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El relato del Partido de los Trabajadores en el laberinto neoliberal

Fuentes: Diagonal

Desde 2014, el gobierno de Dilma Rousseff forzó la polarización estratégica entre «la izquierda» y «la derecha». Sin embargo, entre su relato progresista y su real politik neoliberal hay un abismo.

A finales de 2008, en la lujosa Galería Oeste de São Paulo se pagaban hasta 20.000 dólares por un peluche de Luiz Inácio Lula da Silva, entonces presidente de Brasil. El peluche presidencial era un deseado amuleto hype. Se podía abrazar con amor y/o odio. Se podía maltratar con fingido desprecio, pero con un fondo de respeto.

El proyecto Lula de Pelúcia (Lula de Peluche), del artista Raul Mourão, visibilizaba el principal milagro del presidente de Brasil: reconciliar emocionalmente a uno de los países más desiguales del mundo.

Antes de Lula, la única unanimidad de los brasileiros, según la irónica sabiduría de las conversaciones de los botecos (bares), era el cantante Chico Buarque. Unos años después del aterrizaje del Partido de los Trabajadores (PT) en el gobierno, la unanimidad era Lula: el presidente de andar por casa que agradó / compensó a ricos y pobres al mismo tiempo.

A pesar de escándalos de corrupción como el mensalão, apenas el 11% de los brasileros pensaban en 2008 que la gestión del presidente era mala. Lula era un icono, un mito casi intocable. «Fue un producto de marketing perfecto, masivo», afirmaba en la época Raul Mourão.

Siete años después, el Lula de peluche se ha transformado en un gigantesco muñeco inflable con ropa de presidiario, zarandeado en las manifestaciones que piden el impeachment de Dilma Rousseff. El pasado día 16, un muñeco gigantesco con el número 13-171 presidió la protesta en Brasília: 13 por el número que simboliza al PT en las urnas electrónicas, 171 por el artículo del código penal (estelionato), una jerga (171) muy usada para alguien que no es de fiar. De peluche milagroso a satírico monigote. De amuleto a ser insultando con el ramplero «171».

Lula, que hasta hace unos meses estaba en las quinielas como candidato en 2018, no se libra del derrumbe del PT. Lula está en la mira: el escándalo de corrupción del gigante de la construcción Odebrecht apunta a Lula como lobbista internacional.

Una encuesta reciente muestra que Lula perdería las elecciones contra Aécio Neves, Geraldo Alckmin o José Serra, los tres posibles candidatos del conservador Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB). La situación de Dilma Roussef no tiene precedentes: apenas un 8% del país aprueba su gestión. ¿Cómo se explica el hundimiento si el PT, en alianza con el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), ganó las elecciones en octubre de 2014?

La crisis económica y los descomunales casos de corrupción de Petrobrás y de Oderbrecht (ambos relacionados con el PT y el gobierno) explican parte de la impopularidad de Dilma.

Los megaeventos de dudoso legado – un Mundial de fútbol y unas Olimpiadas que favorecen al establishment a costa de las arcas públicas – podrían justificar parte del desgaste. Pero hay algo más. Mucho más.

El congreso, presidido por el evangelista Eduardo Cunha (PMDB), está casi ingobernable. Cunha ha pasado de ser un fiel aliado del PT a un declarado enemigo que maniobra para causas conservadoras. Aunque acaba de ser denunciado por corrupción y puede caer, Cunha maneja el congreso a su antojo.

Algunos partidos de la base aliada del PT anuncian su ruptura. La corriente Esquerda Marxista (fundadora del PT) abandona el partido. Los movimientos populares clásicos ya critican a Dilma, aunque escenifiquen apoyo en manifestaciones concretas.

El ecosistema indignado que tomó las calles en junio apenas está participando en las protestas binarias (a favor o contra) de 2015. Y mientras tanto, el rodillo neoliberal y conservador avanza en el congreso. Y Dilma abraza la neoliberal Agenda Brasil que estudia cobrar parte del uso de la sanidad pública o transformar reservas indígenas en «tierras productivas».

