A fines de abril de 2004, siete meses antes de las elecciones presidenciales de EE.UU., la opinión pública mundial se conmocionó al ver las primeras fotos de la infamia de la prisión iraquí de Abu Ghraib. Para muchos fue también en esos días cuando tuvieron noticia por primera vez de que desde poco después de […]
A fines de abril de 2004, siete meses antes de las elecciones presidenciales de EE.UU., la opinión pública mundial se conmocionó al ver las primeras fotos de la infamia de la prisión iraquí de Abu Ghraib. Para muchos fue también en esos días cuando tuvieron noticia por primera vez de que desde poco después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 la Cruz Roja Internacional, Amnistía Internacional, Human Rights Watch y otros organismos humanitarios venían denunciando ante el Gobierno de EE.UU. las humillaciones y torturas a las que sus sus tropas sometían a los prisioneros, primero en Afganistán y luego en Guantánamo e Irak.
Ante la crudeza de las fotos de Abu Ghraib y el goteo de revelaciones que le siguieron, los grandes medios de comunicación de EE.UU. y analistas de todo el mundo creyeron estar en presencia del Watergate de George W. Bush.
Algunos se atrevieron a pronosticar que con su Torturegate Bush perdía cualquier posibilidad de ser reelecto en las elecciones de noviembre de ese año. Sin embargo y a pesar de la gravedad del caso, que ya permitía intuir que se estaba frente a tan sólo la punta emergente de un inmenso iceberg, sólo pocos meses más tarde, ninguno de esos mismos analistas se atrevía ya a mantener sus predicciones.
Paradójicamente, en los momentos de mayor tensión de la campaña electoral, el tema desapareció de la escena política y pasó a ser un elemento secundario incluso para los principales medios de comunicación de EE.UU. y, por ende, de los del resto del mundo.
El tema de los derechos humanos no tuvo cabida en los debates electorales de aquel año. El Partido Demócrata había votado a favor de la guerra contra Irak, a favor de la doctrina de las guerras «preventivas», del gigantesco presupuesto militar, del recorte de las libertades democráticas dentro de EE.UU.; apenas había realizado alguna crítica sobre la situación de los prisioneros de Guantánamo. Por todo ello tenía poca credibilidad para hacer de estos temas banderas de lucha durante el proceso preelectoral.
A pesar de la cercanía en el tiempo entre el escándalo de Abu Ghraib y el comienzo de la campaña para las presidenciales, y a pesar también de que en éstas el tema estrella terminó siendo la guerra de Irak, Bush consiguió que el caso de las torturas no salpicara las elecciones y menos aún que provocara un voto de castigo contra su partido. Por el contrario, el presidente pudo enorgullecerse posteriormente, una vez reelecto, de haber superado exitosamente la prueba. «Ya hemos pasado por el momento de la responsabilidad y se llamó «elecciones 2004″. Los estadounidenses escucharon las diferentes valoraciones sobre lo que está ocurriendo en Irak, contemplaron a los candidatos y me eligieron a mí», se vanaglorió Bush.
En esos mismos días la prensa estadounidense filtraba un informe secreto de 120 páginas del Consejo Nacional de Inteligencia (NIC), uno de los think thank de la CIA, en el que se reconocía que la intervención norteamericana en Irak, lejos de haber supuesto un golpe para el terrorismo, había proporcionado una ocasión única para los combatientes de Al Qaeda. «Irak ofrece a los terroristas un campo de entrenamiento, de reclutamiento, la oportunidad para mejorar sus habilidades técnicas», decía.
Los hombres de Al Qaeda han extendido su «laboratorio» y campo de batalla de Afganistán a Irak, donde cada vez tienen más oportunidad de hermanarse en la lucha contra el «infiel» radicales islamistas provenientes de distintas partes del mundo. Así como en los años ochenta EE.UU. ayudó de hecho a Osama bin Laden a crear Al Qaeda, al financiar y armar a decenas de miles de muyaidines provenientes de distintos países, en su afán de que éstos atrajeran a Afganistán y derrotaran a las tropas soviéticas, hoy día ha reabierto con su agresión el avispero de los sectores más fanáticos, facilitando que de ese mismo país y de Irak partan también comandos para atentar en cualquier lugar del planeta.
