El Libre Comercio es la frase de moda y quizás la más manipulada en el mundo actual. En los años 90 la resistencia de los movimientos sociales fue contra el modelo neoliberal, que entonces se asociaba con los planes de «ajuste estructural» emanados del Fondo Monetario Internacional y cálidamente apoyados por el Banco Mundial. Actualmente […]
El Libre Comercio es la frase de moda y quizás la más manipulada en el mundo actual.
En los años 90 la resistencia de los movimientos sociales fue contra el modelo neoliberal, que entonces se asociaba con los planes de «ajuste estructural» emanados del Fondo Monetario Internacional y cálidamente apoyados por el Banco Mundial.
Actualmente vivimos la «ola de libre comercio» que ha rebasado con mucho el significado tradicional del término libre comercio y que hoy significa no solo y no tanto comercio, sino la proyección global de una estrategia de dominación imperialista que utiliza al neoliberalismo como su modo de ser, pero que se ramifica y extiende, constituyendo un verdadero paquete integrado.
Hoy, cuando escuchamos el término libre comercio en labios del gobierno de Estados Unidos, del G-7, del FMI, del BM, esto significa mucho más que comercio e incluye el ALCA y las negociaciones de la OMC, los Tratados Bilaterales y Plurilaterales de Libre Comercio y de Inversiones, los Acuerdos Regionales como el Plan Puebla Panamá, el Acuerdo Andino sobre Comercio y erradicación de drogas, los planes de militarización y represión como el Plan Colombia, la instalación de bases militares y la deuda externa.
Para el paradigma neoliberal que calurosamente defienden el FMI, el Banco Mundial y los gobiernos del G-7, el problema es bien claro y simple: a mayor liberalización comercial, mayor crecimiento económico, reducción de la pobreza y progreso general. Según él solo en un comercio genuinamente libre, el mercado funcionará de modo perfecto, hará las mejores asignaciones de recursos y establecerá la especialización óptima para cada país. Para que el mercado funcione de modo perfecto, nada debe perturbar su libre accionar. El estado debe sacar sus manos del comercio y de la economía en general para dejar que el mercado y las ventajas comparativas decididas por él, lo resuelvan todo de la mejor manera posible.
No es más que la vieja teoría liberal que se remite a Adam Smith y «Las Riquezas de las Naciones» en 1776, ahora maquillada con modelos econométricos, y sofisticada retórica pero con las carencias que desde su origen tuvo y no ha podido borrar, esto es, ventajas comparativas estáticas concebidas para que el libre mercado las profundice y haga eternas, combinación de recursos y factores también estáticos en un mundo de pequeñas empresas de dimensiones relativamente similares en el que ninguna empresa podría tener ventajas decisivas sobre otras en cuanto a información, financiamiento o tecnología. Un mundo sin empresas transnacionales, con un comercio internacional casi exclusivamente de bienes, sin monopolios de propiedad intelectual, sin comercio intrafirma ni cadenas corporativas gigantescas que controlan dentro de su circuito desde la siembra de café hasta su comercialización final. Un mundo sin las realidades determinantes del capitalismo contemporáneo y por tanto incapaz de explicar lo que ocurre, pero al que los neoliberales invocan siempre como suprema raíz de la ciencia económica.
No es posible olvidar que el libre comercio al nacer como teoría con Smith adjudicó a Estados Unidos una creciente prosperidad basada en su agricultura. Debían ignorar las manufacturas industriales y aprovechar su ventaja agrícola mientras importaban manufacturas británicas. Pero, personajes de gobierno en Estados Unidos como Abraham Lincoln hicieron todo lo contrario y podrían ser hoy calificados por la retórica liberalizadora del gobierno de Bush como horribles proteccionistas porque pusieron al gobierno a jugar un papel activo en modificar la ventaja comparativa estática y crear otras ventajas que hicieron a Estados Unidos abandonar su papel como país agrícola.
La historia real no se ha compadecido con la teoría liberal del comercio internacional, pero curiosamente el economista que es presentado como la cumbre intelectual que respalda la perfección del libre comercio, era menos radical en su fe librecambista que los discursos de Bush sobre las bondades del ALCA o los Tratados de Libre Comercio.
