Debate. En el número anterior, el Dipló inaguró una discusión acerca del lugar de la industria en el desarrollo argentino. Aquí, una crítica a los argumentos basados en el «costo argentino» y las iniciativas de reconversión a partir de una apertura de las importaciones. El desarrollo, sostiene el autor, exige décadas de políticas planificadas con […]
Debate. En el número anterior, el Dipló inaguró una discusión acerca del lugar de la industria en el desarrollo argentino. Aquí, una crítica a los argumentos basados en el «costo argentino» y las iniciativas de reconversión a partir de una apertura de las importaciones. El desarrollo, sostiene el autor, exige décadas de políticas planificadas con una fuerte regulación estatal.
El debate sobre la política económica parece haber encontrado por fin unanimidad: hay que «mejorar la competitividad». La frase no sólo suena bien, sino que además ha logrado instalar en el sentido común la idea de que nuestra falta de competitividad es la responsable de los altos precios que deben asumir los consumidores por algunos de los bienes que hoy marcan la canasta de consumo de una economía desarrollada, como la indumentaria y la electrónica. Sin embargo, esta concepción omite uno de los principios básicos de la economía: el principio de partida doble. El principio de partida doble dice algo tan sencillo como que toda compra es una venta. Y también algo un poco más complejo: todo costo es a la vez un ingreso. Este último punto es central para entender la falacia de composición que se esconde detrás de las dificultades de competitividad de la industria local.
Un ejemplo concreto puede contribuir a aclarar esta cuestión. Tomemos el caso de un par de zapatillas. Elegimos las Nike Air Max Tavas y comparamos el precio en el mismo canal de comercialización: Mercado Libre. Contrastando con México, una economía supuestamente más competitiva que la argentina, comprobamos que allí se venden al equivalente de 1.280 pesos argentinos, mientras que aquí cuestan 2.936, más del doble. Observando esta diferencia es claro que cualquier argentino preferiría abrir el país a la importación de zapatillas ya que esto se reflejaría en un incremento de su poder adquisitivo: con el mismo salario podría comprar más zapatillas.
Sin embargo, uno de los factores que permiten que México tenga esos costos son sus bajos niveles salariales. El salario mínimo se ubica en 100 dólares por mes, contra 504 dólares en Argentina. Esta diferencia nos muestra las dos caras de la moneda salarial, el principio de partida doble: podríamos decir que el costo laboral de Argentina multiplica por cinco al de México, pero también podríamos decir que los trabajadores de Argentina ganan como mínimo cinco veces más que los de México.
Pero, como se sabe, el valor de los salarios en dólares puede ser poco informativo sobre su poder de compra. Lo que importa es la comparación de ese salario con los precios internos de cada economía. Pues bien, si evaluamos los salarios de ambos países en términos de nuestras zapatillas, veremos que mientras que en Argentina un salario mínimo equivale a casi 3 pares de nuestras zapatillas «caras», en México un salario mínimo apenas alcanza para comprarse 1,5 pares. En otras palabras: la competitividad del trabajador mexicano se basa en buena medida en su incapacidad de adquirir un par de zapatillas y, simétricamente, la falta de competitividad del trabajador argentino se explica por la posibilidad de poder comprar más zapatillas.
Caminos
El salario promedio del sector privado registrado en Argentina se ubica en torno a los 21.000 pesos por mes. Ese salario compra unos 7 pares de las zapatillas en cuestión. Lamentablemente, el actual gobierno parece considerar sólo dos vías conocidas para «recuperar la competitividad». La primera, que es mera declamación, consistiría en reducir el salario del sector privado de esos 21.000 pesos a unos 4.000, algo claramente inviable desde cualquier punto de vista. La otra vía, algo más indirecta y que goza de mejor prensa, es la devaluación. Si Argentina quisiera alcanzar la competitividad de México, el tipo de cambio tendría que pasar de los actuales 16 pesos a unos 80. Como el lector se dará cuenta, una devaluación del 400% también es claramente inviable.
Pero existe una tercera vía, más paulatina pero que en algún momento resulta en ese mismo escenario: la apertura de las importaciones. A medida que la economía se abra a la importación de productos cuyo costo laboral es cinco veces más bajo que el local, la presión sobre el aparato productivo avanzará, en primer lugar, por vía del desempleo. Las fábricas locales que no puedan competir con esos costos deberán cerrar y sus operarios terminarán en la calle. Esa masa creciente de trabajadores morigerará los reclamos paritarios, hecho que hoy se ve reflejado por ejemplo en la dinámica del sector metalúrgico y su principal sindicato, la UOM, cuyo zapato aprieta fuerte y obliga a los trabajadores a elegir entre «salarios y empleo».
Sin embargo, por más que el desempleo aumente, sigue siendo impensable que los trabajadores argentinos acepten un salario cinco veces menor. Pero la historia argentina nos muestra cómo se terminan resolviendo estas tensiones resultantes de una economía que se abre a la competencia externa: en 2001, cuando el desempleo finalmente superó el 20% y el gobierno intentó reducir los salarios por ley y/o decreto, nuestra moneda experimentó una devaluación entre puntas de más del 300%. Finalmente Argentina recuperó su «competitividad», pero a costa de la peor crisis económica, política y social de su historia.
