Brasil está roto. La reciente huelga de los camioneros -que tuvo una duración de diez días y que los analistas calificaron de «histórica»- dejó apreciar la gravedad de la fractura. Brasil está roto porque lo rompieron. «¿Y quiénes rompieron al ‘gigante del sur’?» Ésta es la pregunta que a bocajarro todos quieren responder. No obstante, […]
Brasil está roto. La reciente huelga de los camioneros -que tuvo una duración de diez días y que los analistas calificaron de «histórica»- dejó apreciar la gravedad de la fractura. Brasil está roto porque lo rompieron. «¿Y quiénes rompieron al ‘gigante del sur’?» Ésta es la pregunta que a bocajarro todos quieren responder. No obstante, sin menospreciar la relevancia de las posibles respuestas, sostengo que es insuficiente señalar nombres y apellidos. Es necesario rastrear las lógicas e intereses que intervienen en la trama. Si bien es cierto que desconfío de la palabra «crisis», acaso porque evoca tantos significados, en esta oportunidad, y por razones prácticas, consideré oportuno caracterizar la situación actual de Brasil en términos de «crisis». En tal sentido, para evitar confusiones o digresiones, cuando decimos «crisis», entiéndase no sólo una situación de peligro o adversidad, sino también, y acaso principalmente, una coyuntura de cambios sujeta a evoluciones e inestabilidades de largo alcance.
Una cuestión que nadie puede omitir es que la ruptura del país trajo consigo la ruptura de la comunicación, y hoy discutir de política en Brasil puede costar una amistad o la excomulgación familiar. Restablecer el diálogo es una precondición para salir de este enredo. Y para ello, es necesario reorientar la problematización, a fin de ahorrar confrontaciones estériles, y, por consiguiente, evitar los «quiénes» y ponderar los «por qué». Es decir, «recalcular» las trayectorias del debate, y dejar que la distribución de responsabilidades caiga por su propio peso sobre las espaldas de los actores. Esto de ninguna manera significa renunciar a la lucha por la libertad de Luiz Inácio Lula da Silva. Pues si en Brasil prevaleciera un orden efectivo de justicia, Lula sería el último de los políticos en ameritar una condena, acaso junto con Dilma Rousseff. Y cabe insistir en esto, porque parece que algunos colegas todavía no entienden que el destino de Brasil depende, en gran medida, del desenlace del caso Lula.
Los efectos de estos diez días de huelga de los camioneros, ilustran fielmente las dimensiones de la crisis en Brasil: calles fantasmales, autopistas obstruidas, escuelas desiertas, supermercados desabastecidos, aeropuertos colapsados, gente encolerizada. Si alguien, alguna vez se preguntó cómo paralizar una economía, sin hallar una respuesta plausible, Brasil ofrece una pista fehaciente. Sólo basta que los transportistas decreten una huelga -en esta ocasión como protesta por el alza al precio del combustible- para interrumpir, literalmente por cielo, mar y tierra, el funcionamiento del capitalismo, en un país que, como México (nótese que se trata de las dos primeras economías de Latinoamérica), autoboicotearon el desarrollo de servicios e infraestructura ferroviarios. ¡Extraordinaria lección que no sospechó nadie, ni los huelguistas!
Pero el tema que nos ocupa es el de las causas de la «ruptura» del país. Y ya hemos adelantado que el problema se puede explicar en clave de «crisis». De manera tal que la huelga es sólo un indicador -suma de todos los males-. Pero no se trata de una sola crisis, sino de una yuxtaposición de crisis -en plural-; como bien señala el título del artículo, básicamente una crisis tridimensional. Todas las razones y sinrazones esgrimidas por propios y extraños con respecto a la huelga de camioneros remiten, vaga e imprecisamente, a una de estas tres crisis, que a continuación resumo.
a. La crisis económica
Desde 2013-14, Brasil atraviesa una crisis económica que algunos especialistas -no necesariamente inocentes políticamente- califican como la «peor recesión en la historia del país». Si tal aseveración es cierta, es discutible. Pero lo que sí es innegable es que la desaceleración fue acusada, que la economía se contrajo casi cuatro puntos porcentuales, que la tasa de desempleo escaló a 12%, y que la tasa de inversiones registro una caída de 14%, entre otros indicadores macroeconómicos a menudo invocados por la opinión pública. Los efectos de la crisis económica se resintieron fuertemente entre las franjas inferiores de la población, sobre todo tras el aumento al precio de ciertos servicios, como el transporte público (recuérdese las protestas de 2013). La crisis económica aglutinó malestares diseminados entre los eslabones más bajos de la población, sectores medios, y ciertamente las oligarquías del país, que no querían participar de la «distribución de riesgos» prescrita por la desaceleración (y las políticas tributarias del Partido de los Trabajadores) y preferían transferir el costo de la crisis exclusivamente a los estratos más vulnerables. La simultaneidad de la crisis y la Copa del Mundo de Brasil 2014, imprimió a la disconformidad una proyección internacional. Las élites nacionales capitalizaron la coyuntura, y, apoyadas por actores e intereses internacionales, orquestaron un juicio político (impeachment) para destituir a la presidenta constitucional Dilma Rousseff, presuntamente por el crimen de responsabilidad en el maquillaje de cuentas fiscales. En junio de 2016, el Senado Federal removió a Dilma del cargo en carácter definitivo. Michel Temer asumió interinamente el mando, y en cuestión de unos días puso en marcha un agresivo paquete de reformas que, contrariamente a lo anunciado, acabó por profundizar la crisis. Entre otras decisiones a todas luces draconianas, el gobierno de Temer congeló el gasto público por un plazo de veinte años, e impulsó una política de liberalización de los precios del combustible. Apenas un año después de las modificaciones, el costo del diésel se disparó. En los primeros meses de 2018, los transportistas solicitaron la instalación de una mesa de negociación para tratar el asunto con el gobierno. La administración de Temer ignoró la petición. Y el 21 de mayo estalló la huelga.
