La decisión de Venezuela de abandonar la Comunidad Andina de Naciones (CAN) se ha convertido en un argumento más para cuestionar, con la veleidad con la que suele hacerse, la soberanía de ese país para mantener una estrategia legítima de preservación de sus intereses nacionales e, incluso, para poder promover una estrategia igualmente legítima de […]
La decisión de Venezuela de abandonar la Comunidad Andina de Naciones (CAN) se ha convertido en un argumento más para cuestionar, con la veleidad con la que suele hacerse, la soberanía de ese país para mantener una estrategia legítima de preservación de sus intereses nacionales e, incluso, para poder promover una estrategia igualmente legítima de integración regional sobre bases diferentes a las que nutrían la CAN.
Nuevamente, los medios de comunicación tratan de justificar la decisión aludiendo al presunto carácter caprichoso del Presidente Chávez al igual que, en su momento, valoraron en los mismos términos su decisión de retirar las reservas exteriores venezolanas de los bancos norteamericanos [1].
Sin embargo, y como también ocurrió en aquel caso, tras la decisión de abandonar la CAN subyacen razones de suficiente calado como para justificarla y que, en lo fundamental, han ido madurando durante este último año en el que Venezuela ha ostentado la Presidencia pro tempore de dicha organización.
Esas razones remiten, básicamente, a la decisión de Perú y Colombia, dos de sus cinco miembros, de firmar sendos tratados de libre comercio (TLC) con Estados Unidos; además, a ellos probablemente se les unirá en breve Ecuador, con sus negociaciones al respecto ya muy avanzadas a pesar de la contestación social que ha envuelto el proceso y que se radicalizó durante las últimas semanas.
Con la firma de esos tratados se modificará la legislación común andina en materias tan sensibles para el bienestar de sus pueblos como son la producción de genéricos en la industria farmacéutica o el registro de propiedad intelectual sobre elementos de la biodiversidad, ya sean animales, plantas o, incluso, los conocimientos ancestrales de los pueblos originarios.
Asimismo, tampoco puede menospreciarse la vía que abren esos tratados a la penetración de productos estadounidenses en terceros mercados andinos mediante el fraude que supone la realización de transformaciones de bajo valor añadido en productos importados por alguno de los países firmantes de los TLC buscando que adquieran la condición de nacionales y, por lo tanto, puedan eludir el Arancel Externo Común con el que la CAN ha tratado de proteger su producción nacional frente al resto del mundo.
Como puede apreciarse, en principio bastaría con una serie de razones comerciales para fundamentar la decisión de Venezuela de abandonar la CAN. Y sobrarían con esas razones para juzgar las actuaciones y decisiones de sus miembros, incluida su retirada de la misma, si se tiene en cuenta que fueron causas de naturaleza comercial las que motivaron la creación de esa zona de libre comercio imperfecta que es la Comunidad Andina y que, desde su creación, muy poco ha avanzado este organismo en un proceso de integración de las naciones andinas que vaya más allá de lo estrictamente comercial incorporando elementos de naturaleza social o política.
Frente a esos argumentos, desde la CAN se esgrime que, en todo momento, los países miembros han estado informados del discurrir de las negociaciones y que éstas se produjeron previa autorización del propio organismo andino; una negociación que, por otra parte, ni siquiera han podido realizar de forma multilateral los tres países implicados sino que han acabado en un formato bilateral en el que, evidentemente, la capacidad de negociación de cada uno de ellos frente a Estados Unidos se ha visto muy reducida.
Sin embargo, semejante respuesta no es sino una ofensa a la inteligencia de quienes comprenden que una cosa es que se confiera autorización para emprender negociaciones y otra muy distinta el que, una vez concretados los términos de los correspondientes tratados y comprobado que tendrán repercusiones sobre el conjunto de países andinos y no sólo sobre los firmantes, se tengan que aceptar sumisamente y no puedan denunciarse o, en su defecto, no pueda abandonarse un organismo que, en lugar de cumplir su función -que no debería ser otra que profundizar la integración andina-, opta por dinamitarla desde dentro.
Y todo ello resulta mucho más ofensivo si se atiende a los términos de un discurso cargado de cinismo y en el que se acusa a quien denuncia que la firma de esos tratados quiebra la propia razón de ser de la CAN de no compartir el espíritu de ésta, cuando basta con su análisis somero para constatar la incompatibilidad manifiesta de esas negociaciones comerciales con Estados Unidos con la integración andina. O cuando se le inculpa de que ha optado por el Mercosur frente a la CAN, con el argumento peregrino de que allí se encuentra más cómodo dada la tendencia ideológica de «izquierda» de los presidentes de los estados que la integran, cuando, por cierto, el resto de países de la Comunidad Andina también son miembros asociados al Mercosur. O, lo que es aún más ridículo, cuando se le acusa de promover un proyecto de integración suramericano propio, el ALBA, como si el único que gozara de legitimidad para poder plantear proyectos de integración -que más bien deberían calificarse de recolonización- fueran los Estados Unidos.
