Desde hace algún tiempo y con cierta frecuencia, desde las instituciones, foros económicos y medios de comunicación se pronostica la agonía financiera del sistema público de pensiones y la necesidad de reformarlo o, en última instancia, privatizarlo. La idea comienza a tomar fuerza a partir de la orgía especulativa[1], iniciada con la explosión del capital […]
Desde hace algún tiempo y con cierta frecuencia, desde las instituciones, foros económicos y medios de comunicación se pronostica la agonía financiera del sistema público de pensiones y la necesidad de reformarlo o, en última instancia, privatizarlo. La idea comienza a tomar fuerza a partir de la orgía especulativa[1], iniciada con la explosión del capital financiero no regulado tras el final del sistema de Bretton Woods, y con las medidas de adaptación de las economías al nuevo marco competitivo, que incluían el recorte del Estado del Bienestar[2]. A la solidaridad le sucedía un nuevo valor, el «aziendalismo», por utilizar la afortunada expresión del escritor Claudio Magris, y cuyo más conspicuo representante es la OMC. En esta línea, el Acuerdo General para el Comercio de Servicios (AGCS), pretende transformar en mercancías todos los componentes de la vida humana, incluyendo como objeto de comercio la salud, la educación o el medio ambiente.
El propósito de inocular en la opinión pública un enfermizo temor al futuro, que conduzca a la suscripción de fondos de pensiones privados, no deja de tener cierta analogía con un juego callejero de apuestas fraudulentas que no faltaba en ninguna feria, el trile. El trilero, que así se llamaba el tahúr, dirigía un juego consistente en adivinar en qué lugar de tres posibles se encontraba una pieza manipulada. En torno a la mesa iban concentrándose curiosos y algunos de ellos intentaban acertar y hacerse con el magro premio, pero siempre terminaban perdiendo su escuálida bolsa.
Para certificar la crisis del sistema público de pensiones, lo que vale decir, la garantía de una vida digna tras la jubilación, y justificar su mercantilización, nuestro trilero parte de un argumento demográfico. La conjunción de la caída de la tasa de fecundidad, que reduce las posibilidades de crecimiento económico futuro, y la mayor esperanza de vida, que aumentará la duración de la jubilación, derivará en un aumento de la tasa de dependencia. De seguir con el actual método de financiación, basado en las cotizaciones sociales, la carga pesaría de forma creciente sobre una población activa cada vez más reducida y la quiebra financiera sería «inevitable».
Los más moderados invocan a la reforma urgente del sistema universalista actual, basado en la equidad intergeneracional, con medidas que afectan a la dinámica demográfica y al modo de financiación. Entre las primeras, se baraja retrasar la edad de jubilación obligatoria, o fomentar la inmigración; entre las segundas, mejorar la gestión y cambiar los parámetros de funcionamiento del modelo vigente, tales como endurecer las condiciones de acceso (aumentar las cotizaciones y el plazo de cotización), y reducir la cuantía de las prestaciones[3]. Una propuesta más radical es la consistente en pasar a un sistema residualista, dotando al mercado de un mayor protagonismo como institución de provisión, en detrimento de la Seguridad Social. Unos, mediante la implantación inmediata de un sistema de capitalización, en el que cada individuo planifique su propia pensión. Otros, mediante una transición parcial y no traumática hacia éste[4]. Para apoyar tales propuestas se proyectan escenarios macroeconómicos que auguran un incierto futuro y que evocan las reacciones de Malthus y otros economistas decimonónicos contra lo que denominaban, despectivamente, la «falacia de la beneficencia»[5].
El apoyo doctrinal en la demografía combina lo que Vilar llamara «poblacionismo instintivo» y una suerte de «trampa malthusiana» remozada. El «poblacionismo instintivo» data de la época mercantilista e identificaba la potencia del grupo con el número de hombres que lo integraban, de ahí la incidencia sobre la población en la creencia de que ejercería de motor de la actividad económica: su aumento estimulaba la industrialización y el comercio nacional e internacional[6]. La trampa posmalthusiana consistiría en establecer un nuevo círculo vicioso, en el que la relación entre población y recursos se plantea en términos de pensionistas y fuentes de financiación del sistema. En otras palabras, la amenaza económica que supone un excesivo número de bocas a alimentar, es sustituida por el peligro de la falta de productores[7].
Tal planteamiento incurre en un doble error conceptual. En primer lugar, no es posible la identificación entre población y actividad económica en sociedades industriales, donde el envejecimiento poblacional y el mayor gasto que supone, se compensa ampliamente con los avances técnicos y el aumento de la productividad y la reducción del paro. En segundo lugar, se parte de la idea de que la población es una variable independiente de la organización social de la producción. Si, por el contrario, se entiende que el excedente de población es estrictamente relativo, y que depende del nivel de desarrollo económico y social, el debate se centraría en determinar las pautas de distribución del producto social generado. Otro de los efectos del catastrofismo demográfico[8] es que lleva a propuestas de «migraciones de sustitución», sin tener en cuenta que tal inmigración requeriría jóvenes en continua renovación, porque los viejos cobrarían pensiones, y el gasto social adicional que generaría.
