Las empresas multinacionales han desplazado a los Estados como protagonistas de los debates relacionados con la propiedad intelectual y los derechos de autor. Pero el campo de batalla se ha tornado evanescente. Ahora la guerra se desarrolla en internet
Copyleft reflection in mirror, with pen. PHILIP SERRACINO INGLOTT
El año 1986 fue el momento álgido del romance político entre Margaret Thatcher y Ronald Reagan, mientras celebraban su particular recetario neoliberal consistente en desregulaciones, bajadas de impuestos y desarme sindical de cualquier colectivo que osara hacer huelga, como mineros o controladores aéreos. Ese mismo 1986, Daniel Cohn-Bendit publicaba La revolución y nosotros, que la quisimos tanto (Anagrama, 1998), donde en una entrevista al exactivista e icono contracultural Jerry Rubin, éste afirmaba: «Lo que tú no comprendes, Dany, es que nosotros ganamos en los 60».
Hackers y emprendedores
En un texto cuyos ecos resuenan todavía, Richard Barbrook y Andy Cameron definieron la ideología californiana como una «nueva fe» impulsada por artistas y hackers, donde se produce una extraña fusión entre «la bohemia cultural de San Francisco y la industria de tecnología punta de Silicon Valley». Según ellos, «la ideología californiana combina, de forma promiscua, el espíritu despreocupado de los hippies y el ardor empresarial de los yuppies. Esta amalgama de realidades opuestas ha sido posible gracias a una profunda fe en el potencial emancipatorio de las nuevas tecnologías de la información. En la utopía digital, todos seremos alegres y ricos».
¿De quién hablaban Barbrook y Cameron? Uno de los mayores negocios de los 70 y los 80 del siglo pasado se desarrolló en torno a la incipiente industria informática, como los primeros ordenadores domésticos y los primeros desarrollos de software. En las universidades de Estados Unidos fue surgiendo lo que en su momento se denominó románticamente hackers y ahora llamaríamos simplemente emprendedores, acostumbrados como estamos a millonarios de aspecto contracultural. De nuevo, al igual que sucedió en la incipiente industria editorial, el respeto al copyright parece que no fue la norma. Uno de los primeros hackers en montar su empresa fue Bill Gates, fundador de Microsoft. Si ahora las industrias culturales se quejan de que la venta de ADSL es, básicamente, para acceder a contenidos protegidos por propiedad intelectual, en 1976 Gates se quejaba de que los usuarios de las primeras generaciones de ordenadores personales compraban ampliaciones de memoria para usar software por el que no se había pagado una licencia (los programas pasaban de mano en mano rápidamente entre los primeros aficionados).
Otro hacker-emprendedor fue el difunto Steve Jobs, fundador de Apple, que montó en cólera y acusó de «robo» a Gates cuando este anunció la primera versión de Windows en 1985, ya que consideraba que había copiado todas las ideas del primer Macintosh. Gates respondió con una reunión en la sede de Apple, donde recordó a Jobs que en realidad no estaba legitimado para quejarse. En realidad ambos habían copiado, y según Gates lo que ocurrió fue «más bien que ambos nos encontramos con este rico vecino llamado Xerox, y asaltamos su casa para robar su televisión, y descubrimos que tú ya te la habías robado antes». La «televisión» son los interfaces gráficos de ventanas ahora ubicuos en todo tipo de ordenadores y teléfonos y que Apple «robó» de Xerox.
En ese contexto de guerras comerciales y mercantilización del software, la comunidad hacker no se dedicó únicamente a crear empresas. El programador Richard Stallman participaba en una suerte de comuna virtual donde cualquier persona podía desarrollar las funcionalidades del editor de textos Emacs y aportar mejoras. Cuando Stallman distribuyó una nueva versión del programa con sus modificaciones una empresa le advirtió que estaba vulnerando sus derechos de propiedad intelectual. El informático se indignó y tomó entonces conciencia de los peligros de la mercantilización del software, por lo que decidió impulsar una nueva comunidad a favor de lo que denominó el software libre, basada en una nueva filosofía llamada copyleft (por contraposición al copyright). En 1989, el mismo año que caía el muro de Berlín, Stallman lanzó la histórica licencia GPL, con el objetivo de que los programas que la usaran pudieran ser distribuidos, estudiados y modificados y poder estar blindados legalmente contra la apropiación por parte de intereses corporativos.
Maoísmo digital
Con la popularización de internet el modelo del software libre comenzó a crecer de forma explosiva, generado numerosos programas de calidad igual o incluso superior al software comercializado por empresas como Microsoft (el enemigo de la comunidad del software libre en los años 90). Mientras, en internet se iba popularizando y extendie ndo el intercambio de archivos, donde las empresas nativas digitales siguieron los pasos de EEUU o la URSS: asumieron un dominio público digital para todos los productos culturales del mundo analógico. Las discográficas y Napster, las editoriales y Google Books, o las productoras audiovisuales y Megaupload fueron choques sucesivos debidos a la percepción de la existencia de un dominio público de facto, en un espacio entonces muy desregulado como era internet. Ahora las polémicas giran en torno a Spotify, Amazon o Netflix, empresas ya todas legales que tributan en paraísos fiscales y a prácticas que son criticadas desde las industrias de contenidos, por ejemplo, por la exigua remuneración que generan a los creadores.
