Egido, José Antonio El problema nacional judío. Judaísmo versus sionismo Barcelona, 2006, Editorial El Viejo Topo. Yakov Sverdlov, cuyo nombre judío era Yankel Solomon, fue un revolucionario soviético, compañero de Lenin, miembro del Comité Central del partido bolchevique en 1917, que se convirtió en presidente del Comité Ejecutivo central de los sóviets, responsabilidad que equivalía […]
Yakov Sverdlov, cuyo nombre judío era Yankel Solomon, fue un revolucionario soviético, compañero de Lenin, miembro del Comité Central del partido bolchevique en 1917, que se convirtió en presidente del Comité Ejecutivo central de los sóviets, responsabilidad que equivalía entonces a ser primer presidente de la naciente República Soviética. Sverdlov murió, muy joven, en 1919, con apenas treinta y cuatro años, cuando todavía los ejércitos contrarrevolucionarios blancos, apoyados por más de veinte potencias capitalistas, intentaban restaurar el zarismo en Rusia, destruyendo la revolución bolchevique y, con ella, el primer Estado gobernado por los trabajadores en el mundo.
Cito a Sverdlov, contraponiéndolo a la figura del dios hebreo, Yahvé, porque el ensayo escrito por el sociólogo José Antonio Egido examina las distintas posiciones que entre los judíos (si aceptamos la tradicional definición religiosa) han aparecido a lo largo de la historia, y que, en la época contemporánea, se han decantado por una opción religiosa, rigorista, que bebe en el viejo milenarismo medieval, como el sionismo, o bien, se han inclinado por opciones laicas, progresistas y revolucionarias. El análisis de la cuestión nacional judía (o el problema nacional judío) es abordado así por Egido desde una perspectiva marxista, trazando una panorámica histórica de la evolución de las comunidades judías y su presencia en diferentes territorios del planeta. El autor lo ha hecho, además, en la convicción de que la historia de los judíos es, también, expresión de la lucha de clases.
Desde esa perpectiva, el viejo antisemitismo europeo ha sido un instrumento de la burguesía dominante, cuya concreción entre los judíos ha tenido a veces reveladoras consecuencias. Egido documenta los orígenes del antisemitismo, con especial atención a la persecución de los judíos en España, y en la Europa oriental, así como la utilización del antisemitismo por las burguesías dominantes y, en la época contemporánea, por las organizaciones fascistas, para combatir a los movimientos revolucionarios y progresistas tanto judíos como de otras filiaciones. En ese sentido, no es casual que el conservadurismo tradicional y el liberalismo más reaccionario hablen con frecuencia del «comunismo judío», vinculando la ideología de Marx y Lenin con la identidad religiosa judía. El mismo Hitler hablaba del judeocomunismo.
Al mismo tiempo, Egido recoge la emergencia en Europa de un movimiento nacionalista judío a finales del siglo XIX, que formó lo que conocemos como sionismo, intentando metabolizar la segregación sufrida por los judíos dándole una dimensión milenarista y religiosa que, si bien insistía en la retórica del «Hogar Nacional Judío» prometido por la diplomacia británica, y en la colonización y «recuperación» de la «tierra de Israel», no dejaría por ello, en ocasiones, de colaborar con el antisemitismo alemán que el nazismo lleva a su más delirante expresión. Egido recuerda, por ejemplo, cómo algunos sectores del movimiento sionista colaboraron con los nazis durante la Segunda Guerra Mundial: baste citar, como hace el autor, la actuación de los húngaros Rudolf Kastzner y Joel Brand, que suscribieron un pacto secreto con Adolf Eichmann para salvar a 1.604 relevantes judíos y sionistas, mientras aceptaban la deportación a los campos de exterminio nazis de casi medio millón de judíos húngaros. O citar el papel de Rumkowski, el presidente del consejo judío de Łodz, personaje cuya actuación fue examinada por Primo Levi, sobreviviente él mismo del campo de exterminio de Auschwitz.
Es sabido que, junto a ello, la obsesión anticomunista y antijudía del régimen nazi, encuentra apoyo inmediato entre los fascistas y nacionalistas de los países ocupados por Hitler, y el libro muestra algunas de sus actuaciones más repugnantes en Estonia, Letonia, Lituania y Ucrania, donde los movimientos nacionalistas locales colaboran y aclaman a los nazis, mientras participan en la persecución de judíos y comunistas soviéticos. Lo mismo ocurre en los países aliados entonces de Alemania, como Rumania, Hungría o Bulgaria, por no hablar de la actuación de los fascistas croatas o de los colaboracionistas franceses. Como contrapunto a la barbarie nazi, el Estado soviético dedica sus esfuerzos, ya desde los primeros años revolucionarios, a combatir el antisemitismo y a asegurar la vida de las comunidades judías, y -como recuerda Egido, que cita a Arno Mayer para documentar esos datos- durante la Segunda Guerra Mundial, el Ejército Rojo consigue salvar a millones de judíos de una muerte segura a manos de los nazis. Medio siglo después del final de la guerra, el antisemitismo resurge con fuerza tras la desaparición de la Unión Soviética y del campo socialista europeo: de hecho, la existencia de los países socialistas era un valladar contra esas doctrinas racistas que durante tanto tiempo ensangrentaron Europa.
En su libro, José Antonio Egido examina también la dominación de la burguesía judía en el Israel sionista de nuestros días, al tiempo que recuerda la complicidad de algunos judíos en la persecución de posiciones revolucionarias en el mundo. El juez judío Irving Kaufman (que sentenció a muerte a los esposos Rosenberg, que fueron ejecutados en la silla eléctrica en los Estados Unidos del mccarthysmo y la histeria anticomunista), es uno de los más desgraciados ejemplos. Egido, que no olvida recordar que el proyecto sionista es rechazado en nuetros días por muchos judíos, resalta también la verdadera cara del sionismo: un movimiento nacionalista conservador y reaccionario cuya creación moderna, el Estado de Israel, está cimentada sobre una ideología racista, que manipula para sus objetivos la sanguinaria persecución nazi padecida por los judíos europeos.
El libro termina con un recorrido por el judaísmo revolucionario y progresista, donde Egido destaca la excepcional aportación de los judíos a los partidos comunistas que gobernaron la Europa socialista y la URSS, su esfuerzo por acabar con las manifestaciones sociales antisemitas, así como su generosa participación en las Brigadas Internacionales que combatieron en la guerra civil española por la causa de la libertad y el socialismo, al igual que militaron en la resistencia de los partisanos, en Francia o Italia, en Yugoslavia o en Grecia, contra el ejército alemán, por no hablar de su implicación en muchos movimientos revolucionarias a lo largo de la última centuria. Un útil glosario final de organizaciones judías, de autores y de relevantes revolucionarios, amén de una lista de algunos criminales nazis que pudieron escapar de la justicia tras la guerra, cierra un libro donde vemos cómo la vieja memoria religiosa de Yahvé, el dios ceñudo y sanguinario del sionismo, se enfrenta a lo largo del siglo XX, y en nuestros días, con las aspiraciones revolucionarias judías por un mundo nuevo, por el socialismo, que en esta nota he querido simbolizar con la figura del Sverdlov bolchevique.