El libro titubeaba, en medio de otros, dentro de una caja que no iba a sobrevivir a aquella mudanza. Lo rescataron del abismo, convertido en anécdota, dentro de una de las gavetas de esta mesa. Pero no se quedó así, desde hace un tiempo es impulso y también impresión. Los de un relato, que se […]
El libro titubeaba, en medio de otros, dentro de una caja que no iba a sobrevivir a aquella mudanza. Lo rescataron del abismo, convertido en anécdota, dentro de una de las gavetas de esta mesa. Pero no se quedó así, desde hace un tiempo es impulso y también impresión. Los de un relato, que se condensa en sus nombres propios.
Gusta Fucikova actuó por instinto y lo hizo rápido y con audacia. Es el primero de los nombres propios. En mayo de 1945, tras ser liberada del campo de concentración alemán de Ravensbrük, volvió a Polonia, primero que nada, para buscarlo. Habían compartido vida y cárcel y sabía a dónde dirigir sus pasos. Los muros de Pankrác seguían nítidos en la retina.
Allí supo que otras luchas tampoco eran siempre abiertas, que en otros frentes había quien se cruzaba de brazos si no le tocaba ser vanguardia y quien decidía combatir, aunque fuera bajo tierra. Kolinsky era uno de éstos.
Algunos de los papeles que escondió hablaban de las cintas rojas de la bicicleta de Jaroslav Hora, que rodaba por las manifestaciones del Primero de Mayo y que tropezó con la guerra, con la crisis y con el paro antes de que tuviera que enrollarlas para sobrevivir. Hora es la huella pisada, la guía del camino recorrido por su padre, un hombre que o se dejaba aplastar o levantaba la cabeza. Y «(…) escogió el segundo camino. Se hizo comunista».
Trabajaba junto al preso Skorepa, que conocía todos los pasillos y sabía dónde unos ojos viejos podían aliviar la desesperación muda y sin cabeza, que acosa y destruye. Conocía a los presos y al enemigo, «(…) los conocía a todos. Podía pintar perfectamente bien a cada uno por separado (…)».
Pero, «ante todo conoce su deber. Es un comunista que sabe que no existe ningún sitio donde pueda dejar de serlo, donde pueda cruzarse de brazos y abandonarse a la inactividad (…). Lo sabe, lo conoce. Es un combatiente (…)»
A estas alturas, le quedaba poco tiempo. Se palpa la angustia por nombrar, aunque sólo sea eso. «Por lo menos daré algunos nombres, algunos ejemplos que no se deben olvidar (…) El dr. Milos Neved, Arnost Lorenz, Vasek, Anka Vikova, Springer , el joven y afectuoso Bílek. Sólo ejemplos, sólo ejemplos. Figuras mayores o menores. Pero siempre figuras. Nunca figurillas».
Dos años atrás habían empezado el duro golpe al Partido Comunista, «(…) habrá habido provocación, pero también mucha imprudencia. (…) Los nuevos camaradas llegaban totalmente dispuestos a impedir la desintegración o la pasividad de la organización. Sólo el Comité Central no pudo ser reconstruido y la falta de orientación en el trabajo representaba un gran peligro: el peligro de que, en el momento más importante (…), no tuviéramos una línea de conducta común».
Todo estaba claro para su responsable, «(…) había preparado el material necesario para editar Rudé Právo (Derecho Rojo), a fin de que el Partido (Comunista) no careciera de su órgano central».
Las cosas no fueron bien. «Lo sabíamos: caer en manos de la Gestapo quiere decir el fin Y aquí hemos hecho lo que hemos hecho de acuerdo con esa convicción».
Sólo hay tres frases finales, o cinco, según se mire:
(…) En la vida no hay espectadores.
El telón se levanta.
(…) ¡Estad alerta!
En la cuarta aparece: Julius Fucik. Los nazis lo asesinaron en septiembre de 1943. Fue militante y miembro del Comité Central del Partido Comunista checo, redactor de los periódicos Rúde Právo y Tvorba, «(…) un periodista agitprop» (2).
Después una fecha 9-VI-1943. No hay más.
El suyo es el último de los nombres propios del libro que sí sobrevivió a aquella mudanza.
Notas.
(1) Fucik, Julius. Reportaje al pie de la horca. Ed Akal bolsillo. Madrid, 1985.
(2) Agitación y propaganda.
A los compañeros y compañeras «del local». Por el nuevo año.