Precisamente, en este último punto es donde radica el quid de la cuestión. Porque, por un lado, hay que reprochar a quienes critican la decisión de Venezuela que sean incapaces de comprender que su débil estructura productiva se vería seriamente afectada por la continuidad en una zona de libre comercio que ha abierto una de sus bandas para que los productos estadounidenses puedan invadir terceros mercados y que, por lo tanto, la industria venezolana necesita de un grado de protección arancelaria incompatible con su permanencia en ese entorno. De hecho, hasta el portavoz de Fedeindustrias, la Federación de Industriales de Venezuela, ha valorado positivamente la decisión de su gobierno de retirarse de la Comunidad Andina.
Y, por otro lado, esos mismos personajes al menos deberían entender, aunque no lo compartieran, que la retirada de Venezuela de un proyecto de integración en el que dos de sus socios firman TLCs bilaterales con Estados Unidos no es más que un ejercicio de mínima coherencia con la propuesta integradora para Suramérica que defiende el presidente Chávez y a la que vienen sumándose, progresivamente, aquellos presidentes que entienden que la vía para el bienestar de sus pueblos no puede pasar por aceptar las condiciones que impone en sus negociaciones Estados Unidos.
Venezuela contra el ALCA y no contra la CAN
De hecho, basta una mirada superficial sobre ambas propuestas para constatar, no sólo su incompatibilidad, sino también su radical antagonismo.
Así, Estados Unidos defendió inicialmente un proyecto de recolonización de su «patio trasero», el ALCA, envolviéndolo bajo la retórica vacua del librecambismo y las bondades a él asociados, confiando en que los pueblos de América Latina, ignorantes de lo que realmente les convenía e incapaces para oponerse a la palabrería de encantadores de serpiente que los economistas neoliberales desplegaban para convencerles, lo aceptarían sin rechistar.
Con ello Estados Unidos no estaba promoviendo un proceso de integración continental, que nadie se llame a engaños, simplemente trataba de garantizarse, por un lado, la creación de un espacio de intercambio desigual basado en una división del trabajo que perpetuaba el subdesarrollo en América Latina y que, al mismo tiempo, permitía la expansión de sus transnacionales hacia un entorno menos competitivo; y, por otro lado, el acceso a la riqueza natural de unos pueblos acostumbrados a la expoliación de sus recursos, palancas elementales en lucha por superar el subdesarrollo al que fueron abocados por las mismas potencias que ahora tratan de convencerlos de que la continuación del saqueo es la vía más directa para salir de la pobreza.
Y a quien le pueda suscitar dudas la afirmación de que lo que promueven los Estados Unidos no es un proceso de integración basta con remitirlo al TLCAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte) y que busque en él alguno de los elementos que definen una integración efectiva de los pueblos.
De entrada, nos preguntamos dónde están las instituciones comunes que han surgido de dicho acuerdo; dónde una libertad de circulación distinta a la del capital; dónde la reciprocidad en los comportamientos comerciales; dónde los fondos de solidaridad que permitan la convergencia progresiva de sus economías; qué proceso de integración se construye sobre el levantamiento de un muro que separa las fronteras y que niega la huída de la miseria que el mismo proceso ha generado; cuál sobre la imposición unilateral de condiciones y el desprecio al compañero de viaje.
Y porque, si queremos profundizar aún más en la llaga, basta con exponer algunos de los «beneficios» que ese acuerdo le ha reportado a México para que la postura opositora de Venezuela a cualquier tratado de esa naturaleza siga revalorizándose.
Así, por ejemplo, entre 1993 y 2003, a pesar de que la productividad de los trabajadores mejicanos se había elevado en más del 60% sus salarios en términos reales se habían reducido en un 5%, distanciándose cada vez más de los de los trabajadores estadounidenses.
Por otro lado, la orientación exportadora que ha adquirido la economía mexicana no sólo la ha hecho mucho más vulnerable ante la evolución de los precios internacionales sino que se trata de una auténtica falacia que, sin embargo, trata de venderse como un éxito, ocultando que el 97% de los componentes de los productos que México exporta son importados de Estados Unidos, limitándose su aportación de valor añadido al procesamiento y montaje del producto antes de su reexportación.