Se aprueba la Ley Antiterrorista que puede llevar a manifestantes e internautas a la cárcel. Se recortan derechos laborales en nombre de la austeridad. Se paralizan programas LGBT. ¿Cómo ha llegado el auto-proclamado «país del futuro» a esta situación? ¿Cómo ha llegado un partido como el PT a entregar la agenda política a la derecha?

El consenso dicotómico

Algunos analistas políticos hablan del proceso de «venezuelización» que vive Brasil, para destacar la polarización política. A primera vista, el relato de los grandes medios, de la oposición conservadora y del propio PT refuerza la tesis de la polarización.

De un lado, los que toman las calles con el grito – hashtag #VemPraRua, enfundados en banderas de Brasil pidiendo el impeachment de Dilma Rousseff. Del otro, los sindicatos, movimientos sociales y ciudadanos de izquierda que se manifiestan contra el impeachment, como el pasado día 20. Sin embargo, la realidad es infinitamente más compleja y, al mismo tiempo, más simple.

La polarización es una construcción narrativa hábilmente trabajada. El gran consenso dicotómico, la vuelta al antagonismo izquierda-derecha, al pueblo-élite, es el último cartucho del PT. Es una útil ficción política alimentada tanto por la derecha como por el PT.

La derecha, a pesar de la deriva conservadora de Dilma, continúa construyendo el mito de que el PT quiere dar «un golpe comunista». El PT identifica como «golpista» o «neoliberal» a cualquiera que se oponga a su gobierno. Y todo aquel que pise la calle contra Dilma es «coxinha» (mote para pijo), «anti democrático» o «fascista».

Y en el choque de los dos lados de la misma moneda, el sistema sobrevive. Y mientras se agudiza el consenso dicotómico, ironizado como fla-flu (en alusión a un partido Flamengo vs Fluminense), cualquier atisbo de tercera vía muere antes de nacer (como la posibilidad de Marina Silva durante las elecciones).

Si hay una palabra que define al Partido de los Trabajadores (PT), versión 2015, ésa es «gobernismo». El antropólogo Salvador Schavelzon lo define como «un tipo de argumentación cínica incapaz de reconocer críticas o matices y asocia cualquier disidencia con la derecha y neoliberalismo».

El gobernismo diluyó la multitud multi-causas de las calles indignadas de 2013 y construyó masas dicotómicas con pautas concretas y organizaciones centralizadas. El gobernismo ha sustituido a la ideología que construyó al PT desde abajo y la izquierda. El gobernismo es el principal combustible del consenso dicotómico que divide al pueblo de Brasil y paraliza la construcción política.

Y aquí llega la primera gran paradoja: el PT está ahora desplegando la narrativa combativa con la que Lula perdió todas las elecciones hasta 2002. Tanto Lula como Dilma llegaron a la presidencia dulcificando su imagen izquierdista.

El marketeiro Duda Mendonça transformó a aquel sindicalista en un encorbatado conciliador que sonreía al ritmo del lema Lulinha, paz y amor.

Dilma ganó las elecciones de 2010 con la maquillada imagen de Abuela Que Ya No Es Guerrillera, apelando a Dios en su campaña. El marketing escondía la realidad, modificándola al mismo tiempo.

Y, ahora, justo cuando Dilma y Lula se transformaron en la imagen descafeinada y capitalist friendly que el marketing construyó, el PT echa mano de la narrativa izquierdista de su prehistoria.

Lo que ocurre es que ese relato progresista que apela a la periferia y a la lucha de clases, como el marketing que fabricó al Lulinha, paz y amor, es en parte falso.

El relato del PT, en el laberinto neoliberal de Dilma, es directamente fake. La política de Dilma está casi en las antípodas de la izquierda. El sociólogo Giuseppe Cocco, profesor de la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ), afirma contundentemente que el PT es la peor «derecha», aquella «neocolonial y mafiosa». La austeridad aplicada por el ministro de economía Joaquim Levy no tiene nada que envidiar a las recetas de la Troika en Europa.

