El duro presente, con sociedades confundidas y fracturadas, se expresa también mediante una clara línea que conecta e hilvana los rasgos de un nuevo tipo poder que se extiende en muy diferentes espacios de la realidad económica.
Hay un hilo profundo que conecta el primitivismo imperial del que hace gala Trump con la lógica corporativa de la gran empresa global basada en formas de poder unipersonales y cuasi monárquicas. Ese mismo hilo enlaza las pulsiones de reafirmación nacional de las derechas populistas xenófobas y excluyentes (Vox o Bolsonaro como ejemplo) con el comportamiento del empresario más ramplón de una pequeña empresa, -española, brasileña, polaca…-que solo concibe su negocio con contratos basuras y mano dura. Hay conexión también entre esos mundos y el miedo de las clases medias a la igualdad de oportunidades de «los otros» para que no compitan por los escasos puestos disponibles. Y la hay, igualmente, entre esas múltiples lógicas de poder con el furibundo rechazo del varón tradicional a la igualdad de la mujer.
Pensaba Espinoza que «cada cosa se esfuerza, cuando está a su alcance, por perseverar en su ser». De modo, que no hay que sorprenderse que el capitalismo empiece a reclamar soluciones claramente estructuradas en privilegios de clase, muestre su incomodidad con una democracia que descanse en la igualdad de oportunidades basadas en el mérito y exhiba mano dura al tiempo que pierde capacidad de seducción y maniobra en la resolución de conflictos.
¿Adónde nos lleva esta nueva lógica? Anticipa un futuro de crisis marcado por una encrucijada con dos caminos: de un lado, una vía marcada por la destrucción de valor y los «tambores de guerra»; de otro, una oportunidad cierta para caminar hacia nuevos impulsos creativos asociados a la democratización de la economía y de las empresas.
Cómo la próxima crisis puede facilitar la democratización de la economía
La coyuntura económica está cargada de preocupación por el futuro: de un lado, los analistas asumen como inevitable que se acerca una recesión que se teme sea superior a la del 2008; de otro, EEUU se siente impugnada por China como potencia emergente que gana influencia en áreas de Asía, África y Latinoamérica que hasta no hace mucho las sentía como «propias».
Un tercer elemento añade una incertidumbre añadida al momento: existe consenso en que no hay margen de maniobra en la política económica para combatir la próxima crisis. Hay que recordar que en las tres últimas recesiones, la Fed, el banco central de EEUU, pudo bajar los tipos de interés cerca de cinco puntos porcentuales, algo imposible en estos momentos en los que los tipos siguen en mínimos. Algo parecido pasa con la política fiscal y los ajustes sociales: los niveles de endeudamiento hacen difícil elevar el gasto público o rebajar impuestos que actuaran como estímulos para combatir una recesión, mientras que la cercanía y la dureza de las políticas de austeridad implantadas en la anterior crisis hacen casi imposible su reedición.
En ese contexto, los mercados temen/descuentan una chispa (Venezuela, Irán, Ucrania…) que desencadene una crisis geopolítica de gravedad y sume como probables conflictos bélicos que superen la lógica de la baja intensidad. La guerra y el capitalismo vuelven a emparejarse como opción de salida de una crisis con sus consecuencias de destrucción-reconstrucción de capital.
La cuestión es si un contexto tan complejo permite una salida alternativa. Desde luego, aparecerán líderes que, en la línea de Nicolas Sarkozy pretenda narcotizarnos con la retórica de «refundar el capitalismo». La diferencia es que, esta vez, estaremos obligados a afrontarlo en serio.
Y es que, si las políticas de austeridad tienen ya escaso margen de maniobra por la tremenda desigualdad heredada de la crisis anterior, una salida pacífica a la próxima crisis sólo puede nacer poniendo en discusión el modo de producir y la lógica de la organización empresarial. No es posible que las empresas obliguen a compartir los riesgos y los sacrificios entre los diversos actores económicos (trabajadores, instituciones, proveedores, clientes…) y no se socialicen y compartan las decisiones. De modo que, cuando vuelvan a ser imprescindibles los ajustes, los trabajadores tendrán derecho (estarán obligados, incluso) a reclamar que se cuantifiquen y se capitalicen sus sacrificios mediante participación en el capital de las empresas.
Es también el único modo de asegurarse que la crisis no se convierte en una estafa que desplace a dividendos los ajustes de salarios y empleo que conlleva el ajuste. Sería también un modo de reequilibrar el poder interno y obtener como trabajador-accionista la información y los derechos que se le niega como mero trabajador. Paradójicamente la propia incapacidad del sistema para encontrar una solución podría abrir un futuro de diálogo y concertación cuando más débil y fragmentado parece el mundo del trabajo.
Un futuro marcado por la coexistencia y conflicto de modos de producción diferentes.
Ese escenario podría significar dos cosas y abriría dos interpretaciones: de un lado, como una forma de «refundar el capitalismo» e integrar al trabajador-accionista individualmente en el capital; de otro, como el reconocimiento de que el verdadero capital en la nueva economía reside en el conocimiento vivo que aportan los trabajadores como colectivo. Es decir, como un paso hacía más capitalismo y, al tiempo, como un paso hacia el postcapitalismo, dos interpretaciones que además podrían convivir y competir durante mucho tiempo.
Pero en cualquier caso sería un paso objetivo, pequeño o grande, hacia planteamientos inclusivos asociados a la democracia económica. La pregunta es si las fuerzas progresistas están capacitadas para vislumbrar y gestionar ese escenario posible, si entienden qué significan esas transiciones, si vislumbra las tareas deberían asumir. La realidad es que eso exige un cuerpo conceptual del que careceremos si no se ponen en marcha, de forma urgente, plataformas para debatir y desarrollar la democracia económica ,
No parece que el problema del mundo sea hoy «acabar con la propiedad privada», sino superar los modelos caracterizados por el control autocrático centralizado que definen el último capitalismo. El impulso de empresas abiertas a la participación de sus trabajadores y otros grupos de interés es la forma de acotar la concentración de poder de los primeros ejecutivos como agentes destacados de las «minorías de control» en las grandes corporaciones. Una tarea que necesita complementarse con nuevas formas de gestionar el espacio público y revitalizar su misión en términos de eficacia asociada al interés general, dando la vuelta a los programas de colaboración público-privada que han legitimado el saqueo de recursos públicos por élites extractivas. O con la extensión de nuevas formas cooperativas y de trabajo asociado en PYMES proveedoras de servicios de alto valor…
La historia demuestra que no hay revoluciones globales que se hagan de una sola vez. Que los cambios se consolidan mediante la coexistencia, por un largo período de tiempo, de modos de producción diferentes. Que lo que intuimos cómo postcapitalismo empieza a estar presente en determinadas formas económicas no capitalistas que actúan como moléculas que deben desarrollarse como símbolos de un nuevo poder, que cuidan el valor del trabajo como factor de innovación en oposición a los planteamientos rentistas y las lógicas extractivas.
No es posible asegurar que esos retos se nos presenten realmente. O puede que la realidad nos desborde obligando a gestionar situaciones que la sociedad lleva décadas sin debatir. En cualquier caso, la tarea hoy es prepararse y conseguir que los actores sociales invadan la agenda política y se preparen para imaginar soluciones colaborativas a la crisis que parece se avecina, opuestas a la lógica destructiva que nos anuncian los tambores de guerra.