b. La crisis institucional
Frente a la crisis económica, las élites brasileñas respondieron con voracidad. En realidad, destituyeron a Dilma Rousseff porque su partido, el Partido de los Trabajadores (PT), representaba un modelo de economía incompatible con la concentración de riqueza en tiempos de crisis. Incluso hasta los más entusiastas impulsores del impeachment contra Rousseff admitieron que había sido un «acto de venganza» (dixit Michel Temer). Y al menos esta parece haber sido la motivación de algunas fracciones de la clase política que conspiró. Pero la motivación de fondo, y que involucra a las oligarquías domésticas, grupos de presión y centros de autoridad internacionales, fue la desactivación política del lulismo-petismo y todo lo que ello entraña. Esto explica que, a la postre, enjuiciaran ilegítimamente a Luiz Inácio Lula da Silva, y dispusieran recluir en la prisión a la máxima figura política en la historia de Brasil (lo que por sí sólo es absolutamente vergonzoso). Está ampliamente documentado que la causa por la que juzgan a Lula es falsa, que la condena por la que lo detienen es fraudulenta (por «convicción», dicen los jueces), y que la razón por la que lo encarcelaron no es otra sino la de proscribir al candidato que encabeza las preferencias electorales en las encuestas de opinión. A las élites del país no les importó barrer con la ya de por sí débil credibilidad de las instituciones. Se desmoronó la representatividad y la legitimidad de los mandos políticos. No hay un ápice de legalidad en las estructuras de gobierno de Brasil.
La consigna que a menudo escoltó a la huelga de los camioneros fue la de «intervención militar ya». Pero en realidad lo que subyace a esta peligrosa señal es una torpe reclamación de restauración de autoridad. El problema es que los actores e instituciones que pudieran restaurar «democráticamente» el orden, están arrinconados, recluidos, desmoralizados o satanizados. Y la única solución que la gente común puede imaginar es la solución militar. Adviértase que este es uno de los efectos más tóxicos de la llamada «judicialización de la política», que está en curso en toda la región: a saber, que, ante el descrédito de los representantes políticos, la cosa pública la gestionen grupos, poderes e instancias que nadie eligió ni votó, y que, por lo tanto, estén libres de la responsabilidad de rendir cuentas a la población; por ejemplo, las fuerzas armadas, el poder judicial, los medios de comunicación, o los tres en alianza.
c. La crisis política
Conjuntamente las dos crisis antes referidas desembocaron en una fuerte crisis política, de la cual no se avizora una salida fácil. No sólo estamos ante un montaje judicial, una persecución política, cuyo propósito es alterar las próximas elecciones presidenciales: estamos ante una estrategia de disciplinamiento-ortopedia social con base en la proscripción de cualquier «salida democrática». Como en Estados Unidos (gobernado por Donald Trump), el personaje que despunta en las encuestas en Brasil, sólo detrás de Lula, es un político (Jair Bolsonaro) que promete el retorno al añorado orden premoderno de los privilegiados, donde la política y el conflicto expiran por decreto unipersonal.
La crisis política no es sólo una crisis de representatividad: es un cambio en las reglas del juego político. La judicialización de la política es la causa y efecto de esta reorientación. Hemos constatado que la conversión de la política en asunto judicial moviliza a la ciudadanía en torno a la voluntad de los grupos de poder. Es altamente efectiva porque consigue la aprobación del público para la alteración de las reglas del juego (apoyados con el estribillo de la «corrupción»).
En este viraje, de los procedimientos electorales a los procedimientos judiciales, radica la posibilidad de imponer la tiranía por oposición a cualquier formato de negociación, que es exactamente lo que han querido instalar como lógica respecto a la huelga de los camioneros: es decir, la primacía de la ley y el orden, tal como intento Temer con el decreto del GLO (Garantía de la Ley y del Orden), y la habilitación del uso de la fuerza sin restricción ni contrapeso en la gestión de los asuntos públicos.