Es de escritura reposada, de pequeños territorios -su Gestalgar natal en la Serranía valenciana- de librerías familiares y de sus amigos. También de su editorial de toda la vida. Alfons Cervera, escritor y periodista durante tres décadas, se muestra tan cercano a las causas progresistas como ajeno a la agresividad del circo literario. En su […]
Es de escritura reposada, de pequeños territorios -su Gestalgar natal en la Serranía valenciana- de librerías familiares y de sus amigos. También de su editorial de toda la vida. Alfons Cervera, escritor y periodista durante tres décadas, se muestra tan cercano a las causas progresistas como ajeno a la agresividad del circo literario. En su última novela, Otro mundo, recientemente publicada en «Piel de zapa», se traslada a la infancia para trabar una conversación íntima con su padre. «¿Y la revolución, padre, qué nos queda a ti y a mí de tu vieja revolución, cuando aún creías que la vida tenía un sentido y no el que descubriste tantos años después en las amargas profundidades del pozo?» Lo de menos es que la historia sea o no cierta, sino que le resulte creíble, verosímil, al lector que está en el otro lado. Es en esa verosimilitud donde se revela el buen oficio del novelista. Y en el acto de escribir bien, porque más de una vez Alfons Cervera ha definido la buena escritura como «un acto revolucionario». Disfruta escribiendo, confiesa, elaborando esos apasionantes juegos que la literatura permite entre realidad y ficción. En Las voces fugitivas el autor valenciano recopiló todas las obras del denominado «ciclo de la memoria» (El color del crepúsculo, Maquis, La noche inmóvil, La sombra del cielo y Aquel invierno). En 2014 publicó la novela Todo lejos y dos años antes Tantas lágrimas han corrido desde entonces. Cervera es uno de los escritores que ha convertido la memoria histórica en materia literaria.
-En Otro mundo recreas las conversaciones de niño con tu padre en el habitual entorno de tus novelas, Los Yesares. ¿Por qué el retorno a la infancia, está ahí el origen de todo?
Dicen que cuando no sabes qué hacer, ni adónde ir, ni qué hacer con tu vida, buscas el refugio de la infancia. Tal vez sea ése el sentido que le daba Claudio Rodríguez en un verso que sale en la novela. La infancia: ese «hondo oficio de inocencia». Sin embargo, creo que no es precisamente eso, la infancia. Es más, creo que es ése un espacio inexistente. Sólo tenemos su relato. Regresar a ese tiempo en que no éramos nada, es como intentar hallar un abrigo que nos resguarde de la intemperie. Y ahí fallamos. En cualquier huida siempre descubriremos la intemperie. Y es ahí, en ese cielo abierto lleno de nubes y extrañezas, donde tendremos que apañarnos con nuestra vida. En mi novela se establece esa relación con la figura del padre ausente, de ese padre que desaparece un día y te deja con un silencio intempestivo, en medio de la nada. Y cuando decides empezar el relato sabes que has de comenzar por el principio. Y ahí, en ese principio, está esa infancia que -descubrirás más tarde- no es refugio de ninguna clase y aún menos inocente.
-¿Qué le dirías a un escritor que se documenta hasta el extremo antes de escribir una novela, y después en las presentaciones «vende» este trabajo como garantía de rigor y precisión en los ambientes y personajes?
El único rigor posible es la escritura, lo que quien lee se echa a los ojos. Lo demás es secundario y responde a las diferentes maneras de trabajar que tenemos cada cual. Hay textos que salen de una larga indagación preparatoria y otros que están escritos sin que haya habido ningún tipo de reflexión previa. Al final, sea cual sea lo que haya habido antes de escribir la primera línea, lo único que cuenta es el resultado: si la novela es buena, regular, mala o una mierda sin paliativos de ninguna clase.
-El periodista y escritor Eduardo Haro Tecglen escribía estas palabras en el inicio de su biografía El niño republicano: «Los nombres y sucesos que aparecen en este relato serían absolutamente ciertos si yo tuviera memoria fiel. No siendo así, están sometidos a la confusión. Mi memoria es vaga y es incierta». Has publicado cinco novelas bajo el paraguas del «Ciclo de la memoria», ¿es la memoria ficción? ¿Es la memoria presente?