En su Informe de 2005 Human Rights Watch sostiene que:
[…] los abusos cometidos por Estados Unidos han supuesto una nueva llamada a las armas para los reclutadores de terroristas, y las fotos de Abu Ghraib se han convertido en los pósteres de los reclutadores de Terrorismo, Inc. Muchos militantes no necesitan incentivos adicionales para atacara civiles, pero si el debilitamiento de la cultura de derechos humanos promueve que incluso unos pocos indecisos emprendan el camino de la violencia, las consecuencias pueden ser terribles.
Alguien ha dicho que en realidad los ciudadanos de todo el planeta tendrían que tener algún derecho de participar en la elección del presidente de EE.UU., dado que es el único mandatario cuyas decisiones tienen consecuencias fundamentales a nivel mundial tanto en el plano político, de las instituciones internacionales, como a nivel militar, económico, comercial, en relación a las fuentes energéticas, sobre el medioambiente y un largo etcétera.
Con los 59 millones de votos que obtuvo en las elecciones presidenciales, Bush no sólo se sintió respaldado en la política interna que llevó a cabo en su primer mandato, durante el cual despilfarró el superávit fiscal heredado de Bill Clinton y cosechó a su vez un déficit de cerca de 400.000 millones de dólares, sumiendo en la pobreza a millones de ciudadanos. Como lo reflejaba en esas declaraciones a The Washington Post a mediados de enero de 2005 citadas antes, Bush entendió también el respaldo obtenido en las urnas como un apoyo a su «cruzada» antiterrorista planetaria y a su guerra ilegal contra Irak.
Poco importaba que los más de 1.200 inspectores que envió personalmente a Irak -después de descalificar a los comisionados antes por la ONU- no hubieran encontrado las armas de destrucción masiva por las cuales había justificado su guerra. Tampoco significó demasiado para el presidente que meses después, a fines de marzo de 2005, la comisión a la que él mismo encargó que analizara las causas de ese fiasco concluyera en su informe de 600 páginas que el espionaje de EE.UU. estaba «totalmente equivocado» sobre su valoración del arsenal iraquí. Menos aún incluso parecía importarle a Bush que decenas de miles de civiles iraquíes murieran bajo las bombas de sus bombardeos ni que el país quedara con su industria e infraestructura devastadas. La reconstrucción precisamente era y es un negocio, que viene a añadirse al que ya de por sí supone el control de las riquísimas reservas del petróleo iraquí.
Tampoco parecía ser demasiado preocupante para la Administración Bush que para abril de 2005 ya hubieran muerto más de 1.500 soldados estadounidenses en Irak y que muchos miles más aún quedaran heridos, buena parte de ellos horriblemente mutilados de por vida.
Dentro de ese cuadro de «daños colaterales» cómo podría preocupar por tanto al Gobierno que se hubieran producido algunos «abusos» en Abu Ghraib, Guantánamo, Bagram y otros muchos lugares.
Los estadounidenses ya habían hablado en las urnas y lo habían hecho respaldando a su comandante en jefe, y eso era en definitiva lo que contaba.
De esta manera, la intervención militar de EE.UU. en Irak confirmaba al mundo algo extremadamente alarmante: la única superpotencia mundial superviviente de la guerra fría seguía y sigue utilizando en pleno siglo XXI, en un mundo unipolar, la fuerza militar como arma última para conseguir sus objetivos energéticos, estratégicos y de dominio en el mundo, cuando ve agotadas sus posibilidades de hacerlo por vías pacíficas o de chantaje descarado.
La llamada «comunidad internacional» se ha mostrado dividida, débil e impotente para enfrentar la ofensiva unilateralista del emperador Bush.
Como no podía ser de otra manera, esta versión moderna de los peores momentos de la Doctrina Monroe, que hoy se enmarca dentro de la «cruzada» internacional contra el terrorismo y las guerras «preventivas», tiene trágicas consecuencias para los derechos humanos y los organismos y tratados internacionales que velan por su respeto.
La impunidad de la actuación militar que lleva a cabo EE.UU. en el mundo, agudizada al extremo desde el 11-S, tiene su correlato en el terreno de los derechos humanos a tal punto que amenaza ya en convertirse en una «normalidad» aceptada con resignación en el concierto mundial.
