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El reto del socialismo en el siglo XXI

Algunas primeras lecciones desde Venezuela

Fuentes: Rebelión

Traducción del inglés de Carles Mercadal


En el seno de la revolución bolivariana de Venezuela se percibe una tensión. Ha estado ahí durante varios años, pero no ha pasado a un primer plano hasta hace algunos meses, después de que Hugo Chávez fuera reelegido presidente en diciembre de 2006, de que anunciara los «cinco motores» para impulsar la transición del país hacia el «socialismo del siglo xxi» y de su llamamiento a la creación de un nuevo partido socialista unificado que organice dicha transformación. Se trata de una tensión entre los logros antineoliberales y antiimperialistas de la revolución (que son innegables) y su promesa de socialismo (que sigue siendo eso, tan solo una promesa).

Por supuesto, fue la profundidad de las reformas estructurales de Venezuela (su desvinculación, a menudo estridente pero real, de las prioridades económicas de mercado impuestas por Washington) lo que situó en primera instancia al proceso como un referente para el movimiento mundial por la justicia y para la izquierda internacional. Fue esta sólida postura antineoliberal lo que le granjeó a Hugo Chávez una calurosa bienvenida en el Foro Social Mundial de Porto Alegre celebrado en enero de 2005, antes incluso de que el líder venezolano hubiera demostrado compromiso alguno con el ideal socialista.

El impacto que tuvo eso trascendió las fronteras de América Latina y de los tradicionales círculos de solidaridad de Europa y Norteamérica. Un par de ejemplos son ilustrativos de ello: el primero lo encontramos en Indonesia, donde el nuevo partido de izquierda PAPERNAS cita habitualmente el ejemplo de Venezuela para explicar y justificar su plataforma para recuperar la soberanía nacional sobre los recursos naturales y el desarrollo económico del país; y el segundo proviene de El Cairo, en cuyo bazar es tradición dar el nombre de figuras públicas a los dátiles expuestos a la venta, una medida indicativa de la calidad de los diferentes lotes de estos frutos secos. A raíz de la guerra del Líbano del año pasado, no sorprende que las variedades de peor calidad, las más amargas, fueran bautizadas «Bush», «Blair» y «Olmert», ni tampoco que los mejores dátiles, los más dulces, recibieran el nombre de «Nasrallah», en honor al líder de Hezbollah. Pero entre el grupo de las variedades más sabrosas, situada un poco más abajo, había una llamada «Chávez». No es preciso decir que el dirigente venezolano había retirado de Israel a su embajador en protesta por la agresión.

Estos dos ejemplos no hacen más que confirmar el extraordinario eco que la firme oposición de Venezuela al imperio ha tenido entre decenas de millones de esas personas a las que Fanon llamó en una ocasión «los condenados de la Tierra» (un eco que empezó a dejarse sentir tras la derrota del golpe contra Chávez de abril de 2002 y la puesta en marcha de las «Misiones» sanitarias y de alfabetización a partir de 2003, que son algo sin precedentes en las dos últimas décadas).

No obstante, más recientemente han ocurrido otras cosas que han hecho que el proceso venezolano tenga un impacto mayor, más profundo aún. Todo empezó con la invitación de Chávez, en 2005, a iniciar una discusión sobre «el socialismo del siglo xxi«, un debate que hoy día prosigue con mayor intensidad si cabe después de que, en diciembre de 2006, el líder venezolano manifestara que este es ahora mismo el principal reto de Venezuela de cara al futuro. Por supuesto, se trata de un factor de importancia crítica para la lucha dentro del país, pero también posee una gran trascendencia desde el punto de vista internacional.

 En primer lugar, para aquellos de nosotros que en nuestros países hemos sido testigos de cómo la palabra «socialismo» desaparecía del vocabulario político de la mayor parte de la gente en los últimos 17 años o más, ha supuesto de repente la posibilidad de poder hablar de socialismo sin que parezca que acabamos de aterrizar procedentes de otra galaxia. Es más: Venezuela es el primer laboratorio con el que contamos (al menos desde la Nicaragua de los años ochenta) para comprobar qué aspecto puede tener exactamente la democracia socialista en el siglo xxi y de qué estrategias disponemos para alcanzarla. En los últimos años, algunas de estas cuestiones estratégicas han vuelto a aparecer en el plano teórico. Por ejemplo, en las páginas de Critique Communiste, de la LCR francesa, se ha producido un debate importante en el que han participado, entre otros, Daniel Bensaïd, Antoine Artous y Alex Callinicos. Estas son algunas de las preguntas clave que se plantearon: en las circunstancias actuales, una revolución socialista y la construcción de un nuevo tipo de Estado, ¿presuponen de antemano un momento crucial, explosivo, en el que el viejo aparato del Estado de desmorone, alguna especie de «toma del palacio de Invierno», que se produzca una huelga general insurreccional o, tal vez, una larga lucha popular de carácter militar? O ¿es posible concebir el surgimiento de nuevas estructuras estatales que defiendan un nuevo conjunto de intereses de clase y que existan junto al viejo Estado ¾o incluso dentro de él¾, que defiende los antiguos intereses de clase?