El juego que se establece entre la realidad y la ficción es apasionante. La literatura está llena de ese juego. Estos días estaba leyendo una antigua novela de John Banville y ya en los primeros párrafos dice: «Imágenes del pasado remoto se agolpan en mi cabeza, y la mitad de las veces soy incapaz de distinguir si son recuerdos o invenciones. Tampoco es que haya mucha diferencia, si es que hay alguna. Hay quien afirma que, sin darnos cuenta, nos lo vamos inventando todo, adornándolo y embelleciéndolo y me inclino a creerlo, pues Madame Memoria es una gran y sutil fingidora». La memoria es inestable, llena de espacios en blanco que habrá que rellenar para que el relato tenga un sentido.
Y es ahí donde surgen o pueden surgir los fingimientos, la impostura, las trampas que la escritura tiende a la buena voluntad de quien nos lee. Detesto la escritura tramposa, ésa que echa mano de los sentimientos más nobles para romperles el alma y convertirlos en basura. Y eso, lamentablemente, se está dando aquí mismo en mucha literatura llamada de la memoria, una escritura donde la ficción y quienes la crean tienen la absurda y perversa intención de sustituir a los historiadores. La memoria, el testimonio, la historia son las tres patas en que anclamos el regreso al pasado para convertir ese pasado en una fuente de conocimiento. Y es que aunque sea una obviedad hay que recordarlo ante tanto enredo surgido a la hora de hablar del pasado. El pasado no se mueve, está ahí, donde se quedó cuando le dimos vuelta a la última hoja del calendario. Entonces llegaremos nosotros y haremos que se mueva. Es lo que llamaremos usos del pasado. Porque al cabo, de eso se trata: cada uno hace un uso diferente del mismo pasado. Y es ahí donde entrarán en juego piezas clave como ideología, revisionismo histórico y otros argumentos que acabarán distinguiendo unas propuestas literarias de otras. Y otra obviedad: aquella maldita guerra ridículamente llamada fratricida sigue abierta porque en este país no ha habido -y no creo que la haya a unos años vista- una auténtica política de Estado en asuntos de Memoria. Aquí ser franquista es todavía un lujo y ser antifranquista supone un anacronismo y formar parte de las batallitas del abuelo cebolleta.
-La escritura de tus novelas es cada vez más depurada, con ritmos y estructuras que en ocasiones se aproximan a la poesía. ¿Entiendes la prosa como un trabajo artesanal o de ingeniería, más que como volcar vivencias y emociones sobre un papel?
Te comentaba antes que cada cual escribe como sabe o puede. Yo soy de escritura reposada. Digo reposada en el sentido que cada frase me la pienso mil veces, como si fuera un verso que si falla en un sólo acento derrumbaría todo el poema, como decía Edmond Jabès. Para mí la escritura es un gozo inmenso. No sé cómo hay quien dice -y lo respeto muchísimo, claro que sí- que sufre escribiendo. Yo, para nada. Disfruto muchísimo escribiendo. Y en ese disfrute destaca la elaboración del texto en una intensidad que no permite -al menos a mí no me lo permite- ninguna floritura. No soy de adornos, de descripciones amplias y detallistas. Y no lo digo como algo exportable a otras escrituras. Me siento a gusto en ese registro que como tú señalas se parece mucho a la poesía. Al final mis novelas llegarán a ser tan largas como El dinosaurio ese magnífico e inacabable relato de Augusto Monterroso. Respecto a lo de la ingeniería y las emociones, han de funcionar a la vez y no por separado. Lo único que hay que preservar -como te comentaba antes- es la decencia de quien escribe, el respeto a quien nos lee, la necesidad de que lo que escribimos no esté lleno de trampas que traicionen la buena voluntad de quien nos lee.
-¿Debe un novelista escribir desde las tripas para que la narración sea auténtica? ¿Tiene derecho el lector a exigirle al autor esta escritura genuina, que le comparta su mundo interior?
