideologías políticas y, como para chuparse los dedos: los indios son un problema porque ni dejan de tener hijos, ni se mueren rápido. «Son vagos y no son confiables», terminó diciendo, para después, en silencio, como dándose cuenta de su racismo, pasar a servirme un delicioso jugo de guayaba.
Doña Dioselina tiene tres hijos y todos, con sus siete nietos, viven fuera de Venezuela. Dos en Estados Unidos y uno en las Islas Caimán. Cada vez que la invitan sale del país a visitar a su descendencia y vuelve a Maracaibo con la valija llena de comida, ropa y tecnología. No se va definitivamente porque duda mucho que pueda conseguir un mejor lugar para vivir. Para ella Venezuela es el mejor país del planeta, el más bello, y por eso dice, continuamente, que la esperanza es lo último que se pierde y que el día del cambio, aquel en el que pueda volver a caminar tranquila por la calle, ir de compras sin ser molestada por la miseria circundante y ver a su familia reunida, empapada por la felicidad patria, llegará más temprano que tarde.
II.
29 de septiembre. Amanece en Maracaibo, la ciudad sin fuerzas.
De tanto ir y venir vaciamos el tanque del auto y decidimos ir a llenarlo. En Venezuela no debería representar ningún problema, ya que la gasolina es prácticamente gratis, gracias al fuerte subsidio estatal. De hecho, el procedimiento se parece a una broma. La transacción es simbólica y, aunque hay precios definidos en los tableros de las estaciones de servicio (0,0025 dólares por litro), el asunto se puede zanjar con la cantidad de bolívares que el comprador disponga. Un monto que difícilmente puede llegar a superar los 20 centavos de dólar y que el funcionario de la estación de servicio ni siquiera se toma el tiempo de contar. Hacerlo significaría perder varias horas diarias: un dólar pueden ser, depende de la denominación, hasta 400 billetes.
Pues bien, al llegar nos encontramos con una fila compuesta por cientos de autos. Unas 15 cuadras mal contadas. A simple ojo se podría improvisar una cifra: en Maracaibo, tres de cada cinco estaciones de servicio de Petróleos de Venezuela (Pdvsa) se encuentran cerradas. La buena noticia es que casi todos los despojos gasolineros sirven de habitación a la infinidad de indigentes que circulan, como sombras desterradas, por la ciudad. La mala noticia es que cuando se consigue entrar en alguna de las estaciones que tiene combustible disponible, la Guardia Nacional Bolivariana decide a qué cantidad de gasolina puedes acceder.
El tiempo no nos daba como para pasar algunas horas a la espera de un turno. Pero la sorpresa fue total cuando nuestra conductora nos dijo que en marzo pasado estuvo dos días haciendo fila, durmiendo y comiendo dentro del auto con pequeños intervalos de ausencia para ir al baño y que, incluso, conocía gente que había completado cinco días en ese trámite.
Para la mirada foránea este fenómeno no deja de ser un escándalo, pero para los maracuchos, que así se llaman los habitantes de Maracaibo, no es más que otra de las manifestaciones de la insondable hondura de la crisis. Una palabra, «crisis», que no logra encerrar el verdadero sentido en el que avanza la realidad: en una tierra rica en petróleo escasea el combustible. Aunque Venezuela no es precisamente un país refinador (el 80 por ciento de la gasolina que consume proviene de Rusia y China), esa paradoja es una sombra del derrumbe total.
Después de esperar tres horas y no avanzar un solo metro en la delirante fila, decidimos recurrir a la otra opción: la oferta del mercado negro. Para poder llegar a la zona de la ciudad donde se podía suplir la necesidad instantáneamente, tuvimos que negociar (cinco dólares) y absorber (por medio de una manguera) el combustible del tanque de un auto amigo. Después atravesamos Maracaibo hacia una localidad marginal llamada Ciudad Lossada.
Tras dar algunas vueltas, en medio de un barrio desértico, de calles destapadas a las malas, atiborradas de basura y viviendas construidas con materiales más que precarios, conseguimos el contacto que nos suministraría el preciado líquido. Por 40 litros pagamos diez dólares. Más o menos cinco veces el salario mínimo mensual venezolano a esta fecha. El joven que nos atiende, de clara ascendencia wayú, además de cobrar, sólo dijo: «Vivir aquí es un martirio; nos están dejando morir, no se sabe si es más difícil conseguir agua o gasolina».
La parálisis humana es evidente. En un contexto en el que no hay posibilidad de movilidad social, la espera es el hambre de cada día y el rebusque, la incontenible sed. Se estima que, desde 2017, unas 200 mil personas dejaron su vida en Maracaibo para irse a buscarla en cualquier otro lugar, lejos de esta zona cero que escenifica el verdadero desmayo venezolano, aquel que en Caracas aún no pasa de ser una migraña.
III.
30 de septiembre de 2019. Llueve en Maracaibo, la ciudad ahogada.