Esta es probablemente la cuestión más decisiva a la que se enfrenta el movimiento bolivariano de Venezuela. Y es que, a riesgo de simplificar demasiado las cosas, el proceso político desencadenado en Venezuela puede ser descrito como una revolución nacionalista, antineoliberal y antiimperialista dentro de la cual hay una revolución socialista pugnando por salir; y, paradójicamente, la personalidad de Chávez encarna ambos aspectos. La revolución socialista está luchando por manifestarse porque dicho proceso dio comienzo en primera instancia a partir de una victoria electoral convencional (es decir, burguesa-representativa) en 1998, con el respaldo de una alianza marcadamente interclasista que, al menos hasta el fracasado golpe de abril de 2002, poco hizo por traspasar los límites de ese marco institucional. Cierto es que la nueva Constitución bolivariana de 1999 modificó esas instituciones y planteó muchas cuestiones radicales sobre la participación popular y la centralidad de las necesidades humanas y del potencial humano, pero no supuso un desafío a las premisas básicas (ni a las de la democracia delegada, representativa, ni a las relaciones de propiedad privadas).[1] Además, hasta cierto punto fortaleció la alianza de clase que la había apoyado.

Desde el levantamiento contra el golpe de 2002, y en especial desde la lucha para hacer frente al cierre patronal a finales de ese año, las movilizaciones populares, las Misiones, los comités urbanos, algunas experiencias esporádicas o parciales de control obrero, algunas de las cooperativas urbanas y rurales y, más recientemente, los nuevos Consejos Comunales, han empezado a actuar fuera del antiguo marco institucional e incluso a «desafiarlo». Pero las instancias de poder centrales de Venezuela (incluida la Presidencia misma) siguen aún ubicadas en la esfera institucional, incluso «atrapadas» dentro de las viejas estructuras administrativas. El problema del movimiento bolivariano (y quizá de la mayoría de los ensayos revolucionarios concebibles en el mundo de hoy día) es cómo eludir el aparato existente cuando has llegado al poder a través de él (por ejemplo, tras ser elegido en unas elecciones). En el caso de Venezuela, este problema está interconectado con otros: ¿cómo puede el movimiento desarrollar un liderazgo auténticamente colectivo y liberarse del dominio omnímodo ejercido por un caudillo revolucionario, por honesto y capaz que sea, como el propio Chávez parece reconocer que sería lo mejor?

Dos de los acontecimientos más recientes ocurridos en Venezuela, además de otro un poco anterior, parecen señalar hacia una posible solución. El último de ellos es la experiencia de cogestión, con control por parte de los obreros, desarrollada en algunos centros de trabajo desde principios de 2005, sobre todo en la fábrica de aluminio ALCASA de Ciudad Guayana. Este experimento sigue siendo muy limitado en su alcance e irregular en cuanto a su aplicación, y hay algunos indicios preocupantes de que ya no cuenta con el favor de los dirigentes centrales. Como mínimo, Chávez apenas lo mencionó en sus discursos programáticos de diciembre y enero, en los que apuntó las prioridades de la nueva etapa de la revolución. Aun así, sigue siendo el ejemplo más ambicioso e inspirador hasta el momento de una alternativa radical al viejo sistema. Los dos acontecimientos más recientes son el llamamiento a un nuevo Partido Socialista Unificado, descrito como «el partido más democrático que Venezuela haya visto jamás», y el «estallido revolucionario del poder comunal», que Chávez identificó como el quinto y más importante motor de la transición de Venezuela hacia el socialismo del siglo xxi.