Ninguna regla sirve para todo el mundo. Las tripas no son el único lugar desde el que escribir una historia. Tampoco el corazón sirve como lugar de referencia o punto de partida. La sinceridad a la hora de escribir no tiene un origen concreto como no sea la intención implacable de no traicionar a nadie y menos a ti mismo. Las tripas no escriben, simplemente crujen como un andamio viejo cuando tienen hambre. Aunque sé que cuando se dice «escribir con las tripas» estamos queriendo decir que si no hay algo que te arroje a la oscuridad, como a los gatos de Baudelaire, esos que «el silencio y el vértigo de las tinieblas buscan», si no hay algo que te suma en lo inquietante a la hora de enfrentarte a la escritura es que algo está fallando. Tal vez eso, la cercanía de lo inquietante cuando escribes, sea algo parecido a lo que dices de las tripas.
-Con un golpe de tecla en internet se tiene hoy acceso a millones de datos e informaciones. Mandan los tecnócratas. Proliferan los números y las estadísticas, lo que se asimila frecuentemente a precisión y rigor. ¿Corren malos tiempos para la imaginación y la creatividad literaria?
Yo creo que es todo lo contrario. La imaginación surge de cualquier parte. La máquina, las nuevas tecnologías, no pueden anular esa enorme, inagotable, capacidad de imaginar que tenemos los humanos. Otra cosa es que todo vaya dirigido a que lo humano acabe arrumbado en el último rincón de la casa que habitamos, de ese mundo convertido en un parque temático donde hasta el horror se vende con el logotipo de lo inevitable. El número puede ser una letra más en el inmenso lenguaje que manejamos para construir historias. El monolito -aún hoy inexplicable- de Kubrick sigue despertando, como los inextricables caminos abiertos por Jim Ballard o Philip K. Dick, auténticas vías ilimitadas a la invención literaria. Yo no soy forofo de las nuevas tecnologías. No tengo facebook, ni twitter, apenas me manejo con los correos electrónicos y los wasaps. Pero conozco cantidad de gente que son auténticos sabios en ese territorio tecnológico y a la vez desarrollan una imaginación que a mí me parece envidiable.
-Has afirmado en ocasiones que en tus novelas se pretende que el lector se quede sin asideros ni certezas, desnudo y a la intemperie. ¿Cómo se concreta esta intención en el relato?
Pues la verdad es que no lo sé. A lo mejor es porque yo mismo me aplico el cuento. Cuando acabo una novela no sé si la historia está cerrada o se queda con más agujeros que un tonel de hojalata en una película de Sam Peckinpah o Tarantino. Me gusta pensar que la mejor salida es la que nos deja en el alambre inseguro que cruza la distancia entre quien escribe y quien lee. Los finales cerrados me suenan a finales de autoayuda. Y lo digo sin el más mínimo respeto a las ficciones que buscan esa iluminación final más que la oscuridad que antes te comentaba en los gatos de Baudelaire.
-Te has dedicado muchos años al oficio del periodismo. ¿Qué opinas de la exigencia máxima de rigor, veracidad y contraste de las fuentes?
El oficio periodístico se ha ido sin remedio por el sumidero de la crisis. No sé si alguna vez pudo presumir de decente. Pero ahora sí que no. El capitalismo lo enreda todo, lo convierte todo en un bucle liado por los predicadores de la infamia. Unos predicadores que aún tienen la vergüenza de erigirse en relatores de la verdad de lo que pasa. Los medios -hablo en general y que cada cual se salve en lo que pueda- son la voz de su amo y su amo es el dueño del relato. En las redacciones hay una epidemia de depresiones a destajo porque resulta muy difícil tragar todos los días tanto sapo como los que te dejan sobre la mesa los jefes del día a día periodístico. Es difícil mantener el tipo en una redacción que es carne de ansiolítico. La libertad en el hermoso oficio del periodismo es un bien escaso. Recuerdo lo que escribía Cervantes en una de sus «Novelas ejemplares» y que luego, a su manera, hizo suyo Manuel Vázquez Montalbán: «los escribanos han de ser libres y no esclavos ni hijos de esclavos». Me pregunto cuántos de esos medios deberían aparecer en los sumarios de la corrupción que nos abruma, en qué medida sus empresas han pagado comisiones a los mandatarios políticos en la forma de despidos de periodistas, ajustando las noticias a los intereses de esos políticos, falseando datos que iluminen las sombras de esos políticos y de sus mafiosas decisiones institucionales y orgánicas en beneficio propio y de sus partidos y no de la ciudadanía. Lo de menos es contrastar fuentes. Claro que esto no sirve para todos los medios, para todo el mundo periodístico. Pero sí para una demasiada y poco exigente mayoría. La noticia es un agujero negro por el que se cuela la verdad de los hechos. Podríamos decir que hoy el periodismo se resume en conseguir un titular que al día siguiente repitan los demás medios. La mejor noticia, la más de verdad, es la que cabe en un tuit. ¡Menudo rigor!
