La campaña electoral en Brasil, después de dos partidas en falso, puede darse finalmente por lanzada con la inscripción de la fórmula que comparten Fernando Haddad, del Partido de los Trabajadores (PT), y Manuela d’ Ávila, del Partido Comunista de Brasil (PCdoB). En su primera partida en falso, la elección tenía a Lula da Silva […]
La campaña, a partir de ahora, podrá tener otras sorpresas, pero es difícil que alguna cambie la naturaleza del juego. Dos certezas están en pie desde el principio de todo: la primera, que el 7 de octubre no se elige presidente, sino que se decide quiénes son los dos que permanecen en el ring para disputar efectivamente la presidencia tres semanas después; la segunda, que Bolsonaro tiene su vacante asegurada para la pelea de fondo.
Si vamos a creerle a las encuestas, dadas las trayectorias de intención de voto que se ven hasta aquí, los únicos dos candidatos que no podemos descartar de la disputa por una plaza en el ballottage son dos exministros de Lula: Haddad y Ciro Gomes. Eso nos deja con tres personajes en la obra, los tres con discursos bien nítidos. En la extrema derecha de la pantalla la propuesta de un fascismo en defensa propia: dirigir toda la furia y, de ser necesario, la violencia contra los políticos ladrones y contra las minorías y los distintos (por etnia, por opción sexual, por condición de vida) que serían la claque de aquellos. Moderadamente hacia la izquierda, dos propuestas desarrollistas que llaman a dejar atrás el marasmo creado por el Centrão (bloque transversal conservador) que usurpó el gobierno con el juicio político amañado de 2016, con dos declinaciones: o bien «el pueblo feliz de nuevo» (tal como han bautizado su alianza electoral el PT y el PCdoB), es decir, regresar al momento previo al «golpe», cuando todo habría estado legal, o bien una renovación carismática del liderazgo para retomar un impulso de desarrollo con justicia social. Una continuidad desprejuiciada de la línea de los gobierno de Lula y Dilma o un cambio que tome nota de la purga que ha producido en el sistema político la operación Lava Jato, con todo y sus injusticias.
Dando por buenos los sondeos, Ciro, con un 12% de intención de voto y Haddad, con 9%, son candidatos que todavía no han tocado su techo o que, más bien, no han terminado de repartirse los despojos de la intención de voto a Lula que no se vayan al voto blanco, nulo o a Bolsonaro. Las cartas de cada uno ya las ha visto todo el mundo: Ciro se ha presentado explícitamente como «el más progresista después de Lula» e implícitamente como el único, además de Lula, que es más que los partidos que lo apoyan; Haddad, por el contrario, está condenado a no ser nada más (nada menos, en tanto aun un PT maltrecho puede aspirar a estar en la definición de la presidencial, como lo ha estado siempre desde 1989) que el partido, el delegado del líder preso. Sin tiempo material para hacer una campaña poniéndose en valor a sí mismo, sólo le cabe aparecer al lado de la foto de Lula para crecer por asociación. Ciro, en cambio, desafía: su masa es suficiente para que los votos graviten hacia él aunque Lula pretenda mantenerlos en su órbita.
En lo inmediato, entonces, se trata de saber quién prevalecerá. Pero hay una pregunta que suscita preocupaciones más graves: ¿cómo digerirá el Centrão que después de tantos afanes y conspiraciones, después de tirar al mar la llave del calabozo de Lula, las alternativas que podrían derrotar a Bolsonaro sean las víctimas de esa conspiración? Más preocupante aún: ¿un próximo presidente que no sea Bolsonaro, pero sin la legitimidad de haber batido el hombre a batir porque a éste los tribunales le impidieron competir, podrá volver a meter en caja el espectro de la tutela militar que se encarna en el activismo desembozado del jefe del ejército, general Eduardo Villas Bôas?
Gabriel Puricelli es coordinador del Programa de Política Internacional del Laboratorio de Políticas Públicas.