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Del feminismo al infierno: cómo el capitalismo puso la ética del cuidado al servicio del mercado

Fuentes: El salto

Que la igualdad es buena para los negocios constituye uno de los pilares del nuevo modelo de gestión empresarial que reivindica la «voz de las mujeres» en un ecosistema tradicionalmente dominado por los valores «masculinos».

 

Paraguas feministas en las concentraciones en el centro de Madrid durante la huelga feminista. REDACCIÓN EL SALTO

La charla TED de Michael Kimmel, ¿Por qué la igualdad de género nos beneficia a todos, incluso a los hombres?, acumula ya las mismas visitas que la de Chimamanda Ngozi Adichie, Todos deberíamos ser feministas, pronunciada tres años antes. Ambas pueden considerarse una defensa de la igualdad de género que aspira a universalizar el sujeto del feminismo. Sin embargo, a diferencia de la propuesta de Ngozi Adichie, que parte de una concepción socio-política animada por un ideal de justicia, Kimmel adopta una perspectiva utilitarista y se dedica a enumerar los motivos por los cuales nos «interesa» y nos «beneficia» la persecución de la igualdad. Salvo referencias vagas a un mayor índice de felicidad nacional, mayor salud y un descenso del fracaso escolar, el único punto que desarrolla por extenso es el que tiene que ver con el mundo empresarial.

«Las investigaciones […] demuestran irrefutablemente que cuanto mayor es la igualdad de género en las empresas, mejor es para los trabajadores. Los trabajadores son más felices. El volumen de trabajo pendiente y la desgana son también menores. Es más fácil contratar gente. El nivel de permanencia es más alto y el grado de satisfacción mayor, con tasas de productividad más altas».

No es una idea nueva. Que la igualdad es buena para los negocios constituye uno de los pilares del nuevo modelo de gestión empresarial que reivindica la «voz de las mujeres» en un ecosistema tradicionalmente dominado por los valores «masculinos». «Tenemos que aprender a gestionar lo complejo, la interacción múltiple» -reza un exitoso manual de management– «y me da la sensación que para ello la mujer puede estar más preparada». A la práctica, eso se traduce en una fijación nada inocente con las emociones, cuya gestión ha pasado a formar parte de las competencias productivas que se exigen a todos los trabajadores. La socióloga Eva Illouz ha llamado «capitalismo emocional» a este nuevo paradigma y lo remonta hasta los años sesenta, cuando empezaron a aplicarse los estudios de Elton Mayo que señalaban que los afectos eran un recurso estratégico que bien explotado podría dar lugar a una ventaja competitiva para la empresa.

Sin embargo, no será hasta los años noventa que aparecerá todo un corpus de literatura, procedente de la cultura de la autoayuda. El concepto de «inteligencia emocional», cuya popularidad se debió a la obra homónima de Daniel Goleman, será la herramienta fundamental que permitirá sustraer el lenguaje afectivo de sus enclaves tradicionales hasta convertirlo en una retórica universal que penetrará en la empresa, en la educación, en la psicología, etc. En palabras de Illouz, la inteligencia emocional conecta de modo explícito gestión emocional, rendimiento económico y éxito social. Es un modelo que viene a satisfacer las necesidades del nuevo tipo de trabajador que exige el neoliberalismo y el propio Goleman así lo explicita: «las empresas que promueven estas capacidades aumentan sus beneficios. […] la inteligencia emocional, tanto a nivel individual como colectivo, se revela como el ingrediente fundamental de la competitividad».

LAS EMOCIONES: DEL FEMINISMO A LA EMPRESA

Igualdad, interdependencia, «voz femenina», confianza, comunicación, empatía, cooperación. ¿Cómo han llegado estos términos, esencialmente afectivos, a ser prioritarios para un capitalismo que se agarraba sin pudor al desapego individualista y la racionalidad abstracta?

Las respuestas son múltiples y sin embargo ninguna resulta tan paradójica como la ampliación del imaginario social que supuso el discurso feminista durante todo el siglo XX. Esa voz que ahora reclaman los negocios es «la otra voz» a la que Carol Gilligan ya se refirió en su importante obra In a Different Voice. Un texto que puso en valor la ética de los cuidados para reclamar que la justicia debe tener en cuenta la vulnerabilidad de las personas. Gilligan indaga en el ser humano y extrae lo que le es intrínseco: la capacidad de cuidar de otros y la necesidad de ser cuidados. Lo que hasta entonces se habían considerado limitaciones propias de las mujeres, se convierte en una nueva voz necesaria para entender que somos razón y emoción, individuo y relaciones. Características devaluadas y atribuidas al género femenino como la empatía o la escucha pasarán a ser reivindicaciones presentes de manera transversal en todo el movimiento feminista. Desde la perspectiva de la ética del cuidado, las feministas ya no quieren ser como los hombres, sino que aspiran construir una sociedad que escape del modelo de ciudadano construido por la razón patriarcal.

En este terreno de nuevas posibilidades sería injusto acusar al feminismo de servir como semilla para el capitalismo emocional. Lo cierto es que asistimos a la abducción de algunos de sus conceptos básicos para ponerlos al servicio del mercado y, en consecuencia, de otra cultura del cuidado.