Como la experiencia reciente resulta ilustrativa de los riesgos de mejorar los costos por vía de bajar salarios (ya sea directa o indirectamente), el argumento «pro-competitividad» suele mutar hacia lo siguiente: «Es cierto, nadie quiere recuperar la competitividad a costa de los trabajadores porque, además, ellos no son los culpables; el culpable es el Estado, porque el alto costo laboral argentino se explica por la cantidad de impuestos que se pagan sobre los salarios». La idea es conocida: una carga tributaria en torno al 35% sobre los salarios sería la responsable no sólo de la falta de competitividad sino de la alta informalidad laboral. La fórmula sería la del 35-35: el 35% de impuestos es responsable del 35% de los trabajadores en negro. Las empresas, al no poder enfrentar esa carga tributaria, se verían obligadas a mantener a sus trabajadores en la informalidad. De esto se sigue que una misma medida permitiría a la vez bajar la informalidad y recuperar la competitividad: reducir las cargas tributarias que pesan sobre el salario.
El gráfico «Cargas tributarias…» muestra que, para sorpresa de muchos, la relación entre impuestos sobre la nómina salarial e informalidad laboral es negativa en América Latina. Es decir, menores cargas tributarias no generan menores niveles de informalidad y por lo tanto reducir los «impuestos al trabajo» no contribuye a una mayor formalización. En Perú, por ejemplo, la carga tributaria es de 18% y la informalidad de 53%. La literatura que analiza esta relación suele indicar que la causalidad entre impuestos e informalidad es exactamente la inversa a la que pretenden quienes proponen reducir las cargas tributarias: no son los altos impuestos los que causan la informalidad, sino que las economías que tienen altas tasas de informalidad suelen contar con una baja capacidad para gravar a sus contribuyentes y por lo tanto tienen bajos niveles de carga tributaria.
Pero aun si estos argumentos y la evidencia empírica no fueran suficientes para comprender los verdaderos problemas que enfrenta nuestra economía para mejorar su competitividad, se podría argüir que, sea como sea, lo que ocurre finalmente es que países con salarios más bajos en dólares son más competitivos que Argentina y lo que hacen es invadir a nuestro país con importaciones que ingresan a precios de venta sensiblemente más bajos que los locales, con los efectos negativos que esa dinámica implica en materia de empleo y de desarrollo de la industria local.
El argumento, una vez más, debe ser puesto en cuestión. En la tabla «Importaciones…» se muestran los salarios en dólares de los principales socios comerciales de Argentina para el año 2015. Lo que se podría esperar, siguiendo esta línea de razonamiento, es que, a mayor diferencia salarial, mayor sea el peso de ese país en las importaciones que ingresan al país. Sin embargo, la situación es muy otra. En primer lugar, para nuestro principal socio comercial, Brasil, esta interpretación es errónea, puesto que ignora la naturaleza «administrada» del intercambio comercial en el marco del Mercosur. Por esta razón, en la tabla se observa que, con la salvedad de China, el 60% de las importaciones proviene de economías cuyos salarios en dólares son mayores que los nuestros. Esta situación es sencillamente el reflejo de que en el mundo actual otros factores, como la tecnología y la escala, resultan mucho más decisivos para comprender los patrones del comercio internacional (y, con ello, el grado de desarrollo de cada aparato industrial) que los salarios.
Sin atajos
La experiencia pos-convertibilidad ha ayudado traumáticamente a que cada vez más personas comprendan que perseguir la competitividad a cualquier costo (devaluación) o abrirse a un mundo más barato son fórmulas que sólo pueden terminar en una crisis. Ante esta encrucijada, en la actualidad algunos analistas y responsables de política económica vuelven a traer un viejo y trillado ejemplo para nuestro supuestamente frustrado destino económico: Australia. Este país sería un ejemplo exitoso de un modelo primario-exportador que permite disfrutar de altos niveles de ingreso y desarrollo a sus habitantes.
La literatura que desmitifica este punto es abundante y buena. Para no repetir argumentos, simplemente diremos que, cuando se analizan los factores centrales que explican el despegue de Australia, es decir la dotación de recursos naturales y la población, se puede decir que, grosso modo, aquel país cuenta con la mitad de la población de Argentina y más del doble de recursos naturales. La cuenta es sencilla: para que Argentina sea Australia necesita no una sino cuatro «pampas húmedas».
Argentina no puede competir con los principales productores de manufacturas industriales. Este hecho muchas veces es señalado como una «falta de competitividad» por parte de nuestro país, y los salarios y el Estado suelen ser considerados los principales responsables del «alto costo argentino». Aunque se trata de un debate largo y complejo, lo que se debe comprender es que importar un producto es también importar las condiciones de trabajo bajo las que ese producto es generado. El bajo costo de las manufacturas de origen importado es el reflejo, entre otras cosas, de los bajos costos laborales de países como China, Malasia o México, por citar sólo algunos ejemplos. Lamentablemente, en la mayoría de los casos el bajo costo laboral es reflejo del bajo nivel salarial y, con ello, del poder adquisitivo y de las condiciones de vida de los trabajadores de las potencias manufactureras.
La experiencia internacional muestra que los ejemplos de desarrollo productivo exigen décadas de políticas altamente planificadas, con el Estado liderando el proceso e interviniendo en la economía, para torcer el resultado del «mercado» en beneficio de un proyecto nacional. El rumbo que debe seguir Argentina para desarrollarse es una cuestión de legítima y necesaria discusión. Pero nos permitimos aportar a ese debate que medidas como abrir indiscriminadamente la economía, intentar bajar los salarios y los impuestos o apostar a un modelo exclusivamente agro-exportador no son las vías más adecuadas.
Cargas tributarias e informalidad laboral
(Fuente: elaboración propia basada en CEPAL)
Importaciones y salarios
(Fuente: elaboración propia basada en INDEC y OIT)
Emmanuel Álvarez Agis, ex viceministro de Economía de la nación.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur