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Sobre la distopía del euro

Fuentes: Mientras tanto

A propósito del libro de William Mitchell «La distopía del euro. Pensamiento gregario y negación de la realidad»

Según la Teoría Monetaria Moderna (TMM), todo Estado soberano puede financiar sus déficits recurriendo a la emisión monetaria de su banco central, saldando cualquier cuenta pendiente con la impresión de billetes o una anotación bancaria. Si bien tal afirmación tiene algo de tautológico (históricamente, la definición de los poderes tributarios, monetarios y fiscales ha sido fuente de no pocos conflictos sobre la propia constitución de la soberanía estatal), resulta una aproximación válida para la mayoría de las economías contemporáneas.

Entonces, ¿por qué algunos estados, como los de la zona euro, se autoimponen restricciones en el nivel de sus déficits o se exponen a la disciplina de los mercados financieros para financiar su gasto?

Para Bill Mitchell, autor de La distopía del euro (Lola Books, 2016), las razones de la renuncia a la soberanía monetaria deben buscarse en la compleja interacción del pensamiento gregario, la ideología conservadora y el miedo a Alemania. En su interpretación de la historia económica europea, los estados miembros más débiles optaron por avanzar hacia el euro, incluso sin disponer de una política fiscal común, con el fin de asegurar la adhesión de Alemania al proyecto de integración monetaria europea. Para ello, aceptaron que se generalizaran obsesiones germanas como las de la competitividad y el control de la inflación, que recaía en un banco central independiente (el BCE) y en una política fiscal cuyos objetivos primordiales serían la reducción del déficit y la deuda frente al estímulo al crecimiento económico y al empleo.

El abandono de las políticas económicas keynesianas zarpaba al favor de los nuevos aires monetaristas, que conquistaron por igual a académicos y funcionarios europeos. Y para cuando las contradicciones de este corsé estallaron en los mercados de deuda soberana, el euro ya era, para algunos, parte integral del fin de la historia. Tanto es así que incluso la transformación de Syriza de opositora a gestora de las políticas de austeridad no ha impedido que la izquierda europea siga afirmando, con muy raras excepciones, la compatibilidad de sus propuestas transformadoras con la moneda única.

Mitchell pasa revista a los posibles programas de reforma de la zona euro para fallar en favor de su ruptura. Resulta difícil no estar de acuerdo. La relajación de las normas de déficit u objetivos de inflación chocan frontalmente contra el edificio de una gobernanza económica cada vez más exigente. Una autoridad fiscal única es políticamente inviable en ausencia de un demos europeo. El aumento de la progresividad del presupuesto europeo es un parche ridículo, dada su escasa magnitud. La mutualización de la deuda sigue dejándola a merced de los inversores financieros o, en último término, de un BCE virulentamente neoliberal.

Al menos la salida del euro está en manos de cada Estado: redenominación de la deuda y contratos financieros en moneda nacional, introducción progresiva de nuevos medios de pago, controles de capitales y recuperación de las competencias bancarias y monetarias por parte de un nuevo banco central constituyen una hoja de ruta concreta que no tiene que esperar a que otra Unión Europea sea posible.

Pero ¿para qué alternativa? Al describir las motivaciones que condujeron a la profundización de la integración económica europea, no podemos obviar que el monetarismo, pese a su apariencia de dogmatismo e irracionalidad, ofrecía una respuesta de clase a una crisis real del keynesianismo. Las huelgas y disputas en la producción y las pugnas distributivas, manifiestas en una alta tasa de inflación, evidenciaban que no podía comprarse indefinidamente la paz social con altas tasas de empleo. Cuarenta años después, no hay vuelta atrás.

La reconstitución de un ejército de reserva mediante el paro masivo, la opción monetarista para reconducir la conflictividad, tiene una variante en la preferencia de la TMM por los programas de «empleo garantizado», concebidos para no competir con la producción privada y ancorar a la baja las expectativas salariales. Resulta poco comprensible el abandono de las reivindicaciones propias del movimiento obrero, como son el reparto del trabajo, la democratización de la producción y la socialización de las ganancias, en favor de una repetición de la paz social keynesiana en la que el Estado, como empleador, administra la disciplina a la clase trabajadora.

Otro aspecto actual de la crisis del keynesianismo es la cuestión de la creciente apertura comercial de las economías nacionales cuya soberanía monetaria no se extiende a la financiación exterior (como sí ocurre en el caso de países con monedas de reserva como el dólar o la libra). Un estímulo al crecimiento desemboca fácilmente en crisis de balanza de pagos (o bien: una crisis en la financiación exterior puede suponer un freno en seco al crecimiento). La confianza en los tipos de cambios flexibles para reequilibrar la cuenta exterior, compartida por monetaristas y TMM, parece insuficiente, toda vez que las diferencias centro-periferia no son el resultado de meros diferenciales de coste, sino de persistentes diferencias en la articulación del modelo productivo, tales como la innovación tecnológica, la especialización y concentración industrial, etc. La integración monetaria europea supone, hasta cierto punto, una fuite en avant que permitió a los países periféricos europeos evitar la restricción exterior a cambio de someterse a la disciplina de la gobernanza y el BCE.

En conclusión. Romper el euro significa romper con la tutela de la Europa neoliberal, pero no nos libra del carácter real de una crisis que se arrastra desde antes del nacimiento del neoliberalismo y que exigirá transformaciones radicales más allá de la ruptura monetaria.

[Ramón Boixadera es economista y asistente de la eurodiputada de IU Paloma López]

Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-148/notas/sobre-la-distopia-del-euro