Imaginemos un albañil en un barrio marginal en una ciudad de Venezuela, en el año 1998. Su vida estaría condicionada por un poder político lejano, por un sistema económico hostil y por los malandros del barrio. Si trabajaría o no, lo sabría día a día. En la madrugada esperaría debajo de un puente en una […]
Imaginemos un albañil en un barrio marginal en una ciudad de Venezuela, en el año 1998. Su vida estaría condicionada por un poder político lejano, por un sistema económico hostil y por los malandros del barrio. Si trabajaría o no, lo sabría día a día. En la madrugada esperaría debajo de un puente en una autopista. Si tenía suerte, alguien pasaría reclutando obreros para construir una quinta o un edificio. Si tenía suerte. De noche, la televisión le machacaría su condición: no tienes carro, no tienes apartamento, tu mujer no parece una miss, no tomas whisky del bueno, tienes cara de indio, tienes pelo malo, tus manos están llenas de callos, tus hijos no estudian en la UCV, ni en la USB, ni en la ULA. Nuestro albañil no sería nada. Excepto cuando pegaba cerámicas en los pisos de un edificio. Derechitas y a nivel, porque ese sería su placer y su orgullo.
El grado de satisfacción personal depende de sentir a) que se tiene control sobre las condiciones de la propia vida, b) que se pertenece a algo mucho más grande que uno y c) que lo que se hace, se hace bien. El que un hombre o mujer pueda satisfacer estas condiciones es determinado en cierto grado por sus características personales y por sus decisiones de vida. Pero también es determinado por las condiciones sociales en las que le toque vivir. Nuestra satisfacción depende de lo que podamos hacer en nuestra esfera personal. Y de nuestra capacidad de cambiar las condiciones sociales en las que vivimos. En la Venezuela de 1998 la mayoría no estaba en capacidad de influir sobre su entorno social. Vivíamos en un país en el que las clases dirigentes vendían baratos nuestros recursos, nuestros esfuerzos y nuestra dignidad colectiva. Pocos podían refugiarse en la realización del trabajo creativo.
Cuando en 1998 el pueblo le confía la reponsabilidad de mando al Presidente Chávez, lo hace porque recupera así su lugar en la historia. Porque aunque sus condiciones materiales varían poco, un cambio radical de discurso le hace sentirse parte de un gran colectivo. Por intermedio de Chávez le habla al mundo y exige lo que es suyo. Interpreta el mando de Chávez como su mando. Empieza a sentir control sobre su entorno social.
En elección tras elección la mayoría ha ratificado la responsabilidad de mando del presidente. ¿Pero que podemos decir de la clase política que lo acompaña? ¿Se deriva también su legitimidad del mandato popular, del liderazgo propio? No, su legitimidad deriva de la del presidente. Esto contradice el discurso de democracia radical que forma parte del sustrato ideológico del proceso. ¿Por qué, hasta ahora, lo hemos aceptado? Por prudencia, porque pensamos que la vulnerabilidad del proceso así lo ha hecho necesario. Pero esta inconsistencia es peligrosa porque socava nuestra credibilidad. Urge resolverla.
En este contexto el CNE ha admitido solicitudes de referendos revocatorios a 4 gobernadores, 20 alcaldes y 4 diputados de un Consejo Legislativo. De un total de 144 solicitudes, un modesto 19.5% fueron admitidas. Voceros de la oposición han declarado que «(se quiere) usar este mecanismo como arma política para derrotar a la disidencia (interna).» Preferimos interpretar estas solicitudes de otra manera. Las comunidades han demostrado que están preparadas para asumir el control de las condiciones sociales que son escenario de sus vidas. Quienes sean sujetos de revocatorio serán evaluados por sus electores. Esto representa un primer paso, pequeño, en el camino hacia la consolidación del poder popular. Quienes sean ratificados gozarán de ahora en adelante de una legitimidad robusta. Y si alguien resulta despojado de su mandato, que así sea. Nadie puede estar por encima de la voluntad popular.