Mientras tanto, el gobernismo se esfuerza en encontrar los detalles más derechistas en las manifestaciones pro impeachment: fotos pidiendo el golpe militar o la muerte de Dilma. Y de esa forma coloca el estigma de coxinhas anti democráticos a los cientos de miles de personas que acuden a las calles contra Dilma. Y al mismo tiempo enriquece su propio relato.

Uno de los lemas de la manifestación del pasado día 20, convocada por movimientos populares contra el impeachment de Dilma, era el «Não Vai Ter Golpe» (no va a haber golpe). «Não vai ter golpe», «Não passarão», «América Latina anti imperialista». Y al mismo tiempo, sin complejo de culpa, Dilma coloca la alfombra roja en Brasilia a Angela Merkel y al capitalismo alemán.

La realidad es más compleja (y más simple) al mismo tiempo. El estudio realizado por los investigadores Pablo Ortellado, Esther Solano y Lucia Nader sobre la manifestación del pasado día 16 en São Paulo ha provocado un fuerte impacto.

Elaborado a partir de entrevistas a pie de calle, el estudio revela que las manifestaciones que piden el impeachment de Dilma convocadas por los grupos conservadores como el Movimento Brasil Livre (MPL), Revoltados OnLine y VemPraRua, son más anti-sistémicas que anti-petistas. Dichas protestas tampoco encajan exactamente con «derecha».

Los políticos y partidos conservadores, como el PSDB, no se libran de la criba. Y la gran sorpresa: una gran mayoría de los manifestantes están a favor de la educación pública (98%) o la salud universal (97%), contrariando a los grupos convocantes. «Defienden algunas pautas que están a la izquierda de Dilma», asegura Pablo Ortellado.

A pesar de cierta esquizofrenia y confusión política -los manifestantes también defienden el endurecimiento del castigo de crímenes- podríamos afirmar que una parte de la indignación surgida en junio de 2013 está en las manos de grupos conservadores, que la dirigen contra Dilma.

El gobernismo entregó a la derecha la indignación de las calles. Y los grandes medios las usan a su antojo. Buena parte de esa izquierda todavía está, según la antropóloga Rosana Pinheiro-Machado, presa en un chantaje emocional que considera cualquier crítica al PT como «un regalo para la derecha».

Y el gobernismo continúa agitando el fantasma de un golpe de Estado. «¿Qué espacio existe para un golpe – se pregunta el doctor en Ciencias Sociales Marcelo Castañeda – si el gobierno tiene apoyo del PMDB, de la Rede Globo y de las principales empresas del país? Si hubo golpe ya fue dado por el propio PT, especialmente a partir de junio de 2013 cuando mató la posibilidad de construir alternativas a la izquierda, ya que prefirió la represión al diálogo».

El vacío de junio

La eclosión de junio de 2013 supuso, según el filósofo Marcos Nobre, una revuelta contra lo que él denomina pemedebismo. Y justamente en esa alianza entre el PT y el PMDB, escondida siempre por el marketing petista for export, yacen los límites del lulismo, de junio de 2013, de cualquier cambio.

Lula gobernó abrazando un vale tudo, sellando acuerdos territoriales con coroneles, élites latifundistas, multinacionales de la soja, herederos de la dictadura. Especialmente con el PMDB. No es casualidad que Katia Abreu, empresaria de la soja, sea la ministra de Agricultura de Dilma.

Por otro lado, en 2008, Lula reforzó su alianza con Sérgio Cabral (entonces gobernador del estado de Río de Janeiro) y Eduardo Pães (alcalde de Río de Janeiro), ambos del PMDB, ambos defensores de grupos de milicianos (paramilitares). El bloque del pemedebismo entregó el Río olímpico a Oderbrecht y a las grandes empresas. Y reforzó el camino único del gobernismo en Brasilia.

