A 10 años del estreno de la película uruguaya El baño del Papa, analizamos la actualidad de su contenido mediante la influencia de la religión, la lotería y el trabajo en los sectores populares.
Un oscuro paisaje serrano va tiñéndose de la claridad de un día que no acaba de imponerse. Unas siluetas esforzadas se comienzan a vislumbrar, revelándose cotidianas. Repetidas en su rutina, van dejando atrás el mismo tiempo y distancia que someten cada día a esos seres al desafío ciclístico-cíclico de cubrir sesenta kilómetros. Ese número, esa distancia, es la única certeza a la que los protagonistas de la escena pueden aferrarse. Esos sesenta kilómetros están marcados en el destino de ser recorridos uno a uno por cada bagallero que pretenda llegar de Melo, en Uruguay, hasta Aceguá en Brasil, sin importar si hay sol, si llueve, si les duele la espalda, o si perdió Cerro Largo. La existencia de algún atajo no desmerece el hecho científicamente comprobado de que Beto -el personaje central-, debe pedalear con ganas esa distancia hasta que se le hinchen las pantorrillas para llegar al almacén del lado brasilero y así poder comprar algo para contrabandear y vender del lado uruguayo. La necesidad, expresada en la rutina de Beto, de hacer ese viaje día tras día si quiere conseguir los medios necesarios para reproducir su vida y la de su familia, no difiere mucho en el sistema capitalista de los avatares en la vida del resto de los trabajadores. Hasta que algún hecho extraordinario perturba ese devenir y abre las esperanzas de algún cambio, de alguna mejora en sus vidas. Como la visita de un Papa.
Inspiración melense
Un señor se pasea cotidianamente por la vereda con la camisa fuera de su pantalón, agarra su bici y parte cada día con rumbo desconocido. Bien podría ser Beto. Su suegra, doña Leocadia, ofrece sonriente regalar su dentadura postiza a quien la necesite. Unas melodías compuestas para el carnaval, típico de Melo, resuenan trayendo la imagen de divertidos y esforzados personajes. Estos recuerdos de infancia en Melo, de una vida de frontera, de pequeños momentos cotidianos y relatos de otros grandes acontecimientos históricos son los que van a marcar a Enrique Fernández y lo llevaran a escribir el guion de lo que será su primera película, El baño del Papa, de la cual Beto (Cesar Troncoso) es el protagonista.
Primerizo en esos menesteres, y escaso de recursos económicos -algo no muy inusual en la industria cinematográfica uruguaya-, Fernández podrá redondear su proyecto con la participación y codirección de Cesar Charlone, quien ya había conseguido notoriedad internacional como director de fotografía de Ciudad de Dios (por la que estuvo nominado al Oscar) y El jardinero fiel -películas del director brasileño Fernando Meirelles-. Estrenada en simultáneo en Melo y Montevideo en agosto de 2007, esta película llegó a convertirse en poco tiempo en una de las más reconocidas producciones uruguayas.
La visita del Papa
La película presenta múltiples aristas a partir de las cuales pueden generarse distintas líneas interpretativas y de análisis. Las relaciones que se establecen entre Beto y sus compañeros bagalleros, con sus vecinos, con la autoridad policial, con su mujer y con su hija, son algunas de las muchas imágenes que podemos observar sobre los vínculos personales hacia dentro de un sector específico de la clase trabajadora. Otra arista posible para analizar es la influencia de los medios de comunicación masivos en la construcción de una determinada interpretación de la realidad por los sectores populares. Incluso podría escribirse sobre la familia patriarcal, de la cual Beto es un claro referente jerárquico. Pero a los fines que nos interesa, lo que estructurará nuestro análisis es la interrupción de la cotidianeidad de la clase trabajadora melense por la irrupción de la figura del Papa Juan Pablo II, la influencia de la religión y la constante «apuesta» de los sectores populares por encontrar una alternativa «salvadora» que mejore sus condiciones de vida.
El Papa y el trabajo
El baño del Papa retoma la visita que Juan Pablo II realizó por escasas horas a Melo el domingo 08 de mayo de 1988, y muestra como impactó en las expectativas de los sectores populares mayormente empobrecidos y con trabajo precario.
Ese día, la explanada del barrio de la Concordia se transformó en el espacio ritual desde donde el Papa desarrolló una breve homilía que hacía eje en el mundo del trabajo. Así, por obra de la palabra del pontífice, el hecho profano del trabajo fue adquiriendo el carácter sacro que asume en la religión católica.
Si bien la película no refleja directamente esta transustanciación, el contenido del discurso allí realizado tiene íntima relación con los comportamientos adoptados por los personajes retratados en el film como expresión particular de la clase trabajadora.
