Septiembre es, usualmente, un mes importante en el mundo del café. En esta fecha culmina el año cafetalero, en este caso, el del ciclo 2003/2004. Y, en el balance anual, los productores del aromático se encontraron en con dos noticias: una buena y otra mala. La buena es que finalmente aumentaron los precios del grano, […]
Septiembre es, usualmente, un mes importante en el mundo del café. En esta fecha culmina el año cafetalero, en este caso, el del ciclo 2003/2004.
Y, en el balance anual, los productores del aromático se encontraron en con dos noticias: una buena y otra mala. La buena es que finalmente aumentaron los precios del grano, lo que hace suponer a los expertos que el fin de la crisis se encuentra cerca. La mala es que ese incremento está muy por debajo de lo que se esperaba, considerando la caída de la producción que hubo.
Efectivamente las cotizaciones de café tuvieron un pequeño repunte. El promedio mensual del precio indicativo compuesto de la Organización Internacional del Café (OIC) fue de poco más de 60 centavos de dólar la libra. Se trata del mejor nivel de precios desde agosto de 2000 (exceptuando junio de 2004).
Esta mejoría en las cotizaciones es resultado, en mucho, del descenso de más de 17.43 por ciento en la producción durante este ciclo. Si el año anterior el volumen cosechado alcanzó casi 122 millones de sacos, éste, en cambio, fue de poco más de 100 millones. De este modo, la tendencia a que la producción supere la demanda, presente de manera ininterrumpida desde el año 1998-1999, ha comenzado a cambiar.
Sin embargo, en contra de lo que los apologistas del libre comercio pregonan, la disminución en las existencias del aromático no ha propiciado un aumento proporcional de sus precios. Así sucede cuando los mercados están monopolizados por unas cuantas empresas, el control sobre los inventarios mundiales han pasado a manos de los países consumidores, y los especuladores en las bolsas de Nueva York y Londres pueden hacer de la economía caficultora un nuevo casino.
Según el director ejecutivo de la Asociación de la Industria del Café en Brasil, Natan Herszkowicz, los bajos precios no reflejan la «insuficiente oferta del grano». Desde su perspectiva, «los actuales precios del aromático «aún son muy bajos, 15 o 20 por ciento por debajo del nivel mínimo en que debería estar. El precio para nosotros debería ser de 100 dólares por saco».
Una investigación reciente sobre la correlación que se establece entre los precios y las existencias de café, llevada a cabo por la OIC, llegó a conclusiones demoledoras. «En el mercado libre -sostiene el documento- se observa que cobran mayor importancia las existencias en los países importadores. El bajo nivel de los precios se corresponde con la transferencia de existencias de los países exportadores a los países importadores.»
Muestra de esta tendencia es la relación existente entre las ganancias obtenidas por países productores e importadores con el comercio mundial del grano. En la década de los 80 y parte de los 90 las naciones cultivadoras obtuvieron un promedio anual de entre 10 mil y 12 mil millones de dólares por concepto de exportaciones. Hoy esos ingresos han caído hasta 5 mil 500 millones de dólares.
En cambio, las ventas del café dentro de los países consumidores pasaron de un promedio anual de 30 mil millones de dólares entre 1980 y 1990 a 80 mil millones de dólares en la actualidad.
El colmo de las distorsiones con las que funciona este mercado es que, mientras en este último ciclo las naciones productoras recibieron 5 mil 590 millones de dólares por concepto de ventas de café al exterior, los países importadores que revendieron café a otros obtuvieron -sin haber cultivado un solo grano- 4 mil millones de dólares.
Detrás de la crudeza de estas cifras se esconde un drama humano de proporciones colosales. En las comunidades cafetaleras hay hambre, desnutrición, enfermedades, migración y muerte.
La crisis de la actividad caficultora en Centroamérica, por ejemplo, ha provocado severos problemas económicos, sociales y ambientales. Antes de que diera inicio, aproximadamente un millón 600 mil personas derivaban al menos parte de su empleo de actividades cafetaleras. Esto significa que 28 por ciento de la población económicamente activa en Centroamérica derivaba parte de su empleo y de sus ingresos del café. El derrumbe de los precios ha provocado que cerca de 600 mil empleos se pierdan.
Sin más alternativas para ganarse la vida que emigrar, el éxodo hacia Estados Unidos de los productores y jornaleros del café de México y Centroamérica se ha vuelto imparable.
Pero resulta que la migración cafetalera es sumamente vulnerable. Los productores y jornaleros que viven del grano son el último eslabón de la historia migratoria hacia Estados Unidos. Llegan a ella con la frontera cerrada, tarifas de traslado encarecidas, carencia de redes de apoyo y desconocimiento de la geografía y la urbanización.
Para emigrar los caficultores deben endeudarse con agiotistas. Empeñan parcelas y casas. Llegar pronto a su destino se vuelve una necesidad. Con frecuencia caen en manos de polleros sin escrúpulos. Cuando los introductores son de la misma región están obligados a tener cierta responsabilidad con la familia y a cuidar su «cargamento». Pero cuando son desconocidos no tienen compromiso alguno ante nadie. Así las cosas, los migrantes se vuelven presa fácil de asaltos y extorsiones. Todo mundo los explota. El caficultor que emprende la marcha hacia el norte no va preparado. Llega sin botas, sin agua, cargando dinero. Ora sí que «le tocó bailar con la más fea».
Irónicamente el café es uno de los productos en los que los campesinos mexicanos y centroamericanos deberían ser rentables de acuerdo con la teoría de las ventajas comparativas. Pero en lugar de bonanza y bienestar, su siembra en las actuales condiciones los ha condenado a la pobreza, al exilio, a la muerte o a la mendicidad. Otros, en cambio, las grandes empresas y los Fondos de Inversión, acumulan mientras tanto más y más riqueza. Para los de abajo las buenas noticias no alcanzan a llegar; las malas, en cambio, no han terminado.