Del software libre y el copyleft, ideado por Richard Stallman, el abogado y académico Lawrence Lessig hizo una adaptación de parte de la filosofía del copyleft a los productos culturales: nacía la cultura libre y las licencias Creative Commons, que permiten diversas modalidades legales para compartir y modificar las obras que las usen. A pesar de que Lessig siempre fue explícito en su visión neoliberal de la economía política («cultura libre como mercado libre») sus propuestas fueron asumidas con entusiasmo por la mayoría de la izquierda alternativa europea. Y al igual que después del 15-M llegó Podemos, después de la popularización de la cultura libre llegaron los Partidos Pirata, con desarrollo e implantación muy desigual, pero que aún hoy en día cuentan con presencia institucional en varios países e incluso con una brillante eurodiputada como es Julia Reda. Surge entonces la pregunta… ¿hay alguna relación entre piratería, copyleft y cultura libre.
En el ensayo Contra el rebaño digital (Debate, 2011) el programador Jaron Lanier planteó que con los años se ha ido conformando lo que él denomina despectivamente un «maoísmo digital», un colectivo que parece una nueva formulación de la ideología californiana, pero compuesto «por gente del mundo de la cultura abierta/mundo del Creative Commons, la comunidad de Linux, la gente asociada con el enfoque de la inteligencia artificial aplicado a la informática, gente del web 2.0, los usuarios […] que intercambian y mezclan archivos. Su capital es Silicon Valley, pero tienen bases de poder por todo el mundo, donde quiera que se cree cultura digital».
Para el profesor de universidad y activista del software libre Ricardo Galli se ha producido un enorme malentendido, como expuso en su texto «La confusión con el copyleft«: «Se empezó a usar -incorrectamente- el término copyleft para identificar de forma difusa a una especie de movimiento, que a veces (muy pocas) era anti copyright, otras el de bajar gratis, otras el de luchar contra el canon digital, y casi nunca la de generar obras culturales libres. […] Richard Stallman fue el creador del término copyleft con un objetivo muy preciso, que no tiene nada que ver con la lucha contra la propiedad intelectual. Es todo lo contrario, las licencias de software libre (o CC) no pueden funcionar sin propiedad intelectual, aún menos el concepto copyleft, que ni siquiera puede imaginarse sin las leyes de derechos de autor».
Derechos de autor desde posiciones de izquierda
¿La propiedad intelectual es liberal o responde a una visión centralista de los derechos de autor? ¿El copyright es de derechas y el copyleft de izquierdas? ¿Por qué movimientos sociales de izquierdas asumen los postulados de un liberal como Lessig, cuando ni siquiera en la URSS se abolió la propiedad intelectual? Todas estas no son preguntas fáciles de responder, pero vamos a finalizar esta segunda parte del texto con un posicionamiento explícito.
Hemos visto que los Estados, tengan el signo político que tengan, no han tenido una visión estática del papel de las regulaciones respecto a la propiedad intelectual, ya que las fueron modificando en función de sus intereses comerciales. Después de los Estados, las empresas multinacionales también han ido variando sus posturas, donde el caso paradigmático es el de Sony: ganó en una demanda interpuesta por las productoras de Hollywood en la que se argumentaba que el vídeo doméstico Beta ponía en peligro la industria del cine. Años después, Sony lanzaba junto a IBM duras campañas contra la piratería musical en internet, denunciando a los usuarios de dispositivos digitales por exactamente lo mismo que hacían los usuarios de su popular vídeo Beta en la era analógica: copiar contenidos. Más recientemente YouTube (propiedad de Google), que basó inicialmente su modelo de negocio en contenidos protegidos por derechos de autor de los que no era propietario, ahora extrae enormes beneficios con la herramienta antipiratería Content ID.
Las visiones ahistóricas de la propiedad intelectual, sean para idealizarla o demonizarla, no son útiles. Su marco regulatorio, debido al papel económico y social que juega, ha variado y variará en función de los cambios que se producen en las diferentes industrias culturales, tanto analógicas como digitales. Si la URSS argumentó durante lustros que su negativa a establecer acuerdos internacionales con países capitalistas se debía a que el dinero no llegaba a los trabajadores culturales e iba a las editoriales, ahora las críticas a Amazon, Spotify o YouTube sobre lo exiguo de la remuneración que llega a los autores son recurrentes.
Defender la abolición o desaparición de la propiedad intelectual como algo positivo es confiar en que los mercados se autorregulan, es decir, asumir el principal postulado liberal. Defender que el uso de determinadas licencias, como son las Creative Commons, va a generar sin intervención política algún cambio en las industrias culturales es una posición idéntica que la anterior. Sin intervención institucional o regulaciones específicas no se puede plantear que haya menor mercantilización de la producción cultural. Amazon, Spotify o YouTube no tienen ningún problema en permitir licencias libres en sus plataformas, mientras imponen sus propias condiciones para no asumir los mismos niveles de remuneración que en el mundo analógico. Es cierto que ese dinero iría en su mayor parte a editoriales y no a los autores, pero en el actual contexto nos dirigimos hacia un trabajo cultural realizado únicamente por rentistas y amateurs.