El concepto de «comunicación» nos puede servir de ejemplo para comprender este desplazamiento: se ha convertido en un término fetiche de los nuevos discursos del management y ha perdido el sentido político que tenía para el feminismo. «Aunque todo el mundo puede hablar, vía ordenador, con todos los demás», apuntaba Goleman ya en 1995, «lo cierto es que nadie se siente realmente escuchado. Como consecuencia de todo ellos, la gente siente una desesperada necesidad de conectar, empatizar y comunicarse sinceramente». Si dejáramos de leer aquí, este análisis podría servir perfectamente como ejemplo de las relaciones de confianza y escucha a las que aspira la ética de los cuidados. Pero el interés de esta nueva ética emocional es otro: «en el novedoso y desapacible clima laboral que se avecina, estas realidades humanas tendrán cada vez más importancia para la productividad», remata Goleman. 

En los nuevos manuales de gestión, la comunicación es presentada como una virtud femenina a reivindicar frente a la rigidez autoritaria de los viejos modelos fordistas, en los que la división de poder se traducía en la unilateralidad del mensaje: unos mandaban, otros obedecían. Se pide a los departamentos de recursos humanos que multipliquen los encuentros reticulares, se celebra la fluidez y se exige la democratización de la palabra. Sin embargo, mientras que para la ética del cuidado la centralidad de la escucha y la comprensión tenían que ver con el rechazo de los esquemas racionales, la nueva cultura empresarial no sólo no los rechaza, sino que busca, mediante el ideal de «comunicación», volver a esta racionalidad abstracta más eficiente y productiva.

La comunicación se reduce así a un mejoramiento del valor de la información que permite aumentar los beneficios: deja de ser una virtud moral para transformarse en feedback. Su necesidad no responde al reconocimiento de la irreductibilidad del contexto socio-afectivo y de nuestras responsabilidades en perpetuo conflicto, como se asume desde el feminismo, sino que aparece como una forma de disciplinar una esfera humana que las viejas teorías de gestión empresarial habían olvidado. Como advierte un manual de liderazgo: «el poder se legitima siendo afectivo y efectivo».

CAPITALISMO EMOCIONAL: EL INFIERNO DE LOS CUIDADOS

La perversidad de este fenómeno es mucho mayor si volvemos a lo ya mencionado: la gestión de los afectos como un elemento clave que se exige al trabajador y el sesgo que se establece en el tipo de emociones, que ya nada tiene que ver con lo que defendían Carol Gilligan, Virginia Held y tantas otras pensadoras feministas. Tal y como apunta Alberto Santamaría en su libro En los límites de lo posible, en este ecosistema cultural «las emociones deben reincorporarse a las dinámicas empresariales en la medida en que son necesarias y, al mismo tiempo, peligrosas. En lugar de establecer una pauta o cortafuegos frente a la complejidad de las emociones, en lugar de tratar de eliminar ese residuo en favor de un sentido racional de la empresa (como durante décadas se hizo), en el contexto actual el objetivo es a la inversa, reintroducir las emociones en las dinámicas laborales con el objetivo de que ese flujo emocional sea redirigido hacia la productividad».

En el mercado, las emociones son adaptadas a un esquema dicotómico -son buenas son aquellas que aumentan la productividad y las malas aquellas que la frenan-. Así no sorprende que el exitoso «liderazgo afectivo» sea definido en los manuales de management como como la habilidad para «gestionar las expectativas de los diferentes actores sociales que interactúan entre sí en el ámbito profesional, previniendo el desarrollo de los sentimientos negativos» ¿Y cuáles son estos sentimientos de los que los trabajadores deben huir? Entre otros la ira, la indignación, el enfado o incluso el impulso crítico, que ahora deben ser reprimidos. Aunque tanto la ética de los cuidados como el neoliberalismo parten del reconocimiento del aspecto emocional y de la fragilidad de los individuos, el segundo lo aplasta porque no le es de utilidad.

Tal y como nos recuerda Arlie Russell Hochschild en La mercantilización de la vida íntima, ya ha sucedido que algunos movimientos sociales han allanado el terreno para el surgimiento de realidades totalmente contrarias: del mismo modo que las ideas protestantes fueron el caldo de cultivo del primer capitalismo, la socióloga entiende que las transformaciones impulsadas por el feminismo hicieron posible la mercantilización de la vida íntima, en la medida que facilitaban la incorporación de los cuidados al mercado laboral. Pero lo que aquí hemos tratado de ver es cómo incluso el tipo de virtudes feministas que propone la ética del cuidado han sido fagocitadas por los nuevos discursos de empresa: no sólo la comunicación se ha transformado en un intercambio interesado de información; también el reconocimiento de la fragilidad y la dependencia ha dado paso a ideales más complejos de autosuficiencia; la imaginación y el pensamiento narrativo se han convertido en formas de capital creativo; la atención y la confianza son vistas como competencias para mejorar la eficiencia de un equipo y no como un espacio de resistencia a la lógica del mercado; y la autonomía, lejos de ser entendida como la capacidad de tejer nuevas relaciones, se define como la posibilidad de aislarse de los demás.

«En lugar de humanizar a los hombres», escribía Hochschild, «capitalizamos a las mujeres». Pero ahora hemos descubierto que la humanización de los hombres también podía ser una estrategia empresarial, hasta el punto de confirmar doblemente su conclusión: también en el capitalismo emocional «el cuidado se ha ido al cielo en el terreno ideológico, pero en la práctica se ha ido al infierno».

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/laplaza/del-feminismo-al-infierno-como-el-capitalismo-puso-la-etica-del-cuidado-al-servicio-del-mercado