Las siguientes palabras de Adam Smith dejarían muy insatisfechos al Departamento de Comercio de Estados Unidos, al FMI, al Banco Mundial y a los intereses dominantes en la OMC que demandan una liberalización inmediata y total: «La humanidad puede necesitar que la libertad de comercio sea establecida a través de una lenta graduación y con una buena dosis de reserva y circunspección». (Oxfam, 2002)
Para los países subdesarrollados el libre comercio es otra cosa bien distinta.
Para Eduardo Galeano «la división del trabajo entre las naciones consiste en que unas se especializan en ganar y otras en perder». (Galeano, 1989) Examinado con objetividad el comercio internacional cumple hoy varias funciones en el sistema imperialista de dominación caracterizado por la globalización de signo neoliberal.
Esas funciones son: instrumento de dominio en favor de los países ricos, factor de acentuación y perpetuación de desigualdades e inequidades y escenario de una virtual guerra por controlar los mercados actuales y los del futuro.
Incluso más: el libre comercio ni es libre ahora ni lo ha sido nunca, ni es ya siquiera comercio de acuerdo al concepto clásico de éste, ni su práctica genera crecimiento económico per se, ni reduce la pobreza, ni reparte «beneficios mutuos» entre las partes que comercian.
En 1963 Che Guevara diría: «¿Cómo puede significar beneficio mutuo vender a precios de mercado mundial las materias primas que cuestan sudor y sufrimiento sin límites a los países atrasados y comprar a precio de mercado mundial las máquinas producidas en las grandes fábricas automatizadas del presente»? También pertenece a Che Guevara esta exacta definición del libre comercio: «libre competencia para los monopolios; zorro libre entre gallinas libres».
El libre comercio es hoy ante todo, la frase retórica con la que se presenta un paquete neoliberal bien orgánico y coherente en cuanto a expresar los intereses de las transnacionales y los gobiernos que los representan, y que no se reducen a los clásicos temas que siempre han aparecido en los libros de economía en el capítulo de comercio internacional.
De hecho, cuando a los países del Tercer Mundo se les recomienda el libre comercio sea como política adecuada para aplicar, o sea como propuesta para establecer un Tratado de Libre Comercio, el comercio no es la única pieza y ni siquiera la más importante.
En esta peculiar retórica neoliberal el libre comercio interesa, pero interesa tanto o más la libre movilidad del capital, la liberalización de la cuenta de capital del balance de pagos que equivale a la tasa de cambio de mercado y la libertad para fugar capital, libertad para que el capital transnacional invierta a su elección y libertad para que contrate en condiciones de «flexibilidad laboral» una fuerza de trabajo indefensa.
Una novedad del libre comercio es la capacidad de vincular nuevas y avanzadas tecnologías con bajísimos salarios de la fuerza de trabajo.
El libre comercio ha devenido hermano menor de una financierización de la economía mundial en la que el monto de las exportaciones mundiales en un año (unos 9 millones de millones de dólares) es apenas lo que en tres días mueve en transacciones el mercado financiero globalizado con su especulación desbordada en bolsas de valores, acciones, bonos, derivados, especulación con tasas de cambio de monedas.
Por tanto, la primera conclusión es que el libre comercio de hoy no es solo y no tanto una apertura comercial en bienes y servicios medible en la balanza comercial, sino una estrategia de política de los países desarrollados para imponer el modelo neoliberal por ser el que mejor sirve los intereses de los consorcios transnacionales que son a su vez los diseñadores de la economía mundial.
Existe un abismo entre la retórica del libre comercio y su práctica real. Lo que difunde el poder mediático es el mensaje lineal, simplista que reduce la racionalidad económica a un irracional y primario esquema en el que la «buena economía» es siempre y para siempre el libre comercio en lucha cerrada contra el proteccionismo estrecho y absurdo que pretende desviar el supremo dictamen del mercado con intervenciones gubernamentales o tratando de sustituir importaciones o de integrar mercados de países subdesarrollados con criterios de preferencia regional o subregional.
Ese poder mediático no difunde realidades como la siguiente:
El libre comercio promete una ventajosa «inserción en el comercio mundial» para los países pobres que cumplan sus reglas.