El modelo no contempla la posibilidad de desligar la financiación de las cotizaciones sociales y trasladarla a los Presupuestos Generales del Estado, o, dado que el sistema descansa básicamente en el trabajo, la potestad legislativa para instrumentar políticas de fomento del empleo. El problema no está en la tasa de natalidad sino en la capacidad de generar empleo, en la calidad del empleo, y en la organización del trabajo. De otra parte, prolongar la vida laboral y adelantar la incorporación al mercado de trabajo exigen actuaciones sobre el mercado laboral y la política social. A todo lo dicho, conviene añadir que en una economía abierta como la actual, sin restricciones a los movimientos de capital, nada garantiza que el ahorro acumulado en los fondos de pensiones privados se invierta en el país que lo genera, y que no huya al exterior. Tampoco pueden descartarse quiebras de aseguradoras y entidades financieras privadas que, en último caso, sanearía el Estado. Esa suerte de «capitalismo gris», constituido por los fondos de pensiones, está envuelto en la inestabilidad, la irresponsabilidad y el derroche de los mercados financieros mundiales, y, a la vez, es el causante, en gran medida, de las turbulencias de la economía mundial[9].
En última instancia, tanto el método de reparto como el de capitalización son dos fórmulas de un método de adquisición de derechos sobre la producción futura que intentan evitar la problemática derivada de la discontinuidad entre trabajar y no hacerlo, y dependen totalmente de una gestión eficaz. Sustituir un sistema por otro plantearía problemas de transición, tendría importantes repercusiones políticas y sociales y un elevado coste financiero. Y, lo que es más importante, su adopción significaría abolir los derechos adquiridos por la generación que constituyó el fondo, lo que sería un expolio sin precedentes, impensable si se tratase de anular la deuda pública, que no deja de aumentar. En España se decreta la quiebra del sistema público de pensiones cuando existe un compromiso social y político, materializado en el Pacto de Toledo, aprobado el 6 de abril de 1995, por el Pleno del Congreso de los Diputados, y se cuenta con un sistema de Seguridad Social solvente hasta 2015 o 2020, cuyo saldo viene compensando el déficit estatal y engrosando el fondo de reserva de las pensiones, hasta superar las previsiones más optimistas[10].
Como ya se intuía, la invocación genérica a la demografía como responsable del futuro de las pensiones, no podía justificar la movilización partidista a favor de capitalización, y pronto agotó su productividad política y mediática. Era, pues, necesario proponer otra causa que la legitimase y se esgrimió la rentabilidad de los fondos privados, pretexto fallido, al cabo, porque ésta estaba disminuyendo. Urgía seguir satanizando al sistema público y se volvió a apelar a las tendencias y a dibujar un sombrío horizonte, pero la realidad es testaruda y los análisis empíricos se rebelan contra los agoreros. En este trile, todas las piezas estaban manipuladas, y el trilero quedó en evidencia.
Utopía liberal y teoría económica se habían conjurado para conformar una descripción «científica» de la realidad y un proyecto político que llegara a pensarse como el único posible[11]. Pero, un tema como el de las pensiones afecta a la sociedad en su conjunto y responde a una pauta política y social de distribución de la renta. Si se quiere una sociedad justa y equitativa, hay que garantizar la dignidad de las personas mayores mediante la salud y la protección social y fomentar su participación plena en la vida económica y social, mediante la solidaridad entre las generaciones. En definitiva, se trata de consolidar los sistemas de protección en los países más desarrollados y sentar las bases para su implantación en los más pobres.
Fernando López Castellano es Profesor de Historia de las Ideas y del Análisis Económico de la Universidad de Granada.
[1] Arrighi, G., El largo siglo XX, Akal, Madrid, 1999.
[2] Krugman, P., El internacionalismo «moderno». La economía internacional y las mentiras de la competitividad, Crítica, Barcelona, 1997, y Stiglitz, J. E., El malestar en la globalización, Taurus, Madrid, 2002.
[3] González-Páramo, J.M., «De recortes y de reformas en el Estado de Bienestar: el papel de la gestión pública», en Santiago Muñoz Machado, José Luís García Delgado, Luís González Seara (drs), Las estructuras del bienestar en Europa, Escuela Libre editorial/Cívitas, Madrid, 2000, págs.525-554, Herce, J.A., «Un problema generacional», El País, 25/05/03, y Jimeno, J.F. y Dolado, J. J., «Errores recurrentes en el debate sobre las pensiones», El País, 19/7/2003.
[4] José A. Herce y Víctor Pérez Díaz (directores), La reforma del sistema público de pensiones en España, Estudios e Informes número 4, La Caixa,1995; Herce, J.A., Sosvilla Rivero, S., Castillo, S., Duce, R., El futuro de las pensiones en España: hacia un sistema mixto, Estudios e Informes número 8, La Caixa, 1996; y Pérez Díaz, V., Alvarez Miranda, B., Chuliá, E., La opinión pública ante el sistema de pensiones, Estudios e Informes número 10, La Caixa, 1997.
[5] López Castellano, F., y Ortiz Molina, J.: «El origen de las propuestas
[6] Vilar, P., «Crecimiento económico y análisis histórico» en Crecimiento y desarrollo, Ariel, Barcelona, 1983, pág.52.
[7] Schumpeter, J. A., Capitalismo, socialismo y democracia, Orbis, Barcelona, 1988, Tomo I, págs.158-160.
[8] Duque, I.: «Catastrofismo demográfico», Le Monde Diplomatique, junio 2000.
[9] Blackburn, R., «El nuevo colectivismo: reforma de las pensiones, capitalismo gris y socialismo complejo», New Left Review, nº.2/2000, págs.21-82.
[10] Millán Pereira, J.L., «La
[11] Bourdieu, P., Contrafuegos, Anagrama, Barcelona, 2003, pág.136