Estos tres acontecimientos parecen corroborar una vieja verdad: que la solución solo puede residir en la democracia (la extensión radical de la democracia a todas y cada una de las esferas sociales), porque eso, a fin de cuentas, es lo que el socialismo es. De hecho, la «propiedad colectiva» de los medios de producción no tiene ningún sentido a menos que comporte la extensión del control democrático, colectivo, de la economía.

Así describió el presidente Chávez el reto del poder comunal el 8 de enero, en la ceremonia de juramento de su nuevo gobierno: «Este año, con los Consejos Comunales, debemos ir más allá de lo local. Necesitamos empezar a crear, por ley en primer lugar, una suerte de confederación regional, local y nacional de Consejos Comunales. Debemos tender a la creación de un Estado comunal. Y al viejo Estado burgués, que está aún ahí, todavía vivo y coleando, debemos empezar a desmantelarlo pedazo a pedazo, mientras construimos el Estado comunal, el Estado socialista, el Estado bolivariano, un Estado capaz de llevar a cabo una revolución. Casi todos los estados han nacido para impedir las revoluciones, así que tenemos una gran tarea por delante: convertir un Estado contrarrevolucionario en uno revolucionario».

Se trata sin duda de un planteamiento de gran alcance. El revolucionario venezolano y antiguo ministro Roland Denis ¾a menudo crítico con Chávez desde la izquierda¾ está seguramente en lo cierto cuando dice que los Consejos Comunales (destinados a reunir a 200-400 familias para que discutan y decidan sobre los gastos locales y los planes de desarrollo) ofrecen una oportunidad histórica para abolir el Estado burgués. En teoría, existen ya 18.000 de esos consejos y se podría alcanzar la cifra de 30.000. En la práctica, sin embargo, muchos de ellos tienen aún que organizarse y ponerse a trabajar.

Con todo, hay dos problemas relacionados entre sí en cuanto a los Consejos Comunales tal y como están concebidos en la actualidad. Uno es que no son enteramente autónomos. Fueron creados y son regulados por ley, una ley redactada y aprobada por el «viejo Estado», aun cuando fuera un Estado habitado por chavistas. Se trata de algo sustancialmente diferente del Presupuesto Participativo de Porto Alegre y de algunas de sus otras manifestaciones más radicales en otras zonas de Brasil, que han inspirado en buena medida la iniciativa venezolana. Allí el Presupuesto Participativo fue una creación «informal», fruto de una convergencia de los movimientos sociales de las barriadas pobres con el partido (el Partido de los Trabajadores, PT) que controlaba el gobierno local, aprovechándose de un resquicio legal en la Constitución brasileña aprobada después de la dictadura. Uno de sus principios rectores fundamentales fue que debía ser autónomo y autorregularse; nunca hubo una legislación que regulara el Presupuesto, sino que estableció sus propias normas y podía modificarlas cuando quisiera, y ni los representantes del gobierno local ni los del partido podían entrometerse directamente en el asunto.

En segundo lugar, y de nuevo a diferencia del Presupuesto Participativo de Porto Alegre, los Consejos Comunales no tienen capacidad de decisión soberana sobre el 100% de los presupuestos locales (otro de los principios cardinales de la experiencia de Porto Alegre, aunque al final fuera puesto en práctica solo parcialmente). De hecho, el dinero que los Consejos Comunales de Venezuela discuten y gastan llega en forma de sumas globales asignadas por la Comisión Presidencial para el Poder Comunal (un total aproximado de 1.600 millones de dólares el año pasado y alrededor del doble este año). Los Consejos no controlan los presupuestos públicos, y no está claro todavía qué relación mantendrán con las fuentes de financiación y con las estructuras administrativas, actualmente bajo el poder de los alcaldes, los gobernadores y las asambleas locales electas (es decir, si empezarán a absorberlas y sustituirlas o, simplemente, coexistirán con ellas).

Estos dos problemas son en parte el resultado de otro. A pesar del estallido de todo tipo de movilizaciones locales en los últimos años, Venezuela no cuenta con una tradición de movimientos sociales fuertemente organizados ni con un partido revolucionario de masas ¾o al menos de lucha de clases¾ que puedan organizar este tipo de iniciativas. Hasta cierto punto, el «fenómeno Chávez» actúa de reemplazo.