Pero, entre 1953 y el 2002 la participación de los países subdesarrollados en las exportaciones mundiales de bienes disminuyó de 35,6% hasta 26,1%. (Oxfam, 2002)
Los partidarios del libre comercio nos dicen que aquella disminución está compensada por la mayor participación del Tercer Mundo en las exportaciones de alta tecnología, las que pasaron a ser de 10% en 1985 a 25% alrededor del año 2000.
Esto no es más que un espejismo estadístico y está muy lejos de significar un aumento de la investigación científica, de la educación y el conocimiento que estarían detrás de esa supuestas exportaciones de alta tecnología.
No se trata más que de comercio «intrafirma e intraproducto«, es decir, intercambios al interior de las cadenas de empresas transnacionales que dentro de ellas y aprovechando la movilidad planetaria del capital, se «compran» y «venden» a sí mismas en una caricatura de comercio internacional que sin embargo aparece en las estadísticas como exportaciones de países en desarrollo.
Este comercio dentro de las transnacionales se estima en la actualidad en unos 2/3 del comercio mundial.
Este comercio «intrafirma» e «intraproducto» en el que una transnacional compone un producto final como resultado del ensamblaje de partes producidas en los paises que menores costos le ofrezcan, especialmente costo laboral, ha modificado el significado de la llamada «inserción en el comercio mundial».
Esa inserción no es la expresión del esfuerzo nacional para abrirse paso en la supuesta «libre competencia» sino que la inserción es el acceso a los mercados corporativos internos, en los que los países pobres nada deciden y en que solo reciben pasivamente las decisiones tomadas por las corporaciones.
Casi toda la retórica que derrama la OMC, el FMI, el Banco Mundial alabando el avance de algunos países del Sur en el comercio de bienes de alta tecnología, no significa en términos reales más que procesos corporativos en los que Wal–Mart, Toyota, Nestlé u otras corporaciones han decidido dispersar partes de producciones en los países que mejores concesiones les otorgan. Ese proceso no es otra cosa que el dominio corporativo a una nueva escala en la que el sometimiento es más sofisticado pero no menos sometimiento. Ha habido si «una inserción en el comercio», pero no ha pasado más allá de una inserción subordinada dentro de una cadena corporativa.
Si el supuesto avance en el comercio de bienes de alta tecnología es solo un espejismo basado en un nuevo patrón estratégico de las corporaciones, es también estremecedor comprobar que el Sur retrocede incluso en su triste y tradicional reducto donde las ventajas comparativas lo recluyeron: el comercio de productos básicos.
Con los productos básicos está ocurriendo que sus precios y la relación de intercambio resultante sigue su tendencia secular al descenso, que su comercio crece más lentamente que el de cualquier otro tipo de producto, que están cautivos en cadenas de comercialización que controlan consorcios transnacionales y que los países son inducidos a exportar cada vez más productos cuyo precio es menor cuanto más exportan.
En efecto, la relación de intercambio de los países del Sur –excluido el petróleo y las manufacturas» cayó más de 20% desde 1980. Para África el descenso fue superior a 25%.
África debió incrementar sus exportaciones en más de un tercio para mantener el mismo nivel de importaciones que hacía en 1980.
Estos países son inducidos a exportar al máximo por el FMI, el Banco Mundial y la OMC, pero el resultado es fatídico. Mientras las exportaciones de café aumentaron de 3 millones 700 mil toneladas en 1980 a 5 millones 900 mil toneladas en el año 2000, el ingreso recibido por ellos cayó de 12 mil 500 millones en 1980 a 10 mil 200 millones en el 2000.
Pero aun más, al comienzo de los años 90 los ingresos de los países productores de café eran de unos 10-12 mil millones de dólares y el valor de las ventas de café en países desarrollados eran de unos 30 mil millones. Ahora los productores reciben solo 5 mil 500 millones, en tanto que las ventas en países desarrollados sobrepasan los 70 mil millones de dólares.
Esto se explica por el excelente «equilibrio en el poder de mercado» creado por la oleada de fusiones y adquisiciones que han llevado a la estructuración de unas cuatro o cinco gigantescas «trading companies» que compran unos 15 millones de sacos de café de 60 kilogramos cada año. Frente a ellas se presentan para recibir el infalible dictamen del mercado un productor campesino que vende como promedio menos de 5 sacos. (Oxfam, 2002)
Otro ejemplo entre muchos de esta excelente actuación del libre comercio lo ofrece el abastecimiento de bananas al mercado del Reino Unido. En la producción participan unos 400 000 trabajadores, pero en la comercialización sólo cinco empresas tienen más del 80% del mercado.
