San Francisco, 21 de julio. Lo menos que se puede decir de Farenheit 9/11, documental de Mi-chael Moore que cambió el ritmo de esta nación, es que metió un golazo a George W. Bush y su equipo con las armas del espectáculo y el mercado, que en tiempos recientes habían estado absolutamente al servicio del […]
San Francisco, 21 de julio. Lo menos que se puede decir de Farenheit 9/11, documental de Mi-chael Moore que cambió el ritmo de esta nación, es que metió un golazo a George W. Bush y su equipo con las armas del espectáculo y el mercado, que en tiempos recientes habían estado absolutamente al servicio del expansivo gobierno de Washington.
Pero ante todo, su ofensiva la realizó con las armas del periodismo de investigación y la más depurada cinematografía, en la que es sin duda la obra maestra del documentalista y marca un hito en el género. Nunca antes un filme había causado tal impacto en la vida pública de un país; en plena era de la trivialidad en los reality shows, no es poca cosa.
El establishment político no sabe qué ha-cer con él. Tampoco el mediático. Moore pa-só de «provocador incómodo» a «el hombre más peligroso en las películas» (Weekley Entertainment) y el principal enemigo del gobierno, como finalmente reconoce en su edición de este lunes Time, revista que nunca ha tragado a Moore pero tuvo que retratarlo en su portada, como todas las otras, pues podría darle a la campaña del demócrata John Kerry el «calor» que ésta no tiene.
Dicho en términos más directos, podría determinar el voto estadunidense de noviembre y sacar a Bush de la Casa Blanca.
Ya circula un chiste en Hollywood, permeado a la prensa de espectáculos. Los productores se preguntan: «¿para qué contratar estrellas que cobran 20 millones de dólares por película si el presidente trabaja gratis?»
Sobre todo porque se espera que el demoledor documental sobre Bush recaude hasta 100 millones de dólares en pocas semanas, por encima de cualquier otro filme de la temporada, y más de lo que los estudios Disney han ganado en 2004 con sus películas.
Como se recuerda, la empresa intentó blo-quear la distribución de Farenheit 9/11 y puso candados a Miramax para impedirle ganar dinero con la distribución del filme. Para lo que ha servido: si bien Disney restringió el número de salas en la unión americana donde se exhibe el documental, éstas se llenan hasta en las matinés de entre semana.
Otro candado disneyiano fue restringir el público a mayores de 18 años; en algunas partes los cines se opusieron a la restricción, con lo que grandes cantidades de jóvenes acuden a ver la película.
En la liberal San Francisco se observa el fenómeno adicional de un boom inusitado de documentales en la cartelera comercial. Se exhiben una decena, y dos de ellos, La corporación (sobre las grandes firmas trasnacionales) y Cuarto de control (Al Jazeera) comparten temas y nicho con el filme de Moore, lo cual ha potenciado su taquilla.
Si a esto se suman los éxitos de La cacería de un presidente (sobre Bill Clinton y el affaire Lewinski), Retratando a los Friedman (extraordinario drama familiar), El agronomista (documental de Johnatan Dea-me sobre la represión en Haití) y hasta Una especie de monstruo (sobre la banda de rock Metallica), se puede concluir que algo peligroso está ocurriendo: por primera vez el pú-blico de cine no quiere ficción y paga por conocer la realidad cruda (no la televisiva).
Un ejemplo particular del incontrolable «efecto Farenheit» es lo ocurrido en la pe-queña población de Fayettville, Carolina del Norte, donde se localiza la academia militar de Fort Bragg (alguna vez llamada Escuela de las Américas). El filme de Moore ha sido el mayor taquillazo en años, con sólo una sala de exhibición, que se abarrota todos los días. Se calcula que 75 por ciento de los es-pectadores son militares y sus familias.
El gobierno de Bush tiene un grave problema: ¿cómo enfrentar el fenómeno? Ya que el ninguneo se tornó imposible, los spin doctors de la Casa Blanca, apoyados por los grandes consorcios mediáticos, han querido desvirtuar Farenheit 9/11 como «demasiado ideológica», «parcial», «antipatriótica», «opor-tunista». Los críticos oficialistas la quisieron oponer a la sangrienta historia evangélica La pasión de Cristo, como si Moore fuera un anti Mel Gibson, y eso lo desactivara.
Con argumentos que datan del éxito en Cannes de Bowling for Columbine, la anterior obra de Moore, antes de que recibiera el Oscar en 2003, los medios masivos aseguran que el documental confirma a Moore como el «héroe del antiamericanismo en Europa».
Por algo será que Farenheit 9/11 recibió este año la Palma de Oro, y por ejemplo la edición alemana del libro del propio Moore, ¿Dónde está mi país, mano?, que documenta la catástrofe americana, lleva 30 semanas encabezando la lista de bestesellers.
El libro Michael Moore es un inmenso gordo y estúpido hombre blanco (Regan Books, Nueva York, 2004), pretende copiar el método del periodista y cineasta, parodiando el título de su anterior besteller, Estupidos hombres blancos (2002). Los autores son David Hardy (quien dejó su puesto de abogado en el Departamento de Interior en el gobierno de Washington para crear el sitio Mooreexpuesto.com) y Jason Clarke, creador a su vez del sitio Mooremiente.com y enemigo oficial del multicitado «desde el día siguiente a la entrega del Oscar el año pasado», según alardea el mismo Clarke.
El libelo, lanzado en todo el país, no ha salido de las estanterías, quizás porque su público natural no acostumbra consumir li-bros, y mucho menos leerlos.
Los demócratas saben mejor que nadie que en Michael Moore no tienen un aliado. Por eso no lo mencionan ni se le arriman. Kerry cuenta con beneficiarse del voto contra Bush que está generando el documental, pero teme ponerse en el camino del cineasta.
En Farenheit 9/11 también los demócratas quedan muy mal parados. Al Gore y los congresistas son exhibidos como cómplices de Washington en su política bélica, el sa-queo de Irak y la restricción de las libertades civiles con el pretexto del antiterrorismo.
¿Cómo rebatir lo que en el filme expresan el presidente, los jefes militares, los líderes demócratas, los noticieros de las grandes ca-denas (Fox, NBC, CNN), los combatientes en Irak y sus familias en Estados Unidos? El público estadunidense ha sido educado para creer lo que ve en la pantalla. Ahora, ¿cómo lo disuaden de lo que Farenheit 9/11 muestra al desnudo: Bush aquí, Bush allá, tomas inéditas de los combates en Irak, testimonios irrebatibles sobre la familia Bin Laden, la dictadura saudita y el comportamiento de los legisladores y las empresas petroleras?
No basta con acusar a Moore de demagogo, populista, tramposo, etcétera. Si por su boca (y sus gestos) muere el pez, bastante incómodo es el momento que atraviesan el gobierno de Estados Unidos, sus aparatos ideológicos y sus socios comerciales: Farenheit 9/11 resulta un espejo devastador. ¿Có-mo responder a las interrogantes que abre el filme si éstas se basan en imágenes y datos que hablan solos? ¿Cómo podrían Bush y los suyos rebatirse a sí mismos?