«Una torpeza tenazmente repetida sirve con extrema habilidad a intenciones inconfesadas». Sigmund Freud. En política, ¿qué es un «error»? ¿Cómo se determina que una u otra decisión, de un líder o una dirección colectiva, es «errada»? La respuesta parece sencilla: es una cuestión de fines. Si un partido se propone hacer una revolución y sus […]
«Una torpeza tenazmente repetida sirve con extrema habilidad a intenciones inconfesadas».
Sigmund Freud.
En política, ¿qué es un «error»? ¿Cómo se determina que una u otra decisión, de un líder o una dirección colectiva, es «errada»? La respuesta parece sencilla: es una cuestión de fines. Si un partido se propone hacer una revolución y sus acciones no contribuyen y hasta perjudican tal causa, entonces uno podría decir que esa organización está cometiendo «errores políticos»; incurriendo en lógicas que quizá mantienen por inercia el control aparente de ciertas instancias de poder, pero que en el mediano y largo plazo minan el propio camino trazado en planes, manifiestos y discursos. El elemento «opaco», sustraído a la crítica, en este razonamiento tan familiar para las tradiciones de izquierda, es el contenido mismo del programa revolucionario.
El fracaso de las experiencias revolucionarias pasadas ha encontrado siempre en aquella clásica diferenciación entre táctica y estrategia una cómoda interpretación. ¿Pero acaso fueron la colectivización forzosa y los procesos de Moscú «errores» de Stalin? ¿Fue la burocratización de la Unión Soviética una fallida manera de gestionar la situación institucional y social que provocó el cerco occidental a la Revolución de Octubre? La respuesta es no. De hecho, tanto el sólido control del PCUS como casi cuatro décadas de estabilidad económica demuestran exactamente lo contrario. La solución poco satisfactoria a que se acude a esta altura de la cuestión es que Stalin y la burocracia soviética traicionaron los fines revolucionarios para perseguir sus propios objetivos, terribles metas que terminaron pareciéndose más a la doctrina del imperio zarista que al Manifiesto Comunista de Marx.
Sin duda hay un momento de verdad en todo esto. Se reconoce entonces que Stalin fue más bien exitoso y creo que lo verdaderamente radical aquí sería decir lo mismo de ciertos sectores dirigentes en procesos actuales como el de Cuba o Venezuela. No es cierto que el fracaso de la revolución sea el fracaso de estos nuevos tenedores de privilegios y, aunque efímeras, sus «victorias» son diarias. En ellos no hay tal divorcio ingenuo entre una estrategia y sus tácticas, entre la transformación social y los movimientos que a su juicio tendrían que conducirnos a ella, sino que el acotado marco al que suelen circunscribir sus acciones es su único marco, del que literalmente viven y en el interior del cual no pueden sino engendrarse identidades reaccionarias. De allí que Gianni Vattimo, en una provocadora conferencia dada a mediados de 2016 en Caracas, preguntase sobre el chavismo: «¿estamos del lado de la conservación o de la transformación; de lo fijo o del devenir-ser?».
Pensemos en una lección leninista de otro filósofo, Alain Badiou: «La esencia de la desviación está en argumentar sobre la base de alguna circunstancia táctica para negar los principios; en tomar como punto de partida una contradicción secundaria para hacer una afirmación revisionista sobre la concepción principal de la política»[1]. Desde 2008, con el proyecto fallido de reforma constitucional en Venezuela, han sido múltiples las renegaciones políticas de este tipo. Pero el resentimiento de unos cuantos mandarines universitarios no es la única baja pasión que cedió ante el peso de aquella coyuntura. El pragmatismo y corporativización han arrojado al chavismo hacia una situación de sobrevivencia y automutilación con graves consecuencias en el resultado de sus políticas públicas. Badiou explica que un teórico es alguien que considera una cuestión desde el interior de un momento determinado. En el caso de la Revolución Bolivariana, lo que antes podía ser considerado «contradicciones secundarias» hoy actúa como funcionamiento y horizonte únicos, idénticos a sus actores. Éste es el lugar donde nos encontramos e ignorarlo sólo tributa contra la búsqueda de futuros posibles para la política revolucionaria en el país.
Pero lo crucial aquí es cómo esta precariedad institucional, esta «desventura» de la dirección política, propicia que un fin colectivo devenga su contrario. El contraste entre una sociedad venezolana efervescente, en cuyo seno surgieron insólitas experiencias de gestión alternativa de la vida, y un estado de cosas marcado por el desafecto y el conjunto de comportamientos que asociamos al fenómeno del llamado «bachaquerismo», es una muestra escalofriante de ello.