Maracaibo es una ciudad memoriosa y oscura. El alumbrado público y el suministro de agua son, desde hace algunos años, un par de milagros en una urbe que permanece suspendida en la evocación de lo que fue. Maracaibo también es ermitaña, sobrecogedora. El célebre y floreciente trasfondo industrial de las últimas tres décadas del siglo XX es, ahora, una hilera de ruinas, ad portas de cambiar al estatus de mito.
El fastuoso lago está contaminado. Echado a perder. Los constantes derrames de crudo, propiciados por la dejadez gubernamental y el deterioro de los pozos petroleros (que hoy en día no son más que imponentes tumbas marítimas), flotan viscosos como una manta negra por encima de las aguas. Comer frutos del lago, reiteradamente, es una carrera en contra de la intoxicación inmediata y alguna extraña enfermedad futura.
Los semáforos, si sirven, sirven mal. Titilan y titilan sin sentido. Las exorbitantes avenidas amenazan con quebrarse en cualquier momento. El famoso mercado de pulgas y su romería se parecen más a un asfixiante rebato de resistencia, en el que sólo subsiste no el más fuerte, sino el más rápido, el más informal: tráfico de divisas, venta ilegal de medicamentos, ropas, accesorios, licores y cigarrillos contrabandeados, alimentos vencidos y carnes descompuestas. Resignación: todo lo que sea, por un dólar, por un puñado de pesos colombianos, por algo de comer. Maracaibo no lucha contra ningún olvido ni contra la decadencia: Maracaibo pelea contra su propia deriva y, con nebulosa presunción, continúa erguida, dándole coletazos al concepto de naufragio.
IV.
1 de octubre de 2019. Anochece en Maracaibo, la ciudad que se niega a ser borrada.
La cerrazón es una boca que se abre para tragárselo todo. Hay más oscuridad que de costumbre en una ciudad radicalmente oscura: los autos bajan la velocidad, los pocos comercios que funcionan cierran y la gente se enclaustra, con el último rayo de sol, a sobrellevar la intimidad de un apagón. Desde la terraza de mi hotel apenas se ve la luna, indómita, juntando esfuerzos para avivar las calles desoladas. El viento, calmo, patea el mutismo y trae la fresca respiración del lago. Los edificios parecen mecerse como palmeras prehistóricas y tristes.
Las zonas privilegiadas padecen la oscuridad pocos minutos. Con un chasquido de dedos encienden sus plantas, y la cerveza sigue fría,y Netflix, disponible. El gran resto entra en la noche incierta, aquella que soporta el insoportable zancudero en el que se convierte el sonido de la electricidad portátil.
El apagón dura 16 horas. Entre los maracuchos no sólo es algo pasajero, sino algo normal. En los últimos meses la ciudad ha experimentado hasta siete días consecutivos sin luz. Una locura para cualquier ciudad que se ufane de ser moderna. No obstante, el conserje del hotel dice que algo estalló en algún lado y que es cuestión de esperar el arreglo, una recepcionista asegura que, a veces, la gobernación sacrifica la luz local para no quitársela a Caracas, y un huésped, con furia, señala que es una conspiración del país del norte, aquel que huele a azufre. La gente dice cualquier cosa porque lo importante es convencerse de algo, teorizar la adversidad, justificar el infortunio, todo con el objetivo de burlar la realidad: especular para darle un sentido a la orfandad.
Cada habitante, como si se tratara de una guerra civil, pero sin un enemigo claramente definido, permanece auspiciado por una suerte de individualismo ciego y voraz, un ensimismamiento que no le permite ser consciente de los demás, porque la finalidad es clara: sobrevivir a como dé lugar. Ceder un poco, en cualquier sentido, podría significar una pequeña muerte que, de tantas sucesivas, podría convertirse en la muerte final. La gente de Maracaibo vive sujeta a la espera de que la F de fracaso se convierta en F de futuro, resiste maniatada, mientras la hirviente luz le tortura los ojos, mientras la lobreguez ahuyenta la vida y mientras el tiempo, implacable, lo pudre todo.
V.
2 de octubre de 2019. Despedirse de Maracaibo, la ciudad fantaseada.
Doña Dioselina me muestra fotos de la ciudad. En los años ochenta, ella y su marido caminan por el malecón y, enseguida, sonríen en la entrada de la Basílica de Nuestra Señora de Chiquinquirá. En los años noventa, sus hijos posan frente al teatro Baralt, y después, una panorámica del imponente puente General Rafael Urdaneta. Pasados los años dos mil, sus dos primeros nietos en una pileta del parque acuático de la ciudad y un hermoso atardecer en la laguna de Sinamaica.
Doña Dioselina me brinda una última comida. Mi preferida: pabellón criollo. Me ve comer y me dice: «Extraño a mis hijos, hijo». Me despido y lo que no le digo, no sé por qué, es que sí, que tiene razón, que Maracaibo no sólo se parecía a Miami, sino que quizás llegó a ser mucho más interesante. Más bonita.