«En un mundo crecientemente globalizado, entidades como las Naciones Unidas, la Organización Mundial de Comercio, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial se han convertido en el gobierno global», dijo el ministro malasio de Relaciones Exteriores, Seri Syed Hamid Albar, al abrir en Kuala Lumpur una mesa redonda de gobiernos y ONGs sobre «gobernanza […]
«En un mundo crecientemente globalizado, entidades como las Naciones Unidas, la Organización Mundial de Comercio, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial se han convertido en el gobierno global», dijo el ministro malasio de Relaciones Exteriores, Seri Syed Hamid Albar, al abrir en Kuala Lumpur una mesa redonda de gobiernos y ONGs sobre «gobernanza global» convocada por el llamado proceso de Helsinki. «Las decisiones (de estas instituciones) afectan nuestras vidas», dijo el ministro, «y pueden forjar o quebrar nuestra nación».
El proceso de Helsinki es una iniciativa de los gobiernos de Finlandia, uno de los países más ricos del mundo, y de Tanzania, uno de los más pobres, unidos ambos por una consistente tradición democrática y la voluntad de generar un diálogo entre el Norte y el Sur que ponga énfasis en las soluciones posibles más que en las divergencias y acusaciones mutuas. Gobernanza es una palabra muy castiza que se aplica a la manera de gobernar y es mejor traducción del concepto inglés de governance que la manida «gobernabilidad», término mejor aplicado a las condiciones políticas que hacen posible un gobierno y no tanto a las maneras de ejercerlo.
El Banco Mundial introdujo en los últimos años la noción de gobernanza y preconizó la necesidad de que los países cuenten con instituciones sólidas, democráticas y transparentes como condición para su desarrollo. Pero cuando las instituciones internacionales, al decir del ministro anfitrión, «tienen poder suficiente como para dictar términos y condiciones a los gobiernos soberanos y los dejan con cada vez menos espacio de maniobra en la formulación de sus políticas nacionales» es lógico que éstos dirijan la mirada a la gobernanza de quienes detentan tanto poder. Más aun cuando la reunión se produjo a pocos días de la renuncia a la presidencia del Banco Mundial de Paul Wolfowitz, paladín de la lucha contra la corrupción que terminó envuelto en un escándalo de nepotismo.
Uno tras otro, panelistas y comentaristas terminaron refiriéndose directa o inderectamente a los déficits de gobernanza del propio Banco Mundial, que van mucho más allá de la personalidad polémica de quien lo preside. Para empezar está el «derecho» de Estados Unidos -que tiene dieciséis por ciento de los votos en la institución- a designar su presidente, según un viejo «pacto de caballeros» establecido con Europa en 1944, que otorga a los europeos similar derecho a designar la jefatura del Fondo Monetario Internacional. Un derecho al que la Casa Blanca no va a renunciar, según anunció el lunes Tony Fratto, vocero del presidente Bush, quien reafirmó que será estadounidense el próximo presidente del Banco Mundial, cortando de raíz los rumores de que el primer ministro británico saliente Tony Blair podría ser la figura adecuada para sacar a la institución de su crisis.
Además, como toda resolución importante del Banco Mundial requiere ochenta y cinco por ciento de los votos, Estados Unidos tiene poder de veto. Y también lo tiene potencialmente Europa, con treinta por ciento de los votos… pero divididos entre varios directores que pocas veces se ponen de acuerdo. Los países pobres están en minoría en la institución que tanto poder tiene sobre sus gobiernos. Varios países son representados por un mismo director ejecutivo y éstos no sólo no tienen obligación de responder a los parlamentos de los países que representan sino que además sesionan en secreto, sin actas ni registro de cómo votaron, y sus generosos sueldos son pagados por el Banco.
Sin embargo, el funcionamiento del Banco Mundial, su sede lujosa, los salarios astronómicos de varios miles de funcionarios -uno de los argumentos de la defensa de Wolfowitz fue que el salario que aprobara para su novia, superior al de Condoleeza Rice, no era para nada «fuera de lo usual en la institución»-, todo eso es pagado por los contribuyentes de los países pobres. En efecto, en contra de lo que la opinión pública cree, el Banco Mundial vive de los intereses que cobra por prestar dinero que a su vez pide prestado en el mercado, y no de aportes de los países que tienen la mayoría de los votos.