-¿Qué tienen en común y qué distingue a los géneros periodístico y literario? ¿Adoptabas un punto de vista diferente al elaborar reportajes o redactar informaciones del que tomas cuando escribes una novela, por ejemplo, sobre el maquis ?
Nunca encontré muchas diferencias en el ejercicio de la literatura y el periodismo. Llevo en ambos oficios más de treinta años. Cada uno tiene sus reglas. Pero he intentado mantenerme lo más fiel posible a la buena escritura. Y lo digo en el sentido ético, moral y estilístico que ambos requieren. Claro que hay una diferencia sustancial: en las novelas inventas, en la escritura periodística intentas reflejar -con todos los matices que se quiera- lo que pasa. Precisamente eso de inventar lo hice en la novela que citas. Cuando escribí Maquis yo sabía poco o casi nada de la guerrilla antifascista que luchaba en los montes de mi tierra. Pero quería contar una historia que se había contado poco. Apenas nada y siempre, claro está, desde el punto de vista del franquismo. Después de aproximarme a la infancia vivida en un pequeño pueblo de la montaña en los primeros años cincuenta, decidí ampliar ese paisaje a la generación de los padres de esa infancia. Ahí me encontré con el miedo de esa generación, con el castigo a las mujeres, un castigo que tenía que ver con la humillación y la venganza, y también con un detalle terrible: la dictadura había convertido a la gente de la guerrilla en «bandoleros». Quise escribir una novela sobre todo eso. Y me puse a inventar. No había leído nada sobre ese asunto. No conocía testimonios. No conocía nada. Y me apliqué a lo que contaba Faulkner: el novelista escribe de lo que no sabe. Y de ahí, de ese atrevimiento, nació Maquis, una de las primeras novelas -con Luna de lobos, de Julio Llamazares y otras pocas más- que se publican en nuestro país sobre la guerrilla antifascista. Lo bueno es que cuando los protagonistas auténticos de mi novela la leen me dicen que han encontrado en sus páginas «la verdad» de sus vidas en los montes. Pero esa «verdad» no era real, lo que habían visto en mi novela era el relato de los sueños que durante tantos años los empujaron a seguir luchando por la libertad en medio de un paisaje devastado y al final con escasas esperanzas de triunfo.
-¿Qué diferencias hay entre el escritor formado en una facultad de Filología Hispánica o en un taller de creación literaria con respecto al que ha aprendido en los bares y plazas emborronando cuartillas y acumulando lecturas de manera autodidacta?
Todo sirve a la hora de ir construyéndote como escritor. Sirve la academia y sirven como tú dices las plazas y las calles para empaparte de lo principal: los libros ajenos, sus lecturas, te ayudan a formarte, te enseñan los vicios y los aciertos, te alimentan para que lo que has leído lo vuelques luego en lo que escribes. En todo caso he de aclarar que siempre seremos aprendices de escritores, que en cada nueva novela estamos empezando en este oficio maravilloso de inventar historias. Me hacen gracia esos colegas que cuando hablan de lo que hacen es como si Cervantes a su lado fuera un simple aprendiz. ¡Menuda tropa!
-¿Qué opinión tienes del rol del crítico literario? ¿Es necesario un mediador entre el escritor y el lector que diseccione los textos, los explique, que encuentre pasajes y rasgos psicológicos comunes a las novelas o evoluciones estilísticas, cuando todos estos hallazgos del crítico, posiblemente, el narrador no se los haya planteado conscientemente?
Siento un enorme respeto por la crítica literaria. Su papel es fundamental aunque sólo sea por señalar un índice de lecturas según su punto de vista necesarias. Ciertamente no me gusta esa crítica que pontifica en sus valoraciones de una obra literaria. Pero en general pienso que su labor es necesaria, aunque como te digo sea para invitar a ciertas lecturas. Y cuando ese acercamiento crítico adquiere unas dimensiones mayores que la reseña periodística y se adentra en el terreno del estudio, de la investigación, la cosa resulta en verdad apasionante. Me gusta descubrir en los textos dedicados a mis novelas aspectos en los que yo nunca había pensado. Y me digo: ¡joder, si tienen más razón esos estudios que yo mismo!