Pero, además, los efectos que este tratado ha tenido para la agricultura mexicana han sido especialmente traumáticos. Así, la propia CEPAL ha denunciado que el ingreso real de los campesinos era en 2004, tras 10 años de TLCAN, un 10% menor que el de 1994 y que se había perdido casi un 25% del empleo en dicho sector, lo que había motivado el desplazamiento de casi dos millones de personas. Una situación que contrasta llamativamente con la protección que Estados Unidos mantiene para sus agricultores (más de 10 mil millones de dólares en subvenciones al año) y que, de forma paradójica, denuncia cuando, más modestamente, la tratan de aplicar sus socios comerciales.
La implicación que este tratado ha tenido sobre el agro mejicano no puede dejar de generar asombro cuando se constata que, como consecuencia del TLCAN, México ha perdido su soberanía alimentaria y, de ser un país exportador de alimentos básicos, ha pasado a importar el 40% del grano y las oleaginosas que consumen. Una situación cuando menos paradójica para un país cuyo mito fundacional remite, precisamente, al maíz y a los hombres que lo cultivaban.
Y el asombro se convierte en escándalo cuando una de las instituciones que lo promocionó, el Banco Mundial, reconoce públicamente su fracaso al afirmar que «se puede decir que durante el último decenio el sector agrícola (mexicano) fue objeto de una de las reformas estructurales más drásticas, como la liberalización completa impulsada por el TLCAN, la eliminación de controles de precios y la reforma constitucional sobre la tenencia de la tierra, pero los resultados han sido decepcionantes».
A pesar de ello, se mantiene con machacona insistencia la defensa de la firma de tratados de libre comercio con Estados Unidos como un pilar del desarrollo para los pueblos de América Latina como si del método de prueba y error, que tanto sufrimiento está generando, no cupiera extraer ninguna conclusión valiosa; mucho menos cuando ésta afecta a los intereses de la potencia colonizadora.
Víctimas y verdugos
Quienes a la vista de esos resultados no sacan ninguna conclusión para ellos mismos, sus pueblos y su economía acerca de lo que están a punto de firmar; quienes dolosamente pretenden destruir su agricultura y su industria a pesar de que afirmen que estos tratados les benefician; quienes van a entregar a las multinacionales farmacéuticas el derecho a registrar la biodiversidad de sus territorios para luego tener que comprarles a precio de oro los medicamentos que se fabricarán con las plantas que viven en sus bosques; quienes están dispuestos a vender hasta la sabiduría más ancestral de sus pueblos originarios… A todos esos, nadie les acusa de nada.
Es más, reciben el aplauso y apoyo de las oligarquías locales que saldrán beneficiadas -no todas, también es justo decirlo-; de los organismos multilaterales, tipo FMI o Banco Mundial, que, tras constatar el fracaso, reiteran la receta; de los medios de comunicación de masas, incapaces de informar con una mínima objetividad pero bien dotados para la desinformación y la intoxicación; y, sobre todo, de los Estados Unidos, potencia que, bajo el eufemismo de la negociación, ofrece colonización.
Incluso aquellos que defienden la posición de Venezuela, la han acusado de comportarse unilateralmente y de que, al abandonar la CAN, estaba abandonando a los pueblos andinos a su suerte -mejor dicho, a la que les están creando sus gobiernos-, recriminándole que no se mantenga en ella para tratar de revitalizarla.
Quienes así opinan, olvidan que la CAN murió, si alguna vez tuvo vida propia, el día en que tres de sus cinco miembros decidieron mirar al norte en lugar de a sus vecinos y que, por mucho realismo mágico que cunda en Latinoamérica, los muertos no resucitan. Ahora que no pidan la sumisión y connivencia de quien ya en su momento advirtió de que ese no sería el camino por el que Venezuela transitaría.
Pero también olvidan que, a pesar de que la majestuosidad de la soberanía nacional permite que quienes son sus usufructuarios temporales la entreguen a terceros que la utilizarán para sumir a sus pueblos en la miseria, también permite recuperarla cuando sus legítimos depositarios consideran que sus gobernantes los traicionan y venden al mejor postor a precio de saldo.
Y, así, en este tiempo feliz de rebeldía de los pueblos tan largo tiempo oprimidos, va llegando el momento de que todos asuman su responsabilidad y se reconozcan la capacidad para liberarse de quienes son sus verdaderos verdugos. Y, afortunadamente, entre ellos no se encuentra Hugo Chávez.
Alberto Montero Soler ([email protected]) es profesor de Economía Aplicada en la Universidad de Málaga