Los voceros del libre comercio dicen que éste es un instrumento para reducir la pobreza. Pero el aumento del comercio mundial desde los años 80 lo contradice. Al comenzar el siglo 21 las personas que luchan por sobrevivir con menos de un dólar al día no son menos que entonces e igual ocurre con los que reciben menos de dos dólares al día. No existe correlación entre el crecimiento del comercio y la reducción de la pobreza. México ha multiplicado sus exportaciones y en el mismo período ha visto multiplicarse la cantidad de pobres.
Los voceros de libre comercio dicen que las exportaciones industriales de los países subdesarrollados han crecido con mucha fuerza.
Es una verdad estadística que es al mismo tiempo una mentira en cuanto a significado de verdadero desarrollo. Se explica en lo esencial por el comercio intrafirma. Pero además, su distribución geográfica deja fuera vastas áreas del mundo subdesarrollado.
El este de Asia representa más de los 2/3 de las exportaciones industriales del Sur y más de 3/4 en los sectores tecnológicos de alto rendimiento como la electrónica. Pero en cambio, el sur de Asia, África Subsahariana y América Latina (si excluimos el crecimiento maquilador de México) han visto reducir su cuota de bienes industriales. China, Corea del Sur, Taiwán, México y Singapur representan casi 2/3 del valor de todas las exportaciones industriales del mundo subdesarrollado.
Los voceros del libre comercio le recetan a todos que exporten más y abran más sus mercados, pero el cierre de sus mercados es la negación de la retórica.
La lírica de la liberalización comercial se estrella contra el doble rasero que los países subdesarrollados aplican en el acceso a sus mercados. Ellos aplican aranceles cuatro veces más altos a las importaciones de manufacturas procedentes de países del Sur, de los que aplican a productos similares cuando proceden de otros países desarrollados.
Los países más pobres del mundo, los llamados «menos adelantados» son los más castigados en una muestra suprema de la racionalidad del libre comercio. Las exportaciones de esos 49 países más pobres enfrentan aranceles 20% más elevados como promedio que para el resto del mundo. Si se trata de las pocas manufacturas que exportan, entonces las barreras son 30% más altas y pierden unos 2 900 millones al año por la elevada protección en Estados Unidos, la Unión Europea, Japón y Canadá.
Los voceros del libre comercio no pueden ocultar la escandalosa realidad de los subsidios agrícolas. No obstante, desde que comenzó la Ronda Uruguay vienen prometiendo que los reducirán. Pero ha ocurrido exactamente lo contrario: los han elevado.
Gastan en subsidios unas cinco veces más que lo destinado a la Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD).
En otra muestra excelente de la racionalidad del libre comercio, millones y millones de pequeños productores agrícolas que reciben menos de 400 dólares al año, están «compitiendo» con agricultores estadounidenses y europeos que reciben respectivamente un promedio de 21 000 dólares y 16 000 dólares al año como subsidio.
El resultado es otro agujero negro en el prestigio del libre comercio: Estados Unidos hace más del 50% de las exportaciones mundiales de maíz y lo hace a precios una quinta parte inferiores a los costos de producción. La Unión Europea es el mayor exportador mundial de azúcar blanca y sus precios de exportación son una cuarta parte de los costos de producción.
Esto es ni más ni menos que dumping, lo cual es un anatema en la retórica del libre comercio idílico. Pero la realidad es que además, los victimarios acusan a las víctimas. El proteccionismo del norte en todas sus manifestaciones arancelarias y no arancelarias, le cuesta no menos de 100 000 millones de dólares anuales al Tercer Mundo, esto es, el doble de la AOD y no obstante, entre Estados Unidos y la Unión Europea presentaron a la OMC entre 1995 y el 2000, un total de 234 acusaciones por dumping contra países del Sur.
El discurso del libre comercio destaca el papel de vanguardia del comercio de servicios como escenario de progreso tecnológico y apuesta de futuro.