Yilmaz Akyüz, ex director de la División sobre Globalización y Estrategias de Desarrollo de la UNCTAD, explicó cómo en los últimos diez años, beneficiados por bonanza en los precios de los productos primarios y por la abundancia de dinero en los mercados privados, así como por el deseo de escapar de sus condicionalidades, los países en desarrollo han ido dejando de recurrir al Banco Mundial por nuevos préstamos.
Aun incluyendo en las cuentas unos 5.000 millones de dólares anuales de donaciones que desembolsa a través de la Agencia Internacional de Fomento, es más lo que los países pobres pagan al Banco por el servicio de deudas anteriores que lo que reciben de éste.
Así, la institución no sólo se encuentra en contradicción entre lo que predica y lo que ella misma hace, sino que también está en crisis por falta de clientes. La solución propuesta: que el Banco Mundial verdaderamente sea un banco de fomento, prestando a largo plazo y bajo interés a los programas de desarrollo determinados por los países y pasando el brazo filantrópico de la Agencia Internacional de Fomento a la órbita de las Naciones Unidas. Que el Fondo Monetario Internacional realmente sea un fondo de último recurso para solucionar crisis coyunturales, y no una herramienta de supervisión de las políticas macroeconómicas de sus miembros más débiles -ya que nunca tuvo capacidad de, por ejemplo, evitar el déficit crónico de la balanza fiscal y comercial de Estados Unidos- y que la Organización Mundial de Comercio se dedique a regular el comercio y no a temas fuera de su competencia, como la imposición de normas de propiedad intelectual o la apertura forzada de las compras estatales de sus miembros a las empresas transnacionales.
Se hace necesaria una vuelta a los principios que llevaron en 1944 a la fundación de estas instituciones en la Conferencia de Bretton Woods. Y la oportunidad está a la vuelta de la esquina, cuando los presidentes del mundo se reúnan en Doha, Qatar, en la segunda mitad de 2008, convocados por las Naciones Unidas a discutir las finanzas para el desarrollo.
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Uno menos y van…
Para la prensa de Estados Unidos, que rara vez reporta temas del Banco Mundial, la renuncia de Paul Wolfowitz fue vista sobre todo como el alejamiento del poder de otra figura clave del entorno «neoconservador» del presidente George W. Bush. El primer neocon que tuvo que irse fue Donald Rumsfeld, secretario de Defensa, forzado a renunciar después de la victoria de los demócratas en las elecciones legislativas de noviembre pasado, en las que la guerra de Irak, liderada por Rumsfeld y concebida por Wolfowitz, le costó a los republicanos la pérdida de su mayoría en ambas cámaras del Congreso.
Poco después debió irse John Bolton, el polémico embajador de Estados Unidos ante las Naciones Unidas, al haberse cumplido el plazo máximo de un año en el que podía mantenerse en el cargo sin venia parlamentaria. Tan antipático resultó ser Bolton que, al decir de un diplomático asiático, «sus intervenciones me ponían de mal humor, incluso cuando me apoyaba».
El embajador Randall Tobias, subdirector de la Agencia para el Desarrollo Internacional, renunció al descubrirse su condición de cliente de una agencia de «acompañantes», en flagrante contradicción con la política pro abstinencia y antiprostitución que promovía. Y el próximo en la lista es el Fiscal General, Alberto Gonzales, acusado de destituir por venganzas políticas a nueve fiscales demócratas y que podría ser objeto de un voto de «no confianza» en los próximos días en el Congreso.
La incipiente campaña pro impeachment (juicio político) del presidente Bush todavía no cobra vuelo político, pero ya son muchos los automóviles que circulan en Washington con la frase «Cuando Clinton mintió no murió nadie» pegada en el parachoques.
Roberto Bissio es Director Ejecutivo del Instituto del Tercer Mundo.