La preocupación por el enorme y creciente número de personas que sufren los efectos de un hambre persistente y de la pobreza sin expectativas agita estos días a grupos sociales de muchos países, ante la reunión prevista en Escocia para la próxima semana del llamado G-8 (grupo formado por los siete países más industrializados del […]
La preocupación por el enorme y creciente número de personas que sufren los efectos de un hambre persistente y de la pobreza sin expectativas agita estos días a grupos sociales de muchos países, ante la reunión prevista en Escocia para la próxima semana del llamado G-8 (grupo formado por los siete países más industrializados del mundo y Rusia). Es cada vez más sonoro el clamor que pide a los países ricos que cobren conciencia de la gravedad del problema y atiendan a resolverlo con rapidez y eficacia.
No caben ya paliativos ni maniobras dilatorias ante los que están muriendo de hambre de un día para otro. Ni la jerarquía eclesiástica española, ahora inmersa en pugnas políticas con el Gobierno, podría ignorar ese clamor. Hoy ya no es posible recurrir a la teológica disculpa, predicada en tiempos todavía no muy lejanos, de que Dios ha hecho a los pobres para que pasen hambre, sufran y así ganen el cielo con facilidad; o, mejor aún, para dar ocasión a los ricos de practicar la caridad a fin de santificarse y no quedar rezagados respecto a los pobres en su carrera al Paraíso. No lo tome el lector a broma: algunas recientes manifestaciones públicas de destacados miembros de la Iglesia española hacen temer que todavía esté muy a flor de piel la doctrina que formuló el P. Astete al propugnar que un Gobierno debía mostrar «firme y respetuosa sumisión a la Iglesia» para ser aceptado por los católicos. (Dicho sea esto teniendo presente la voz y los esfuerzos de esos otros católicos que viven y comparten las miserias de los desheredados de la Tierra sin encontrar apenas eco en la jerarquía oficial.)
Así que, mejor que seguir mirándonos el ombligo en esta España tan encrespada por el enfrentamiento político fomentado por los que no encajaron su derrota electoral, es recomendable escuchar a los que saben algo del hambre en el mundo. A muchos lectores les sonará el proyecto de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, establecido por la ONU. El primero de esos objetivos es «erradicar la pobreza extrema y el hambre» y se propone reducir a la mitad la población hambrienta entre 1990 y 2015. Devinder Sharma es un reputado especialista en problemas de alimentación y comercio, que reside en Nueva Delhi y escribe al respecto: «Sólo con que la India hubiera intentado alimentar a sus 320 millones de ciudadanos hambrientos durante 2002-03, una tercera parte del hambre mundial habría desaparecido». ¿Por qué no ha sido así?
La imagen que traza el analista indio es desalentadora. Explica cómo a principios del 2003 se seguía muriendo de hambre en la India mientras se pudrían 45 millones de toneladas de cereales, almacenadas al aire libre. Un informe del Parlamento estimaba en 62.000 millones de rupias (unos 1.200 millones de €) el coste anual de su conservación. No se cuestionaba la existencia de tales recursos a la vez que tantas personas no podían comer; sólo se quejaban de los gastos ocasionados. Algunos parlamentarios sugirieron arrojar al mar esos excedentes. Se decidió vender una parte a un precio que los ponía fuera del alcance de los indigentes locales y se exportó el resto.
Alguna clave de este extraño proceder puede desvelarse si se considera que, por otro lado, en los cinco primeros años de este siglo se han invertido en el sector de las telecomunicaciones unos 720.000 millones de rupias (unos 14.000 millones de €). Sucesivos gobiernos han alegado que el coste de alimentar a la población haría crecer demasiado el déficit fiscal, pero cuando se trata de apoyar a las nuevas tecnologías, nadie aduce escasez de recursos. Se dice -y aquí parece estar el meollo del asunto- que cuando llega al mundo rural la modernización tecnológica, ésta le ayuda a progresar y mejorar sus condiciones de vida. La biotecnología, aseguran los expertos a los famélicos campesinos, es la solución del mañana.
La opinión de Sharma es cáustica: «Es usual ver en Bangalore congresos celebrados en hoteles de cinco estrellas, so pretexto de combatir el hambre. Ninguno de los delegados asistentes ha pisado la calle fuera del hotel ni ha conocido a nadie de los que han perdido la vida por culpa de una política errónea, fascinada por la biotecnología… Para las élites, el hambre consiste, todo lo más, en perderse una comida un día…».
En la India se han ensayado otras revoluciones tecnológicas para combatir el hambre. Se intentó llevar la televisión a las comunidades rurales para modernizar sus costumbres agrícolas: la pobreza y el hambre siguieron agobiando a muchos campesinos mientras que los más beneficiados fueron los fabricantes de equipos de televisión. Lo mismo puede ocurrir ahora con la biotecnología y otras pericias que ignoran la realidad del país: la extensión media de una propiedad agrícola es 1,47 hectáreas y sólo entre un 5 y un 10 por ciento de la población rural posee propiedades de más de 4 ha. ¡Y hay quien propone que, mediante la comunicación global por Internet, esos campesinos entren en el mercado bursátil de futuros y se abran camino en las finanzas internacionales!
Concluye Sharma afirmando que la tecnología es muy útil y no se opone a ella; pero hay que rechazar la tendencia a beneficiar a los fabricantes industriales con el pretexto de que sus productos van a ayudar a la población rural a salir de la miseria. Lo que hay que conocer bien, para emprender una lucha sin cuartel contra el hambre, es el mundo de quienes la padecen: sus circunstancias, sus formas de vida y los efectos que sobre ellos producen las decisiones económicas, financieras y comerciales, adoptadas en los países opulentos, concebidas para atender, sobre todo, a sus propios intereses.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)