Es por eso que el llamamiento a crear un nuevo Partido Socialista Unificado (PSUV) es un paso adelante potencialmente importante. Puede que sea la mejor manera de superar la dependencia respecto de un líder central, pero solo a condición de que sea un partido realmente abierto y democrático, no un instrumento monolítico para comunicar decisiones que ya estén tomadas. Se trata de un reto mayúsculo para los diferentes partidos y corrientes pequeños de Venezuela que se declaran ya marxistas o socialistas. La más importante de estas formaciones políticas con una tradición explícitamente marxista y revolucionaria (el PRS, el Partido Revolución y Socialismo, que incluye a los dirigentes centrales de la actualmente dividida federación de sindicatos UNT) ha sufrido una fractura interna a raíz de esta cuestión, pues algunos de sus dirigentes más conocidos han optado por adherirse al proyecto del PSUV, mientras que otros han decidido permanecer al margen. En mi opinión, los del primer grupo están en lo cierto al afirmar que esta oportunidad no debe dejarse escapar, y que es precisamente porque existe un peligro muy real de que los viejos elementos burocráticos secuestren el proyecto que los revolucionarios deben luchar por garantizar que el PSUV sea plenamente democrático y no incluya en su seno a representantes de la clase capitalista venezolana o de la nueva burocracia que ha estado socavando desde dentro a la revolución bolivariana. Se trata de un combate muy similar al librado en los años ochenta por los camaradas de la sección brasileña de la IV Internacional para conseguir que el nuevo PT fuera un «partido de trabajadores sin jefes» y tuviera el máximo grado de democracia interna, con plenos derechos para las tendencias, una representación proporcional de las minorías en los órganos de dirección, una cuota femenina del 30%, etc., una lucha que tuvo mucho éxito y desempeñó un papel clave en que el PT se convirtiera en un importante referente para la izquierda internacional durante más de una década.

 

Para concluir, parece que el proceso revolucionario de Venezuela se enfrenta a tres retos inmediatos y a medio plazo:

1)      ¿Puede el nuevo partido convertirse en una fuerza política realmente revolucionaria y de masas; es decir, puede proporcionar un espacio plenamente pluralista y democrático para organizar y coordinar la actividad de todos los sectores y corrientes de la clase trabajadora venezolana (en el sentido más amplio) y de otros sectores sociales oprimidos?

2)      ¿Pueden las experiencias ejemplares de cogestión obrera y control obrero, iniciadas en ALCASA y en otros lugares, ser extendidas a parcelas mucho más amplias de los sectores público y privado? Y ¿pueden estas experiencias empezar a vincularse con e involucrarse en los Consejos Comunales y otras formas de poder popular territorial en el ejercicio del control democrático sobre los centros de trabajo y el conjunto de la economía?

3)      ¿Pueden los nuevos Consejos Comunales convertirse en auténticos centros de poder popular y asumir una capacidad de decisión soberana sobre todos los aspectos de los presupuestos locales y regionales y de los planes de desarrollo? Y ¿pueden estos organismos vincularse entre sí a escala nacional a fin de construir un nuevo tipo de Estado que defienda los intereses populares?

 

En otras palabras, los retos más inmediatos tienen que ver con la democracia. Apuntan hacia la extensión radical de la democracia participativa más allá de la esfera política formal, hacia todos los rincones del edificio social. Y esto, por supuesto, es lo que el socialismo ¾antes, durante y después del siglo xxi¾ estaba destinado a ser: una profundización sin precedentes de los derechos democráticos. Vista desde esta perspectiva, la cuestión de las nacionalizaciones y las expropiaciones de capital privado se convierte en una consecuencia natural antes que en una condición sine qua non, ya que, tan pronto como el capital deja de estar controlado por los capitalistas y es sometido a las decisiones democráticas de la fuerza de trabajo y de la comunidad, tanto a escala local como nacional, deja de funcionar como capital privado y empieza a regirse por una lógica muy diferente: la de las necesidades y el potencial de los seres humanos y, tan apremiante ahora como estas, la de la supervivencia medioambiental. El trayecto entre esos dos puntos es también uno de los aspectos que la teoría de la revolución permanente se propuso analizar, hace ahora un centenar de años.



[1] El excelente análisis de Michael A. Lebowitz sobre la revolución bolivariana en el último capítulo de su obra Build It Now: Socialism for the 21st Century, identifica este imperativo humanista de la Constitución del año 2000 y lo señala, acertadamente, como el punto de partida de un proyecto socialista creíble. Sin embargo, en mi opinión, exagera un tanto los aspectos positivos de la Constitución y hace caso omiso de sus limitaciones y de sus aspectos limitadores.