-¿Pierde la virginidad y la inocencia literaria como lector quien dedique cinco años a una tesis doctoral sobre las novelas de Alfons Cervera? El protagonista de La Sonrisa Etrusca, la novela de José Luis Sampedro, se sonreía de los estudiantes que grababan en un magnetófono el relato de sus experiencias.
Creo que no. Por mi experiencia, se genera entre quien escribe sobre ti y lo que escribes y tú mismo una proximidad que -al menos en mi caso- me resulta enormemente gratificante. La complicidad es absoluta. Y esa inocencia que comentas se mantiene en alto durante todo el proceso. Somos como dos aprendices que intentamos a través del diálogo personal y literario descubrir los misterios que se encierran en las páginas de una novela o de varias a la vez. He de decir, en ese sentido, que lo que ha propiciado ese acercamiento académico a mis novelas es una amistad entre ambas partes que va más allá del final de una tesis doctoral. Y a mí, que lo personal siempre estará por encima de lo literario, eso es algo que me llena de orgullo.
-¿Qué opinión te merecen los suplementos literarios de los periódicos?
Respeto los medios de difusión de la literatura. Absolutamente, ¿cómo va a ser de otra manera? Pero te digo en serio que no los leo. Cada vez me siento más alejado del mundo literario. Vivo en Gestalgar, mi pequeño pueblo de la serranía valenciana. Y salgo de ahí para viajar sobre todo a Francia y Alemania, donde mis novelas se leen y estudian. Los círculos literarios no son lo mío, me aturden, me siento extraño, aunque mantengo una excelente relación personal con muchos colegas que, además, son mis amigos. Los suplementos literarios juegan ese papel que antes te decía de señalar caminos de lectura. Son, por eso, necesarios. Yo los leo cuando alguien me dice que hay una reseña sobre alguna de mis novelas o las de mis amigos. Y he de decir que casi siempre (o siempre) esa crítica me ha tratado bien. Y aquí he de añadir un detalle: cuando leo algo bueno sobre mis novelas la satisfacción es doble: por una parte, la mía propia. Y por otra -aún mayor- la de mi editorial de toda la vida, Montesinos. Cuando hablo de mis novelas con Miguel Riera y Elisa-Nuria Cabot lo hago en plural, siempre digo «nuestras novelas». Te repito que para mí lo personal siempre estará por encima de lo literario.
-Por último el libro Otro mundo incluye un homenaje a las novelas de quiosco y «a duro», que marcaron la educación sentimental de al menos dos generaciones. ¿Qué dirías a quienes criticaran su escasa calidad literaria? ¿Qué autores y contenidos de estas pequeñas novelas te dejaron impronta?
Qué bien que hayas reparado en ese detalle. Es uno de los puntos más importantes de la novela. Las novelas de quiosco, o de «a duro», como también se llamaban, ayudaron a leer a mucha gente en los años cincuenta, incluso antes. La calidad literaria es en algunos casos discutible. Ten en cuenta que escribían dos novelas a la semana: del oeste, policiales, de «chicas» como ellos y ellas decían, de ciencia-ficción… En muchas casas -por ejemplo la mía- no había libros. Y en los pequeños pueblos como el mío tampoco bibliotecas. Leíamos lo que llegaba en el autobús de línea y cada jueves cambiábamos unos títulos por otros. Eran los únicos libros que teníamos a nuestro alcance. Yo supe muy tarde -no sé si demasiado tarde- quiénes eran Flaubert, Tolstoi o Henry James. Mucho antes que a ellos llegué a Silver Kane, George H. White, Keith Luger, Edward Goodman, Peter Debry o Alf Regaldie, todos ellos magníficos escritores. Llegar a conocer personalmente a Silver Kane y George H. White (Francisco González Ledesma y Pascual Enguídanos, respectivamente) ha sido una de mis satisfacciones más inolvidables. Pasado el tiempo el nexo entre unos y otros -entre una y otra literatura- fue Juan Marsé con Últimas tardes con Teresa.
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