Esta alianza PT-PMDB masacra, en palabras de Giuseppe Cocco, «la lucha de los barrenderos de Río, genera trabajo esclavo en las obras de la Olimpiada y se preocupa más por los intereses de las multinacionales de la telecomunicación o de la automoción que por los derechos laborales».

El periodista Raúl Zibechi también denuncia la incapacidad del gobierno brasilero para leer las demandas de junio de 2013, «la necesidad de ir más allá de la inclusión vía consumo, para obtener derechos plenos.

El PT, que ya es el partido más odiado de Brasil, prefiere fabricar una fábula antagonista en la que Eduardo Cunha, que hace unos meses se fotografiaba dándose la mano con Dilma, es el demonio conservador. Y «la ola conservadora», que coincide en su mayor parte con las políticas del PT, es la culpable de todos los males.

Durante las elecciones de 2014, cuando fue redondeado el consenso dicotómico entre Dilma Rousseff (PT) y Aécio Neves (PSDB) comenzó a circular un meme del candidato único, DilmaAécio, con una cara que fusionaba a ambos candidatos. Algunos activistas ironizaban sobre el PTSDB, ese gran partido de unidad. No es casualidad que ahora haya miembros del PT pidiendo un gran acuerdo supra-partidario y que el presidente del Banco Itau defienda a Dilma.

Los primeros meses del gobierno Dilma prueban que no existirían apenas diferencia factuales entre un gobierno petista y lo que sería uno tucano (PSDB). Difícilmente habría diferencias simbólicas, relatos radicalmente diferentes.

Salvador Schavelzon, en El fin del relato progresista, dispara contra los gobiernos de la «izquierda latinoamerican»», en los que avanza «la ideología del consumo, el consenso del desarrollo, el extractivismo y la agenda política de los sectores religiosos». Si a ese diezmado relato progresista se le suma la corrupción, que la derecha ha transformado en patrimonio de la izquierda, el hundimiento simbólico será completo, abriendo la posibilidad de un nuevo ciclo neocon en la región.

Por ello, las izquierdas brasileñas, tanto la que criticando al gobierno convoca manifestaciones anti impeachment como la que abandonó las calles, tienen un doble desafío. Por un lado, organizar un frente popular y ciudadano, con y sin el petismo, que apele a los movimientos de base pero también a los «indignados» que defienden pautas progresistas y frecuentan manifestaciones convocadas por la derecha, un frente que construya una alternativa viable para gobernar sin gobernismo.

Y por otro lado, las izquierdas tienen que construir la narrativa ante una (poco probable) caída de Dilma o una (muy probable) pérdida de las elecciones de 2018. La oposición construirá la derrota del PT asociando la «izquierda» a la «corrupción» y al desastre del «lulismo».

Da igual que Dilma haya estado practicando el neoliberalismo más rampante. No importa que el PT no haya tocado en 12 años asuntos como el aborto o la reforma agraria. La oposición venderá su caída como prueba de la inviabilidad de todas las utopías, del progresismo y de la equidad social.

En 2015, no hay espacio para codiciados peluches presidenciales. Tampoco para el bloque #TodosConChicoBuarque: muchos dejarán de oír su música, por comunista. La única unanimidad nacional es un consenso dicotómico artificial que gobierna, sin la gente, para perpetuar el sistema sin que nada cambie.

Por eso, las izquierdas y/o ciudadanía indignada progresista deberían abordar el hundimiento de Dilma con otra narrativa: construyendo el relato de otro presidente latinoamericano, que cayó o perdió por venderse al neoliberalismo, a las multinacionales.

Dilma sería a Brasil lo que Fernando de la Rúa fue a Argentina o Lucio Gutiérrez a Ecuador: un presidente que traicionó sus principios. De esta manera el hundimiento del PT serviría, por lo menos, para salvar el imaginario de luchas y utopías del que surgió.

Fuente: http://www.diagonalperiodico.net/global/27592-brasil-relato-del-partido-trabajadores-laberinto-neoliberal.html