En ese sentido, es necesario decir que el discurso del Papa estuvo basado en la encíclica Laborems Exercens (LE) que el mismo Juan Pablo escribió en 1981, a 90 años de la Rerum Novarum.
La encíclica menciona como el hombre recibió de Dios el mandato de «someter y dominar la tierra», es decir de trabajar, acción que refleja el acto mismo de la creación del Universo. El trabajo realizado a imagen del «Creador» es, como parte intrínseca de la religiosidad cristiana, propio de «un sujeto consciente y libre, es decir, un sujeto que decide de si mismo» (LE). En este punto se vislumbra la coincidencia entre la concepción cristiana del trabajo y la capitalista, en donde el trabajador es en apariencia un ser libre que libremente establece un contrato mediante el cual vende su fuerza de trabajo por un periodo determinado de tiempo. Estas elaboraciones confluyen de ese modo en el ocultamiento de la enajenación a la que el trabajador está sometido.
Si para el ser humano el trabajo es una carga, según el relato papal, esto es porque es parte del sacrificio que hay que realizar, a imagen del que Cristo realizó en la cruz, y mediante el cual se podrá encontrar la redención más allá de la vida terrena. Este concepto, desarrollado en la Laborems Exercens, está vinculado con la perspectiva escatológica cristiana, funcionando casi a modo de opiáceo antes los dolores y sacrificios que implica trabajar bajo las relaciones capitalistas de producción. Expresado en palabras del propio Juan Pablo II:
«En el trabajo, merced a la luz que penetra dentro de nosotros por la resurrección de Cristo, encontramos siempre un tenue resplandor de la vida nueva, del nuevo bien, casi como un anuncio de los «nuevos cielos y otra tierra nueva»» (LE).
La religión como opio del pueblo
Es conocida la frase de Marx en donde define a la religión como el «opio del pueblo», la cual ha sido interpretada y popularizada dándole un sentido adormecedor y distractivo. Hay sin embargo otra arista que conviene destacar en esta expresión temprana de la concepción marxiana de la religión, para lo cual es necesario retomar la cita completa que aparece en la Introducción a la «Critica de la filosofía del derecho de Hegel»:
«La angustia religiosa es al mismo tiempo la expresión del dolor real y la protesta contra él. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo descorazonado, tal como lo es el espíritu de una situación sin espíritu. Es el opio del pueblo».
Michael Löwy plantea en su artículo «Marxismo y religión: ¿opio del pueblo?», que esta frase debe interpretarse en un sentido dual y dialéctico, poniendo en claro el sentido contradictorio de la angustia expresada a través de la religión por las clases populares, funcionando a la vez como legitimación de las condiciones existentes y como protesta contra ellas. La religión seria la expresión de un malestar y, por lo tanto, expresaría no solo un rol encubridor, sino también la potencialidad latente de una rebelión.
La lotería como opio del pueblo
A menudo los juegos de azar han sido objeto de un análisis similar al de la religión en cuanto al rol adormecedor de las inquietudes emancipatorias de los sectores populares. La lotería es uno de los más antiguos y quizás uno de los que más referencias criticas ha recibido. Marx le dedica algunas líneas en «El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte» haciendo mención al nexo entre las intenciones del sobrino de Napoleón de manejar la lotería, con la manipulación de las voluntades populares. En un mismo sentido, Lenin advertía en el artículo «A los pobres del campo» sobre la influencia negativa de la lotería en los mujiks. Pero será Gramsci en sus anotaciones quien insinuará los lazos entre la religión y la lotería como opio del pueblo. El revolucionario italiano menciona como Marx probablemente se haya inspirado en Balzac, a quien admiraba, para redactar la célebre definición de la religión como opio del pueblo. En su magna obra La comedia humana, más precisamente en Un piso de soltero. La Rabouillese (LR), Balzac va a dedicar largas líneas a la relación de algunos de sus personajes con la lotería. Uno de ellos, la señora Descoings, no se perdía ningún sorteo, jugando el mismo «terno» desde hace veinte años. Solía guardar parte de su pobre economía en un colchón, añorando arriesgarlo todo en la lotería de Paris, comprando todas las combinaciones posibles de su número favorito. Balzac reflexiona sobre esta ensoñación escribiendo que:
«Esta pasión, objeto de una condena tan universal, no ha sido nunca estudiada. Nadie ve en ella al opio de la miseria. La lotería, el hada más poderosa del mundo, quizá sirve para concebir mágicas esperanzas». (LR)
Gramsci en sus notas «La religión, la lotería y el opio de la miseria» hace mención que el paso de la expresión «opio de la miseria» usada por Balzac para la lotería, a «opio del pueblo» de Marx para la religión, quizás haya estado influenciada también por Pascal.