En el propio ámbito nacional de EE.UU. la «cruzada» antiterrorista ha servido de excusa a la Administración Bush para asestar los golpes más duros a las libertades democráticas de sus ciudadanos desde la siniestra época de «la caza de brujas» de McCarthy de los años cincuenta. La principal herramienta legal utilizada para lograrlo ha sido la llamada Patriot Act (Ley Patriota), que la Administración sacó adelante con amplio respaldo en la Cámara de Representantes y con un solo voto en contra en el Senado.
Al amparo de la Patriot Act se detuvo también en EE.UU. a miles de inmigrantes de origen árabe y/o islámico, a los cuales el propio Tribunal Supremo autorizó a que se les mantuviera en un verdadero «limbo» legal.
Tras permanecer durante meses y meses incomunicados, muchos de ellos fueron deportados con la simple excusa en algunos casos de haberse descubierto entre sus antecedentes una multa sin pagar o un visado caducado pocos días antes de la detención. Pero en otros casos su suerte fue aún peor. Fueron aquellos que pasaron a engrosar la lista de los considerados «sospechosos» de mantener algún tipo de relación con determinado grupo islamista y por ende de ser potenciales terroristas y enemigos de EE.UU.
Para ellos la Administración Bush puso en marcha una operación prohibida expresamente por la legislación internacional, como es la de transferir a esos inmigrantes que hasta ese momento vivían en EE.UU. a sus países de origen o a terceros países, aun a sabiendas de que allí podrían ser torturados.
Los mismos aviones civiles utilizados por empresas tapaderas de la CIA para transferir desde EE.UU. a otros países a muchos de los inmigrantes «sospechosos» fueron usados también para secuestrar a supuestos terroristas de Al Qaeda en países tan disímiles como Indonesia, Paquistán, Malawi, Gambia y muchos otros. Tras capturar a sus presas por medio de estas operaciones secretas, denunciadas en numerosos informes de organizaciones humanitarias y medios de comunicación, los detenidos son trasladados a determinados países aliados, o a bases militares de EE.UU., donde son interrogados y torturados lejos de la mirada indiscreta de cualquier observador de la Cruz Roja Internacional, juez o medio de comunicación.
Este tipo de prisioneros viene así a engrosar a los que ya se califica incluso en los propios memorandos internos militares oficiales como ghost detainees (detenidos fantasma). Es éste un eufemismo que hace recordar otro, el de «desaparecidos», que utilizaron las dictaduras militares de América Latina para los prisioneros que mantenían en esos verdaderos campos de concentración en que habían convertido los cuarteles y centros clandestinos de detención y a los que en su mayoría terminaron asesinando.
En Italia, Alemania y Suecia se han abierto investigaciones oficiales para analizar la actuación de agentes de la CIA en secuestros realizados en sus respectivos territorios.
España no ha estado tampoco ajena a esta nueva modalidad de traslados clandestinos de prisioneros por parte de la CIA hacia países o bases americanas donde son interrogados y torturados.
Las denuncias presentadas por varios ciudadanos sobre las numerosas escalas realizadas en aeropuertos de las islas Baleares y Canarias por aviones que ya habían sido identificados previamente por medios de comunicación de varios países como pertenecientes a empresas tapaderas de la CIA han dado origen a la apertura de una investigación por parte de la Fiscalía General del Estado en España.
Varios partidos políticos han pedido explicaciones al Gobierno sobre el tema.
A pesar de las innumerables denuncias realizadas ante los tribunales de EE.UU. por todas estas violaciones de los derechos humanos, los defensores de los derechos civiles y las organizaciones humanitarias se han encontrado con un muro de impunidad. La Administración Bush ha ido tejiendo toda una compleja trama legal a su medida para impedir la actuación de la Justicia estadounidense, de la Justicia de la democracia más antigua del mundo.
No obstante, gracias al constante trabajo de numerosas organizaciones en EE.UU., se han logrado victorias en los tribunales para que se desclasificara una parte importante de documentos y memorandos oficiales de gran valor. Aunque la selección de los documentos que se han desclasificado es limitada y que en muchos casos partes sustanciales de ellos aparecen censuradas, permiten igualmente de por sí reconstruir en gran medida el puzle del siniestro plan urdido desde la mismísima Casa Blanca y el Pentágono desde poco después del 11-S.