No parece riguroso achacar este giro cultural de 180 grados sólo al «aburguesamiento» de una clase dirigente. Recordemos que los integrantes de ésta, en el caso de la Revolución Bolivariana, nunca dejaron de pertenecer a la pequeñaburguesía nacional, y que fue el movimiento popular la condición de posibilidad para la radicalización de esos sectores. ¿No se podría decir que el «apaciguamiento» de aquél fue del mismo modo condición de posibilidad para el proceso inverso experimentado luego por los dirigentes? Ciertamente, sería muy esclarecedora una sociología sobre las redes de clientelización y cooptación social puestas en marcha durante los últimos años. Pero no es preciso plantear este devenir en términos unilaterales. Tampoco se trata de cristianizar el debate con un reparto más o menos proporcional de culpas, verdadero comodín existencial que funciona como tecnología del fracaso.
Al gesto obsesivo por una vuelta imposible al confort y la seguridad, es momento de oponer un violento acto de reflexión sobre la propia formulación del proyecto político bolivariano. Para decirlo en la jerga de cierto «liberalismo populista», creo que el discurso que articuló la lucha nacional-popular en Venezuela desde finales de los 90 agotó irremediablemente su eficacia simbólica en términos hegemónicos. Los movimientos fallidos que condujeron a ese agotamiento no pueden ser vistos ya al margen del propio discurso, de las ambigüedades y coordenadas mismas que estableció para efectos de la dirección política.
En su obra Psicopatología de la vida cotidiana, Sigmund Freud propuso dividir las equivocaciones en dos grupos. Aquel cuyo efecto fallido obedece al «extravío de la intención», que llamó actos de término erróneo; y otro referido a las acciones «inadecuadas a su fin», que denominó actos sintomáticos y casuales. Freud reconoce que la frontera entre ambos grupos de errores es casi inexistente y concluye que, en cualquier caso, se trata de manifestaciones motoras motivadas por razones ajenas a la conciencia. El autor asegura que esas motivaciones se encuentran en un nivel inconsciente de la persona que yerra y las asocia con deseos reprimidos. Parece hablarnos entonces de un divorcio entre intenciones racionales y el deseo del que las ejecuta: el sujeto termina saboteando su propio acto. Pero esto no es del todo acertado. En cierto sentido, lo que nos dice Freud es que el deseo inconsciente está-ya en los términos de la intención, pues perturba su formulación desde el principio y determina la propensión al error. Lo mismo podríamos decir de los planes de desarrollo económico socialista y discursos revolucionarios aludidos al principio.
El fallo primordial de grupos como Marea Socialista es la sospechosa creencia de que los resultados de aquellos planes y las costuras de esos discursos tienen que ver sobre todo con el proceder de ciertos dirigentes, no tanto con su contenido original, cuando de lo que se trata aquí es de problemas en el interior de la propia teleología, en el caso del chavismo cargada desde el principio por una plétora de corrientes ideológicas que determinaron sus profundas contradicciones, así como el cruce de las pequeñas estrategias. Si estos nichos de poder dieron su propio contenido a cuestiones cruciales como las alianzas económicas internacionales, el tema cambiario o los aparatos de inteligencia, es porque el proyecto bolivariano nunca contempló una planificación real para coordinar esas áreas.
Freud señala que los actos fallidos «se hayan íntimamente enlazados al pasado del sujeto, apareciendo al mismo tiempo en estrecha conexión con su situación presente»[1]. La agresiva reiteración de las prácticas institucionales asociadas con el partido Acción Democrática revela la derrota cultural de la Revolución Bolivariana en materia de construcción de nuevos horizontes programáticos. La organización jerárquica de signo militar que mantiene cautiva a la política pública y el retorno al socialcristianismo en el plano retórico son también síntomas en esa dirección. Del mismo modo que el zarismo soviético fue en sí mismo el triunfo de la repetición sobre las energías sociales desatadas en Rusia a principios del siglo XX.
En sus consideraciones sobre los errores motores Freud también señala que la significación de éstos no es fija. «Se ofrecen como medios de representaciones»[2], llega a decir, dotándolos así de cierta plasticidad simbólica a partir del momento en que comienza la cura analítica. Desde esa perspectiva, Jacques-Alain Miller se atrevió a decir durante una conferencia de 1979 en Caracas que «las invenciones significantes son la única cosa capaz de curar»[3], en referencia a las nuevas formas del decir, a los nuevos términos que nos permitirían dar otro sentido a nuestra propia experiencia. La disputa por el significado de los últimos 17 años en Venezuela ha comenzado y rescatar cuanto hubo en ellos de emancipador pasa por una recuperación de este tipo, por abrir las bóvedas de este tiempo histórico y surcar nuevamente lo real de 500 años de opresión. En momentos de crisis sistémica como el que actualmente vive el capitalismo, la conservación es siempre precaria, propensa a ceder espacios para ese deseo llamado revolución.
Notas
[1] El Uno se divide en Dos, en «Lenín Reactivado. Hacia una política de la verdad», p. 12, 2010, Ediciones AKAL, Madrid.
[1] Psicopatología de la vida cotidiana, Obras completas, p. 711, Editorial Biblioteca Nueva Madrid.
[2] Ibídem, p. 712.
[3] Recorrido de Lacan. Ocho conferencias, p. 32, 2011, Ediciones Manantial, Buenos Aires.
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