Este desarrolla un argumento racional para justificar la creencia en Dios. Simplificando y obviando las refutaciones, al ser humano le conviene sostener una actitud ética en su vida si existe la mínima probabilidad de la existencia de Dios. Esto sería como una especie de apuesta, una lotería, en donde la infinita recompensa de una vida plena en el más allá haría conveniente el mínimo sacrificio en esta vida. El riesgo de no creer seria infinito. Si Dios no existe, no se habrá perdido nada.
Miseria y opio del pueblo en Melo
De vuelta en Melo. Cuando se supo de la visita del Papa Juan Pablo II se generó una gran expectativa. Se esperaba la presencia de 50.000 personas. Desde Brasil seguramente llegaría una caravana interminable de colectivos con gente dispuesta a ser parte del divino acontecimiento. Pero cincuenta mil personas pudieron más que una, por más títulos de representante de Dios en la tierra que ostentase, y en lugar de despertar el fervor religioso, la magnitud del evento abrió en los locales una muy mundana fiebre comercial. Semejante cantidad de personas seguramente llegarían dispuestas a mostrar su fe expresando su pertenencia al «equipo» papal. Se embanderarían, se pondrían vinchas y camisetas; después, como la palabra sacra llena el alma, pero no la panza, comerían y tomarían para santificar el acontecimiento. Luego, pensó Beto, deberían ir al baño, y se empeñó en la tarea de construir uno en la puerta de su casa, por cuyo uso cobraría algunas monedas. Todo este movimiento generaría la gran posibilidad de encontrar una alternativa rápida y efectiva para salir de la pobreza. Para muchos, significaría dejar la bici y dejar de bagallear. Un buen negocio les permitiría dejar de sufrir las penurias diarias, mejorar sus condiciones de vida. Y los melenses apostaron todo en que esa sería su salvación. Según relata Enrique Fernández, una de las cosas que lo inspiró a realizar la película, fue haber escuchado en Melo las historias de gente que empeñó casas, autos y hasta vacas; todo lo que tenía para invertir en productos para vender ese día. Mientras el Papa desarrollaba en el predio su discurso sobre el trabajo entendido como parte de la cruz que tenían que soportar cristianamente con la expectativa de una vida mejor después de la muerte terrenal, en los alrededores miles de melenses instalaban sus puestos soñando con el inminente paraíso que les acercaría el negocio. Pero aquel día solo asistieron al lugar 8.000 personas. Ocho mil personas como ellos, dispuestos a cuidar el manguito y a encontrar en la palabra del Papa un puente hacia su propia felicidad y no muy afectos a contribuir a construir paraísos ajenos. Ese día muchos melenses apostaron a la salvación y perdieron. Nadie usó el baño de Beto.
Algunas formas de trabajo asumen en ciertas ocasiones el mismo papel que la religión y la lotería, generando las esperanzas individuales de salvación. En el sistema capitalista, las formas de las relaciones sociales de producción propician que la vida de los trabajadores sea una constante apuesta.
Los sectores populares apuestan además en la religión, a amortiguar los sufrimientos diarios y a una vida plena después de esta vida. Apuestan en la lotería a no estirar los plazos de entrega de esa vida venturosa. Apuestan a conseguir un trabajo si las condiciones sociales, económicas y particulares del capitalista de turno así lo quieren. Apuestan a «pegarle» con algún negocio que los saque de la miseria. Algunos consiguen felicidad parcial, como Widney Noda, un carpintero de Melo que estuvo muy agradecido a Dios porque con la visita del Papa vendió seiscientas tortas fritas, quinientos cafés, y pudo comprarse un torno nuevo. Otros fracasan en esa apuesta. Como el carioca Rodrigo Silva, que ante la anunciada visita del Papa Francisco al barrio de Guaratiba en Rio de Janeiro en 2013 -en donde se esperaban dos millones de fieles- tomó prestados cuatro mil quinientos dólares para construir doce baños. Pero el azar o la tormenta divina que se desató sobre Río ese día truncaron sus expectativas, cuando la visita de Bergoglio se canceló, y al barrio no fue nadie.
Trabajadores como Widney y Rodrigo probablemente seguirán apostando a una mejor vida a pesar de las dificultades. El baño del Papa muestra a Beto luego de su fracaso pensando alegremente en otro proyecto para salir adelante. Más allá de esa imagen, los trabajadores debemos tener la certeza de que una mejor vida no se construirá de manera individual, ni pasiva, ni llegará por azar, sino apostando de manera colectiva, como clase, a la construcción de una sociedad en donde seamos plenamente libres, autónomos y estén plenamente satisfechas nuestras necesidades materiales y espirituales.
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