A partir de ese marco legal impuesto por la Administración Bush en aras de la «cruzada» contra el terror, todo ha sido más fácil para los «halcones» del Pentágono y de la CIA. Un gran número de memorandos internos que han circulado entre la cúpula militar, sus distintas comandancias regionales y sus respectivos asesores legales en cada caso fueron despejando luego todos los obstáculos legales para que los distintos mandos a cargo de las prisiones de Afganistán, Irak y Guantánamo tuvieran sus manos libres para llevar a cabo interrogatorios «eficaces» a los prisioneros.
Cada una de las técnicas de interrogatorios fue discutida y aprobada por los distintos responsables formalmente, aunque, a tenor de lo revelado en el caso de Guantánamo, Bagram, Abu Ghraib y otras prisiones y centros de detención, los «abusos», el eufemismo usado una y otra vez por los militares para referirse a las torturas, superaron con creces todo lo oficialmente autorizado en esos memorandos.
Violando las más elementales reglas de la guerra, Bush decidió de forma unilateral crear el estatus de «combatiente enemigo» para los prisioneros sospechosos de ser talibanes o de pertenecer a Al Qaeda, negándoles el derecho a acogerse a las Convenciones de Ginebra.
Aunque en el caso de Irak la Administración Bush aseguró que era un conflicto bélico diferente, en el que sí reconocería a los prisioneros los derechos que les otorgan esos tratados internacionales, los sucesos de Abu Ghraib y los innumerables otros casos de torturas producidos demostraron la similitud con el tratamiento recibido por los «combatientes enemigos» de Afganistán y Guantánamo.
A pesar de la contundencia de las pruebas documentales, la Administración Bush siguió manteniendo en todo momento su discurso de que se trató simplemente de «casos aislados», de un puñado de policías militares «perversos», de unas pocas «manzanas podridas». Así lo aseguraba también el voluminoso informe del Pentágono dado a conocer a fines de abril de 2005, un año después de que estallara el escándalo de Abu Ghraib, resultado de varias de sus investigaciones internas. En él todos los principales mandos aparecen exonerados de cualquier responsabilidad, mientras una general de una estrella es degradada a coronel por «negligencias» y «falso testimonio» y varios oficiales reciben «cartas de reprimenda».
Pero todo este amplio montaje realizado para garantizar la impunidad de su accionar militar en el exterior no estaría completo si EE.UU. no hubiera previsto también cómo «blindar» a sus tropas, espías y diplomáticos y a las decenas de miles de mercenarios con los que cuenta en Afganistán e Irak frente a un peligroso obstáculo para sus planes surgido en 2002, la Corte Penal Internacional.
EE.UU., que jugó un importante papel en el Tribunal Internacional que establecieron las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial para juzgar los crímenes nazis durante los históricos juicios de Nüremberg de 1945-1946, es ahora, paradójicamente, el principal enemigo de la primera Corte establecida en el mundo para juzgar los crímenes de guerra, de lesa humanidad, agresión y genocidio.
A través de su ley ASPA y de su Enmienda Nethercutt, la Administración Bush le ha declarado la guerra a la Corte Penal Internacional, cancelando planes de asistencia militar, de ayuda en la lucha contra las drogas, contra la corrupción e incluso contra el terrorismo, con todos aquellos países que se niegan a firmar acuerdos bilaterales garantizando con ellos que en ningún caso llevarán a ciudadanos estadounidenses ante la Corte, aunque sean responsables de crímenes cometidos en su territorio del tipo de los que ésta tiene competencia.
El chantaje ejercido por Washington le había permitido ya a fines de 2004 conseguir que casi la mitad de los países que hasta esa fecha habían ratificado el Estatuto de Roma de la CPI pasando a ser Estados Partes de la misma, hubieran suscrito paralelamente acuerdos bilaterales con EE.UU. garantizando inmunidad para sus ciudadanos ante ese alto tribunal. Bush ha logrado por lo tanto invalidar en buena medida la eficacia de la CPI, al menos en cuanto a sus ciudadanos.
Con ello, la Administración Bush pretende completar los últimos tramos de ese Muro de Impunidad imprescindibles para afrontar con menos escollos aún las nuevas etapas de sus planes imperiales.
«La impunidad imperial. Cómo EEUU legalizó la tortura y «blindó» frente a la Justicia a sus militares, agentes y mercenarios». Roberto Montoya. La esfera de los libros. www.esferalibros.com
Texto relacionado: