En medio de los interrogantes que puedan suscitan los recientes ajustes de la geopolítica regional, este artículo explora los distintos escenarios y las visiones que los inspiran, para develar así los alcances reales de los vientos integracionistas que soplan por estos días. El problema de fondo, señala el autor, es que no existe un único proyecto que aglutine las visiones existentes y apunte a un mismo norte.
La integración regional de América Latina puede verse de muy diversas maneras. La visión romántica invoca la historia común, las tradiciones compartidas y, sobre todo, el poderoso aglutinante del español, hablado por cerca de 400 millones de personas, lo que hace de la región el bloque más homogéneo del planeta. La visión económica que ha cimentado los procesos de integración puestos en marcha plantea que el futuro se encuentra en el fortalecimiento del comercio intra-regional y, sobre todo, en la adopción de una política comercial compartida que haga realidad el sueño continental de la circulación sin cortapisas de bienes, servicios y personas. Esta última ha cimentado los acuerdos que, desde los años de 1960, pretenden hacer este sueño realidad. El Acuerdo de Cartagena, hoy Comunidad Andina de Naciones, la antigua ALALC, el G3 y el MERCOSUR responden a esta concepción de integración. La tercera visión se acerca a lo que hoy proponen los países del Cono Sur como una integración real fundamentada en la articulación física del territorio por un poderoso entramado de vías de comunicación y de interconexión de redes fluviales, a lo cual se agrega un elemento que ha tomado fuerza en la retórica integracionista reciente como es la adopción de una política energética común entre los países de América del Sur alrededor del petróleo y el gas.
Aunque, en concepto de algunos, esta visión tiene más de quimera que de realidad alcanzable, lo cierto es que proporciona la hoja de ruta más ambiciosa y quizás la más importante desde el punto de vista de la soberanía y la seguridad territorial para la región como un todo.
El sino trágico de la integración latinoamericana es que no existe una iniciativa concreta que tome en cuenta todas estas visiones y las integre en una única propuesta. Es por ello que en esta materia, después de más de 40 años de intentos vivimos entre las de cal y las de arena. Sin duda la zozobra que en estos días se ha presentado en dos importantes escenarios de integración,la CAN y Mercosur, ambas movidas por actores protagónicos como Chávez y Morales, son claro indicio de que estamos en otra época de cal en este asunto. Hay elementos de contexto que contribuyen a agravar esta situación como que América Latina sigue siendo la región que más interrogantes plantea acerca de sus perspectivas reales de desarrollo. Un grupo de ex presidentes latinoamericanos se ha referido al proceso de globalización pasivo y desordenado a que se ha visto sometida la región desde los años de 1980, en el cual no existió un secuenciamiento claro entre las políticas para la estabilización, la transformación productiva y el desarrollo social. La preocupación por la estabilidad económica más que por los equilibrios sociales derivada del Consenso de Washington ha contribuido a dibujar el panorama de luces y sombras que constituye la América Latina de hoy en día.
La crisis de gobernabilidad que en alguno países se expresa en el declive de la agrupaciones políticas tradicionales; el surgimiento de un caudillismo de nuevo cuño de impredecibles consecuencias; la aparición de la protesta social callejera; la presencia de patologías globales como el narcotráfico, el terrorismo o el tráfico de armamento contribuyen a darle a la globalización latinoamericana el rostro que hoy presenta al mundo. El viraje hacia la izquierda que como un dominó se ha comenzado a registrar, ya no en algunos sino en un gran número de países, ha generado una atmósfera de inquietud entre algunos sectores sociales, en especial el empresariado, donde se empieza a constatar cómo algunos de los vecinos se alejan cada vez más de la égida del país del norte y buscan, en especial en lo comercial, nuevos socios entre los que serán los nuevos ejes del mundo en un futuro.
Quizás no muchos han logrado percibirlo, pero todo parece indicar que en este segundo lustro de la primera década del nuevo siglo el mundo ha comenzado a moverse impulsado por el vértigo del comercio y más concretamente por un nuevo envión de la liberalización comercial. Ello, no obstante los altibajos en los esfuerzos multilaterales. ¿Qué tanto podría Colombia sustraerse a este ímpetu mundial? No es un secreto que las potencias en general -la Unión Europea como Estados Unidos-, fatigadas por los lentos progresos de la Ronda de Doha de la OMC comenzaron, desde hace algunos años, a privilegiar los acuerdos bilaterales individuales. La preponderancia del unilateralismo que a raíz de los sucesos del 11 de septiembre ha marcado las relaciones internacionales, ha acentuado la desvalorización del escenario multilateral, más democrático y favorable a los intereses de los países pobres, por las duras imposiciones de los tratados individuales. Los expertos en comercio no se ponen de acuerdo sobre los efectos de este modelo de liberalización comercial, rechazados por las organizaciones de base de los países en desarrollo.
Aunque no cabe duda de que en la arremetida contra los bilaterales hay elementos altamente emocionales y quizás poco análisis racional, también se ha denunciado la función disociadora que desempeñan estos TLC en la conformación de un sistema mundial de comercio, edificado sobre el consenso, en escenarios donde las voces de los países pueden ser escuchadas con independencia del lugar que ocupen en el escalafón de la acumulación de riqueza. Es ya muy difundido el símil del «tazón de espagueti» con el que algunos de los reconocidos gurús del comercio asocian el ruido que introducen en los flujos comerciales los tratados bilaterales que las potencias promueven.
Sin embargo, no todas son noticias negativas. Entre los hechos novedosos -que quizás el pesimismo que acompaña las reuniones ministeriales de la ronda de Doha ha opacado- se encuentra el surgimiento de una nueva economía política fundamentada en algunos reconocimientos surgidos de la reunión ministerial de Hong Kong y que no han sido muy publicitados: la aceptación de que el libre comercio sí puede traer beneficios a los países; la evidencia de que mientras los réditos solo se obtienen en el largo plazo los costos sí se presentan de manera inmediata, asociados a aquellos sectores y grupos sociales que por efectos del re acomodamiento de la base productiva, permanecen ociosos o salen del sistema de producción. También ha comenzado a preocupar a los expertos el impacto de la liberalización en los ya deteriorados mercados laborales en los cuales el excedente de mano de obra supera con creces el monto de las inversiones. Este tránsito hacia aquella actividades donde se concentrarán los beneficios del libre comercio tiene que ser apoyado con acciones que van desde las redes de protección de corte asistencial hasta los programas de capacitación y readaptación hacia nuevas actividades. En términos sencillos, esto quiere decir, que contrario a lo que establece cierto sector de la sabiduría convencional, los países pobres podrán extraer algún tipo de ayuda directa ligada al sistema mundial de comercio si es que un una especie de Fondo Mundial de Compensación toma forma en un futuro cercano.
Si la lógica funciona en este caso es fácil prever que por fin el mundo desarrollado acepta que estos ingentes costos de los ajustes internos no podrán sufragarse con los menguados presupuestos de los países en desarrollo, muchos de los cuales aún no han culminado los ajustes del primer envión de la globalización. Tampoco parece ser claro que si se genera una nueva fuente de ayuda, esta no podrá alimentarse de la asistencia que ya reciben los países pobres. Si esta iniciativa prospera no cabe duda de que para el caso de América Latina la unión de fuerzas y el lobby en el escenario internacional será tanto más necesario cuanto más se sabe que habrá una enorme presión en la comunidad internacional para que estos recursos se dirijan con prioridad hacia las paupérrimas naciones de África y algunas del sur de Asia. No hay duda de que el forcejeo requerirá toda la potencia que solo la unión de fuerzas de los países de la región puede proporcionar. Este es un buen ingrediente para alimentar con nuevas razones la visión económica de la integración.
Es en este escenario donde se produce el cierre de negociaciones entre los países andinos y Estados Unidos y también las esperadas reacciones, no menos inquietantes por cuanto estaban previstas de países como Venezuela y Bolivia, viejos socios de Colombia en la Comunidad Andina de Naciones. Sin duda, el retiro de la CAN de Venezuela, el segundo destino del total de nuestro comercio, y nuestro principal socio en el área andina, nos afecta de manera severa. Si no conviene enemistarnos con Venezuela, tampoco es aconsejable antagonizar las relaciones con Bolivia, un país que puede jugar una función mucho más importante que la imaginada por sus voluminosas reservas, segundas en América Latina, de un recurso energético con muchas perspectivas como es el gas.
Por consiguiente, en este complicado y cambiante escenario, las consideraciones que debe hacer Colombia para dejar la altanería y evaluar el delicado entramado de las relaciones con nuestros vecinos no solo son las románticas y quizás ni siquiera las económicas de la integración. No cabe duda de que nuestro país necesita hoy más que nunca a sus vecinos de patio en una dimensión mucho mayor de la que le permite albergar la proximidad política con Estados Unidos que, entre otras cosas, es una «llavería» que puede evaporarse si tal como se pronostica se produce un relevo partidista en las próximas elecciones presidenciales de ese país. Y así si quedaríamos en la soledad absoluta.
Que Colombia necesita a sus menospreciados vecinos de territorio lo prueban los recientes acercamientos del gobierno nacional con el objeto de que Castro interceda ante Chávez para que eche atrás su decisión de darle el portazo a la Comunidad Andina de Naciones, todo esto con el abrebocas de los acercamientos con el ELN en ese país; también es una prueba de esta necesidad la insistencia ante el presidente Da Silva de Brasil para que haga otro tanto. Esto significa echar mano de la visión romántica de la hermandad latinoamericana. Nuestro comercio tiene mayores perspectivas entre los que se encuentran al lado que en las distancias remotas de América del Norte y según lo ha dicho el ministro de minas de nuestro país, tendremos petróleo sólo hasta 2012, y ya la exploración por parte de Ecopetrol se adelanta en lugares fuera de Colombia. La incertidumbre de nuestras fuentes energéticas debería hacernos mover hacia posiciones más pragmáticas en las relaciones diplomáticas con Venezuela, y Bolivia, en lugar de optar por la emotividad de ciertos círculos sociales en Colombia. Chavéz y quizás Evo no son huesos fáciles de roer pero precisamente son estos casos difíciles los que deben poner a prueba las habilidades de la diplomacia criolla.
Lo que quiere decir que no son veleidades de agoreros aguafiestas los que dicen que ante todo debe optarse por la visión realista y quizás mostrarnos menos arrogantes y desdeñosos con nuestros vecinos que tienen aquello que inevitablemente vamos a necesitar sin reemplazo para nuestro desarrollo, con TLC o sin él. Una visión más pragmática que conjugue lo romántico, con lo económico fundamentada en nuestras identificadas carencias es mejor consejero en materia de integración regional y de la diplomacia que la debe acompañar que la fogosa retórica de grupos de interés bien identificados.