Pero, los únicos servicios realmente liberalizados han sido los servicios financieros, justamente allí donde la superioridad y la conveniencia de Estados Unidos son abrumadores. Otros servicios de especial interés para los países del Sur como los servicios en la construcción y otros permanecen cerrados.
Por desgracia, casi todo el Sur se ha tragado la píldora del libre comercio. No pueden los voceros de la apertura comercial acusar de rebeldía o siquiera de falta de cooperación a buena parte de los gobiernos de países del Sur en los años del neoliberalismo en auge.
Siguiendo la prédica del G-7 hicieron un desarme arancelario y en general, una apertura comercial más rápida y profunda que la realizada por los mismos padres de la propuesta. De allí resultan realidades tan absurdas que causarían risa si no tuvieran un significado tan doloroso para los pueblos.
Dieciseis países de África Subsahariana tienen economías más abiertas que la de Estados Unidos, pero no le quitan el primer lugar a América Latina (insuperable discípula neoliberal) que tiene 17 países en esa condición.
El liderazgo mundial lo tiene Haití. Reúne varias cualidades que revelan una coherencia impresionante. Es el país más pobre del hemisferio occidental y uno de los más pobres del mundo. Su pobreza es antológica, dolorosa y cruel.
Pero desde 1986 Haití alcanzó el galardón como economía totalmente abierta, según clasificación del FMI. Ha recibido cálidos elogios por su ejemplar voluntad aperturista.
Es un ejemplo irrefutable de que la obediencia al modelo neoliberal de libre comercio es incapaz de resolver la pobreza y el subdesarrollo.
Libre comercio como propuesta de hoy para el Sur es también inversión de capital en condiciones de especial beneficio para las transnacionales, es compras del sector público maniatadas e incapaces de actuar como impulsoras de desarrollo interno para respetar el derecho de las transnacionales a dominar los mercados nacionales y es una política de competencia diseñada para exterminar los llamados «monopolios oficiales» mientras cierra los ojos ante los monopolios privados.
Para finalizar esta presentación, surgen las interrogantes hacia el futuro. El sistema de comercio internacional ¿puede ser reformado como comercio o necesita más que una reforma, una profunda transformación sustancial que haga realidad no simplemente algo menos malo, sino el otro mundo posible y definitivamente mejor a que aspiramos?
Las reformas contenidas en las demandas del Grupo de los 77 en la OMC (el trato especial y diferenciado, el acceso a mercados, la eliminación de subsidios agrícolas, los cambios para intentar compensar el desequilibrio en la actuación de la OMC y otros) son justos porque pretenden enfrentar graves injusticias y merecen apoyo frente a la intransigencia y la voracidad del G-7 y sus consorcios transnacionales. Son también parciales y no alcanzan la profundidad necesaria para alcanzar la transformación de fondo.
Su parcialidad consiste en que el comercio internacional no es mas que un subsistema, una pieza de una maquinaria total que es el sistema imperialista de dominación y explotación y que ahora utiliza las piezas financieras y monetarias como los principales componentes para operar la dominación.
El avance de las reformas comerciales -en caso de que avanzaran- dejarían abiertos múltiples y amplios espacios por los que aquella dominación podría continuar existiendo. Poco significado tendría, como un ejemplo entre otros, algún trato especial y diferenciado en el comercio, si las tasas de cambio flotantes, la absoluta libertad para fugar capital y la expoliación de la deuda externa continúan azotando a los países subdesarrollados.
El sistema es eso: un sistema integrado y global y la respuesta a su accionar tiene que ser global e integral, como lo entiende y es razón de ser del Foro Social Mundial y del Foro Social de las Américas.
Intentando mirar más lejos, hacia el mundo posible y mejor a construir, el comercio internacional no puede limitarse a mitigar un tanto la liberalización.
Esa liberalización tiene un código genético bien claro. Es hija del mercado capitalista y no puede ocultar su esencial vocación hacia la explotación comercial que emana del intercambio desigual entre partes desiguales a las que el intercambio aparente de equivalentes presenta como iguales.
El mundo mejor y posible, ese de la utopía imprescindible que nos permite avanzar, no necesita mitigar la liberalización, sino crearse otro patrón de valores. Un patrón de valores en el que la solidaridad entre también al comercio, e impida que éste siga siendo el escenario descrito por Che Guevara de la actuación del zorro libre entre gallinas libres.