Por una de esas extrañas coincidencias que de pronto se revelan cargadas de significado, recientemente he asistido, con pocos días de diferencia, a dos inauguraciones singulares: la de una exposición colectiva de pintoras cubanas (en la Universidad Autónoma de Madrid) y la de una instalación de la artista madrileña Marta Albarrán (en el Centro Comarcal […]
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Por una de esas extrañas coincidencias que de pronto se revelan cargadas de significado, recientemente he asistido, con pocos días de diferencia, a dos inauguraciones singulares: la de una exposición colectiva de pintoras cubanas (en la Universidad Autónoma de Madrid) y la de una instalación de la artista madrileña Marta Albarrán (en el Centro Comarcal de Humanidades de La Cabrera). Dos exposiciones muy distintas, pero con algo muy básico en común: esa mirada diferente, irreductiblemente «otra», que le confiere a una artista revolucionaria la doble batalla de afirmarse como mujer en un mundo de hombres y de oponerse con las armas de la cultura a la barbarie capitalista.
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En el caso de Marta Albarrán, su doble rebeldía adopta la forma de un extenso poema fragmentado a lo largo (o más bien a lo ancho) de la frontera entre la palabra y la imagen. Sus composiciones objetuales alternan con textos explícitos que redundan con las imágenes o las problematizan, las iluminan o las asombran (en ambos sentidos del término), en un diálogo que tiene mucho que ver con lo onírico, pero que claramente busca trascenderlo.
- Durante un trecho (de la instalación y, es de suponer, de su carrera artística), Albarrán deambula por caminos conocidos y señalizados, donde los ready-mades de Duchamp, los poemas visuales de Joan Brossa o los «objetos encontrados» de Antonio Pérez le cobran un inevitable peaje, como a todos los que eligen transitarlos; y no por ello deja de sorprendernos con algunos logros de una pureza deslumbrante, como esa bandada de perchas que, con su vuelo inmóvil, llenan de altura el cielo vertical de una pared. Pero donde la artista encuentra un lenguaje propio, un camino inusual que ya ha empezado a hacer suyo, es en sus «contenedores de silencio».
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Un «contenedor de silencio» es una escultura blanda, opaca, ameboide, acogedora y abrazable como una almohada, muda y piadosa como el fantasma de un oso de peluche, una nube sólida y una roca delicuescente, un magma tibio… «Sísifo, convertido en mujer, ve transformada la enorme piedra de su castigo en una gran masa blanda sin bordes que parece querer escaparse por todas partes. Y Sísisfo, que ahora es Penélope, teje y desteje su esperanza roma o… todo es un sueño», dice uno de los textos que acompañan a los «contenedores de silencio». Pero no, no es un sueño: es, en todo caso, la materialización de un sueño vigilante, de un sueño de rebeldía femenina, feminista (en el mejor sentido de la palabra), o sea, de un despertar. El «contenedor de silencio» es en realidad un acumulador, y por tanto un grito en ciernes, tan inminente que ya lo oímos resonar en nuestro interior. Ahora las referencias son otras: Henry Moore, el Brancusi más curvilíneo, las esculturas-habitáculo de André Bloc… Pero también es otra la relación de la obra con sus referentes: es una relación dialéctica, que opone a la pétrea rigidez de los artistas-Sísifo, que en vano intentan alcanzar la cima con su roca a cuestas, la versátil blandura de la artista-Penélope, que ante todo quiere alcanzarse a sí misma, desenajenarse.
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Según Germaine Greer, el verdadero espacio de creación de las mujeres hay que buscarlo en las denominadas artes menores, donde las estructuras de poder no inciden de la manera en que lo hacen en los espacios concebidos como propios del arte, es decir, los espacios del poder. Cabría añadir que algunas artistas, a partir de los materiales más humildes y de las técnicas asociadas a esas artes supuestamente menores, consiguen obras plenas de significado y de una singular belleza. Es el caso de Marta Albarrán, que ha preferido la aguja al cincel y ha evidenciado, con sus sobrecogedoras esculturas de tela, toda la sabiduría oculta en esa elección. «Coso y coso de amor. No: de costumbre. Y ya no soy yo: soy lo que coso», dice otro de los textos de Albarrán. Y, efectivamente, sus «contenedores de silencio», cosidos con amorosa costumbre o consuetudinario amor, son como enormes muñecas de trapo abstractas en las que la artista se convierte, en las que vierte su silencio doblemente oprimido (para convertirlo en grito) y su ternura, su rebelión y su esperanza.